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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (102 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Miró alrededor buscando a un candidato e hizo un gesto a Mejera, ahora acólita del Zelandoni de la Tercera Caverna. Los había acompañado en su visita a las profundidades de Roca de la Fuente cuando fueron a buscar el elán de Thonolan. Por entonces estaba en la Decimocuarta Caverna, pero no se sentía a gusto allí.

Ayla la reconoció y sonrió.

–He de hacerte un encargo –dijo la Primera–. Marthona te lo explicará.

–¿Conoces a Lanidar de la Decimonovena Caverna? –preguntó Marthona. A juzgar por su expresión, la joven no sabía de quién le hablaba–. El hijo de Mardena, cuya madre se llama Denoda.

Mejera movió la cabeza en un gesto de negación.

–Debe de tener doce años, pero aparenta menos –añadió Ayla–, y tiene un brazo atrofiado.

Mejera sonrió.

–Claro que lo conozco. Arrojó una lanza en la demostración.

–Exacto –confirmó Marthona–. Tendrías que ir a buscarlo, y cuando lo encuentres, dile que trate de dar con Jondalar para que diga de mi parte que Ayla está preocupada por los caballos, y que debería ir a verlos antes de la ceremonia matrimonial de esta noche. ¿Me has entendido?

–¿No sería más fácil que fuera yo directamente a decírselo a Jondalar? –preguntó Mejera.

–Sería mucho más fácil, pero tú intervienes en la ceremonia matrimonial de esta noche, y por tanto no puedes transmitir un mensaje a Jondalar hasta que se haya celebrado, y menos aún un mensaje de Ayla, ni siquiera a través de mí. No obstante, si no encuentras a Lanidar, imagino que puedes pedírselo a cualquiera que no tenga relación alguna con él. ¿Lo has entendido? –repitió la mujer.

–Sí, lo he entendido. Descuida, Ayla, yo me encargaré de que le llegue el mensaje –aseguró Mejera, y se fue.

–Supongo que a los zelandonia no les parecería bien que Mejera haya hablado contigo, así que mejor será que no entremos en detalles –sugirió Marthona–. Y tampoco hace falta que mencionemos el paquete que le he dado a Jondalar.

–Vale más que no mencionemos nada –dijo Ayla.

–Bueno, ya es hora de que empieces a prepararte.

–Pero si sólo es mediodía. Falta mucho para que llegue la noche. No me costará tanto ponerme la túnica que me hizo Nezzie.

–Hay que hacer otras cosas –explicó Marthona–. Iremos al Río para que os bañéis todas las que os tenéis que emparejar. Ya están hirviendo el agua para purificarla para el ritual. Resulta muy agradable lavarse con agua caliente. Es una de las mejores partes de los rituales previos al emparejamiento. Jondalar y los demás hombres harán lo mismo, pero en un sitio distinto, claro.

–Me encanta el agua caliente –dijo Ayla–. Cerca del refugio de los losadunai hay un manantial de agua caliente. ¡No te imaginas el placer que es bañarse allí!

–Sí me lo imagino. He viajado un par de veces al norte. No muy lejos del nacimiento del Río hay estanques de agua caliente que brota de la tierra.

–Creo que conozco ese sitio o uno parecido –comentó Ayla–. Paramos cuando veníamos hacia aquí. Me gustaría preguntarte algo. No sé si aún estoy a tiempo, pero me gustaría hacerme agujeros en las orejas. ¿Es posible? Tengo aquellos dos trozos de ámbar a juego que me regaló Tullie, la jefa del Campamento del León, y quería ponérmelos si encuentro la manera de colgármelos de las orejas. Ella me dijo que era así como debía llevarlos.

–Creo que podemos arreglarlo –contestó Marthona–. Seguro que algún Zelandoni te hará los agujeros con mucho gusto.

–¿Tú qué opinas, Folara? ¿Así? ¿O así? –preguntó Mejera, sosteniendo un mechón de cabello de Ayla con una mano y mostrando las dos opciones.

