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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (10 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Todos los presentes se miraron con expresión de sorpresa, pero la Zelandoni, anticipándose a los demás, dijo:

–Estoy segura de que todos tenemos muchas preguntas que hacerle a Ayla, pero eso puede esperar. ¿Por qué no le dejamos ahora que acabe de contarnos lo que sucedió a Thonolan y Jondalar?

Los Otros respondieron con gestos de asentimiento y centraron de nuevo su atención en la forastera.

–Cuando pasábamos frente a la entrada de un cañón oí el rugido de un león y luego un grito, el grito de dolor de un hombre –prosiguió Ayla.

Todos la escuchaban atentamente, pero Folara era incapaz de quedarse callada.

–¿Qué hiciste?

–En un primer momento no supe qué hacer, pero sentí que tenía que ir a averiguar quién había gritado, y prestarle ayuda si era posible. Whinney me llevó hasta el cañón. Desmonté detrás de una roca y lentamente me asomé para echar un vistazo al interior. Entonces vi al león y lo oí. Era Bebé. Ya no tenía miedo, así que entré. Sabía que no nos haría daño.

Esta vez fue la Zelandoni quien no pudo permanecer en silencio.

–¿Reconociste a un león que rugía? ¿Entraste sin más en el cañón de un león que rugía?

–No era un león cualquiera. Era Bebé. Mi león. El que yo había criado –dijo Ayla intentando aclarar esa importante distinción.

Echó una ojeada a Jondalar, que sonreía pese a la gravedad de los sucesos que ella relataba. No podía evitarlo.

–A mí ya me habían hablado Jondalar y Ayla de ese león –terció Marthona–. Por lo visto, Ayla ejerce influencia sobre otros animales, además de sobre los caballos y los lobos. Jondalar afirma haberla visto montar sobre el lomo de ese león, igual que con los caballos. Sostiene que otros también lo han visto. Continúa, Ayla, por favor.

La Zelandoni pensó que debería investigar ese vínculo con los animales. Había visto a los caballos en la orilla del Río y sabía que Ayla iba acompañada de un lobo, pero cuando Marthona guio a Jondalar y Ayla hasta su vivienda, ella estaba atendiendo a un niño enfermo en otra morada. En esos momentos los animales no se hallaban a la vista, y decidió apartarlos de su mente hasta mejor ocasión.

–Cuando llegué al fondo del cañón –prosiguió Ayla– vi sobre un saliente a Bebé con dos hombres. Pensé que los dos estaban muertos, pero al trepar hasta allí y examinarlos me di cuenta de que sólo uno estaba sin vida. El otro aún vivía, pero sin ayuda no duraría mucho tiempo. Logré bajar a Jondalar del saliente y lo até a la angarilla.

–¿Y el león? –preguntó Joharran–. Los leones cavernarios no suelen permitir que nada se interponga entre ellos y sus presas.

–No, no suelen; pero éste era Bebé. Le dije que se marchara –Ayla advirtió la incredulidad en el semblante de Joharran–. Como hacía cuando cazábamos juntos. En todo caso, no creo que tuviera hambre; su leona acababa de proporcionarle un ciervo. Y no cazaba personas. Lo crie yo. Yo fui su madre. La gente era su familia…, su manada. Creo que atacó a los dos hombres únicamente porque habían irrumpido en su guarida, su territorio.

»No quise dejar allí al otro hombre. La leona no vería a las personas como su familia. Pero no quedaba espacio para su cuerpo en la angarilla, y no tenía tiempo para enterrarlo. Por otra parte, temía que Jondalar muriera también si no lo llevaba a mi caverna. Me había fijado en que al fondo del cañón había un pedregal, y que las piedras sueltas se hallaban retenidas por un bloque de roca. Arrastré el cuerpo hasta allí y, valiéndome de la lanza para hacer palanca, retiré el bloque de roca para que las piedras cayeran y lo cubrieran; por entonces usaba aún las lanzas grandes y gruesas del clan. No me gustaba la idea de dejarlo allí de ese modo, sin siquiera un mensaje para el Mundo de los Espíritus. No soy una Mog-ur, pero utilicé el ritual de Creb y pedí al espíritu del Gran Oso Cavernario que guiara a aquel hombre hasta la tierra de los espíritus. Luego Whinney y yo trasladamos a Jondalar a mi caverna.