Folara había llegado al alojamiento de la zelandonia después de que las mujeres realizaran el ritual de la limpieza. Habían encendido muchos candiles, pero el interior seguía pareciendo oscuro. Ayla hubiera preferido salir al sol en lugar de estar allí sentada mientras le arreglaban el pelo.

–Me gusta más de la primera manera –declaró Folara.

–Mejera, ¿por qué no acabas de contarnos dónde los has encontrado? –dijo Marthona.

Era obvio que Ayla se sentía incómoda. No estaba acostumbrada a dejarse peinar. Como la joven acólita parecía capaz de hablar y trabajar al mismo tiempo, Marthona pensó que un poco de charla distraería a Ayla.

–Pues, como os he dicho, he preguntado a todo el mundo. Nadie sabía dónde estaba ninguno de los dos. Por fin, en vuestro campamento… Creo que era la compañera de uno de los amigos íntimos de Joharran, Solaban o Rushemar, la que tiene un niño pequeño... Bueno, estaba haciendo una cesta…

–Es la compañera de Rushemar, Salova –apuntó Marthona.

–Pues ella me ha dicho que uno de los dos debía de estar con los caballos, así que he ido río arriba y allí los he encontrado –prosiguió Mejera–. Lanidar me ha contado que su madre le había dicho que tú, Ayla, estarías todo el día con las mujeres, así que fue a ver a los caballos, tal como le habías pedido. Y Jondalar me ha dicho lo mismo, poco más o menos, que como sabía que tú pasarías todo el día recluida con las mujeres, decidió ir a ver cómo estaban los caballos y se encontró allí con Lanidar, así que aprovechó para enseñarle a usar el lanzavenablos.

»Ha resultado que yo no era la única que andaba buscando a Jondalar. Al cabo de un momento ha aparecido Joharran. Parecía un poco molesto, porque hacía rato que buscaba a su hermano para decirle que tenía que ir al Río para el ritual de purificación con los otros hombres. Jondalar me ha encargado que te dijera que los caballos estaban bien, y que tenías razón, que Lobo debe de haber encontrado una compañera o un amigo. Los ha visto juntos.

–Gracias, Mejera, me quedo más tranquila si sé que Whinney y Corredor están bien. No sabes cuánto te agradezco el tiempo y el esfuerzo que has dedicado para encontrar a Lanidar y Jondalar –dijo Ayla.

Se alegraba de saber que los caballos estaban bien, y más aún de que Lanidar hubiera tenido la iniciativa de ir a verlos. De Jondalar ya era de esperar en circunstancias normales, pero él, al fin y al cabo, también tenía que emparejarse, y Ayla no podía estar segura de que no surgiera algo que lo distrajese o le impidiese ir a verlos. Lobo la tenía un poco preocupada. En parte, deseaba que encontrara una compañera y fuera feliz, pero también temía perderlo y sufría por él.

Lobo nunca había vivido con otros lobos; probablemente había visto más Ayla cuando aprendía a cazar que el propio lobo. Sabía que los lobos eran muy leales a su manada, pero también que defendían ferozmente su territorio contra otros lobos. Si Lobo había encontrado una loba solitaria o una poco considerada por su manada y decidía vivir con ella como un lobo, tendría que pelearse para delimitar su territorio. Era un animal fuerte y sano, más grande que muchos otros lobos, pero no había crecido en una manada, donde habría jugado a pelearse con sus hermanos desde pequeño. No estaba acostumbrado a luchar con los de su especie.

–Gracias, Mejera –dijo Marthona–. Ayla está preciosa. No sabía que se te diera tan bien arreglar el pelo.

Ayla levantó las manos y se tocó el cabello con cuidado, palpándose los bucles y el recogido. Había visto los peinados de las otras mujeres e imaginaba que el suyo sería parecido.

–Iré a buscar un reflector para que te veas –dijo Mejera.

La débil imagen del reflector mostraba a una mujer con el cabello arreglado de manera parecida al de las otras jóvenes del alojamiento. Pero ella no se reconocía. No sabía si Jondalar la reconocería.

–Ahora ponte los pendientes de ámbar –propuso Folara–. Y deberías empezar a vestirte.

Una servidora de la zelandonia le había agujereado las orejas y le había dejado una astilla de hueso atravesada en cada orificio. También había enrollado un poco de tendón por delante y detrás y a ambos lados de los trozos de ámbar y dejado unas lazadas para sujetarlos a las astillas de hueso que atravesaban los lóbulos de las orejas de Ayla. Mejera ayudó a Folara a colgarle los trozos de ámbar de las orejas.

Entonces Ayla se puso su vestido especial para el emparejamiento. Mejera quedó deslumbrada.

–¡No había visto nunca algo tan precioso! –exclamó.

Folara estaba fascinada.

–¡Ayla, qué maravilla! Es muy original. Todo el mundo querrá copiarlo. ¿De dónde lo has sacado?

–Lo he traído desde muy lejos. Me lo hizo Nezzie, la compañera del jefe del Campamento del León. Me dijo que durante la ceremonia tenía que llevarse así –explicó Ayla abriendo la parte delantera y dejado a la vista los pechos, cada día más turgentes a causa del embarazo. Volvió a atarse los cordeles–. Nezzie decía que una mamutoi debía enseñar los pechos con orgullo cuando se emparejaba. Ahora querría ponerme el collar que me regalaste, Marthona.

–Hay un problema, Ayla –dijo Marthona–. El collar te quedará precioso con el gran fragmento de ámbar entre los pechos, pero no con esa bolsita de piel que llevas al cuello. No se vería el collar. Ya sé que es muy importante para ti, pero creo que deberías quitártela.

–Mi madre tiene razón, Ayla –declaró Folara.

–Mírate en el reflector –sugirió Mejera. Sostuvo la lámina de madera ennegrecida, pulida y bañada en aceite para que la joven se viera.

Era la misma desconocida de antes, pero esta vez Ayla vio los trozos de ámbar colgando de sus orejas, y la bolsita gastada del amuleto, de contornos irregulares por los objetos que contenía, suspendida de una cuerda deshilachada.

–¿Qué hay en esa bolsita? –preguntó Marthona–. Parece llena.

–Es mi amuleto, y los objetos que contiene son todos dones de mi tótem, el espíritu del León Cavernario. Casi todos me han ayudado a tomar decisiones que han sido muy importantes en mi vida. En cierto modo también contiene mi espíritu vital.

–Viene a ser como un elandon, pues –dijo Marthona.

–El Mog-ur me auguró que si un día perdía mi amuleto, me moriría –explicó Ayla. Lo cogió y palpó a través de la piel los bultos familiares, despertando en su mente un caleidoscopio de recuerdos de su vida con el clan.

–Si es así, deberías guardarlo en un sitio especial –propuso Marthona–, quizá al lado de una donii para que la Madre te lo vigile, pero tú no tienes ninguna donii, ¿verdad? Normalmente, todas las mujeres reciben una antes de los Primeros Ritos. Tú no debes de haber celebrado esa ceremonia.

–En realidad, sí –respondió Ayla–. Jondalar me enseñó el don del placer de la Madre, y la primera vez hizo una especie de ceremonia y me regaló una figura donii que había tallado él mismo. La llevo en la mochila.

–Bien, si alguien sabe hacer una ceremonia de los Primeros Ritos como es debido, ése es Jondalar. Le sobra experiencia –declaró Marthona–. ¿Por qué no me permites que te guarde el amuleto? Cuando tú y Jondalar vayáis a pasar vuestro período de prueba, te lo devolveré para que puedas llevártelo.

Ayla dudó, pero finalmente asintió con la cabeza. Sin embargo, cuando se lo iba a quitar, el cordel de piel se le enredó en el peinado.

–No te preocupes –dijo Mejera–. Ya te lo arreglaré.

Ayla mantuvo la bolsita en la mano, reacia a desprenderse de ella. Tenían razón: no quedaba bien con la elegante ropa de la ceremonia matrimonial, pero no se la había quitado nunca desde que se la dio Iza, poco después de encontrarla el clan. Hacía tanto tiempo que formaba parte de su vida que le costaba quitársela; además, le daba miedo. Era como si el amuleto tampoco quisiera separarse de ella, y por eso se enredara en su pelo. Quizá su tótem quería decirle algo; tal vez no debía intentar convertirse en una de los Otros, únicamente con ropa mamutoi y un collar zelandonii. Cuando conoció a Jondalar, era una mujer del clan; quizá debía añadir algo en su acicalamiento que manifestara su vínculo con ellos.

–Gracias, Mejera, pero he cambiado de idea. Llevaré el pelo suelto, a Jondalar le gusta más así –decidió Ayla.

Contempló el amuleto aún un momento antes de entregárselo a Marthona. Dejó que ésta le atara el collar que le había regalado la madre de Dalanar y que había guardado para ella, y a continuación empezó a quitarse las horquillas que le mantenían recogido el cabello al elegante estilo zelandonii.

Mejera lamentó ver en qué quedaban sus esfuerzos, pero la decisión era de Ayla, no de ella.

–Te lo cepillaré –se ofreció, aceptando con dignidad la elección de Ayla, lo cual impresionó a Marthona.

«Creo que esta joven será algún día una buena Zelandoni», pensó.

Cuando Jondalar, junto con los demás hombres, se encaminó hacia el alojamiento de la zelandonia, al pie de la pendiente donde se celebraría la ceremonia, estaba hecho un manojo de nervios. No era el único. Las mujeres habían salido del gran alojamiento. Con la ayuda de varios zelandonia, los hombres se dispusieron en el orden ensayado, primero según la palabra de contar de la caverna donde vivirían, y después teniendo en cuenta su rango. Puesto que todas las palabras de contar poseían poder –sólo la zelandonia conocía las diferencias enigmáticas entre ellas–, no determinaban el estatus, sino meramente una forma de ordenación, de colocarse en fila. El rango dentro de la caverna, no numerado y a menudo tácito, era ya otra cuestión, pero los hombres se colocaron en sus lugares correspondientes rápidamente y sin problemas.

El rango de una persona podía cambiar, y de hecho cambiaba, como consecuencia de los emparejamientos. Era una de las muchas cosas que se negociaban antes de la ceremonia. Podía mejorar o todo lo contrario, porque la posición social del hogar era una combinación de lo que los dos miembros de la pareja aportaban a la unión, y ésta determinaba también la posición de los niños. Se daba por hecho que el hogar resultante pertenecía al hombre, pero se ocupaba de él la mujer; los niños que nacían de la mujer, nacían también en el hogar del hombre. Ellos y sus familias querían que el rango del nuevo hogar fuera lo más elevado posible por el bien de los niños y por los títulos y lazos de las personas relacionadas con ellos, pero tenían que estar de acuerdo algunos jefes y zelandonia de otras cavernas, por lo que a veces resultaba una negociación conflictiva.

Ayla no había participado apenas en las negociaciones por la posición del nuevo hogar de ella y Jondalar, pero tampoco habría entendido los matices de haberlo hecho. Fue Marthona quien se encargó. Las sutiles conversaciones que había mantenido con algunos zelandonia, incluida la Zelandoni de la Decimonovena Caverna, y que Ayla empezaba a comprender, habían sido uno de los elementos de la negociación. La Zelandoni de la Decimonovena había intentado utilizar las indiscreciones juveniles de Jondalar para rebajar su estatus, en parte porque le había incomodado que Ayla hubiera descubierto la excepcional cueva dentro de su territorio. Un hallazgo que, sin embargo, había elevado mucho la posición social de Ayla pese a no haber nacido allí. El problema estribaba en que si la hubiera descubierto la Decimonovena Caverna habrían podido mantenerla en secreto y limitar el uso, y eso les habría otorgado prestigio considerable. Pero por el hecho de haberla descubierto una forastera durante la Reunión de Verano la cueva quedaba abierta automáticamente a todo el mundo, circunstancia que la Primera se había apresurado a dejar bien clara.

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