Eran muchas las preguntas que la Zelandoni deseaba formular. ¿Quién o qué era un «grrrub», ya que así era como le sonaba a ella el nombre de Creb? ¿Y por qué invocar al espíritu de un oso cavernario en lugar de a la Gran Madre Tierra? No había comprendido la mitad de lo que Ayla había contado, y le costaba dar crédito a la otra mitad.

–En fin, es una suerte que Jondalar no estuviera tan gravemente herido como pensabas –comentó la curandera de mayor edad.

Ayla movió la cabeza en un gesto de negación. ¿Qué quería decir la mujer? Jondalar estaba casi muerto. Ella misma no podía aún explicarse cómo había conseguido salvarlo.

Viendo la expresión de Ayla, Jondalar le adivinó el pensamiento. Resultaba obvio que la Zelandoni había hecho ciertas suposiciones que era preciso rectificar. Jondalar se puso en pie.

–Creo que debes ver tú misma lo graves que eran mis heridas –dijo recogiéndose el faldón de la túnica y desatándose la correa que ceñía la cintura de sus calzones de verano.

Pese a que los hombres casi nunca iban completamente desnudos, ni siquiera en los días más calurosos del verano, y tampoco las mujeres, la desnudez no causaba la menor turbación. A menudo se veían sin ropa unos a otros cuando nadaban o tomaban baños de vapor. No fueron sus atributos viriles al descubierto lo que contemplaron con asombro los demás cuando Jondalar se despojó de su vestimenta, sino la descomunal cicatriz que surcaba la parte superior del muslo y la ingle.

Las heridas se habían cerrado bien, y la Zelandoni advirtió que Ayla había incluso cosido porciones de la piel de Jondalar en algunas partes. Le había dado siete puntos por separado en la pierna: cuatro a lo largo de la herida más profunda; tres más para que los músculos desgarrados permanecieran en su sitio. Nadie había enseñado a Ayla esa técnica; sencillamente no se le había ocurrido otro modo de mantener cerradas las incisiones.

Hasta ese instante Jondalar no había dejado entrever la menor secuela de unas heridas de tal magnitud. No cojeaba ni trataba esa pierna con especial cuidado, y salvo por las propias cicatrices, debajo de éstas el tejido muscular parecía prácticamente normal. Se apreciaban más marcas y cicatrices en el pecho y el hombro derecho, causadas también por los zarpazos del león, y otra cicatriz en el costado, ésta sin aparente relación con las anteriores. Era evidente que Jondalar no había regresado indemne de su largo viaje.

Todos comprendieron entonces la gravedad de las heridas de Jondalar, y por qué había tenido que ser atendido de inmediato, pero sólo la Zelandoni se hacía idea de lo cerca que había estado de la muerte. La donier se sonrojó al darse cuenta de lo mucho que había subestimado la aptitud de Ayla como curandera, y se avergonzó del comentario que había dejado caer tan a la ligera.

–Perdona, Ayla. No imaginaba que tuvieras tanta experiencia. Me parece que es una gran suerte para la Novena Caverna de los zelandonii que Jondalar haya traído consigo a una curandera tan bien preparada –dijo notando la sonrisa de Jondalar mientras se cubría y el suspiro de alivio de Ayla.

La Zelandoni estaba aún más decidida a conocer mejor a aquella forastera. Su relación con los animales debía de tener algún significado, y alguien con tal destreza como curandera debía quedar bajo la autoridad y la influencia de la zelandonia. Sin cierto control y supervisión, una forastera así podía alborotar la ordenada vida de su gente. Pero como era Jondalar quien la había llevado allí tendría que andarse con pies de plomo. Primero había mucho que averiguar sobre ella.

–Según parece, he de darte a ti las gracias por el regreso de al menos uno de mis hijos, Ayla –dijo Marthona–. Me alegro mucho de tenerlo aquí y te estoy muy agradecida.

–Si Thonolan hubiera regresado también, sería ciertamente una feliz ocasión. Pero cuando Thonolan se fue, Marthona sabía ya que no volvería –declaró Willamar. Luego, mirando a su compañera de hogar, añadió–: No quería creerte, pero debería haberlo hecho. Thonolan quería ir a todas partes y verlo todo. Sólo por eso habría estado siempre viajando. Incluso de niño tenía una curiosidad desmedida.

Este comentario recordó a Jondalar una honda inquietud que sentía desde hacía tiempo. Quizá era ése el momento apropiado.

–Zelandoni, necesito hacerte una pregunta: ¿es posible que su espíritu encuentre por sí solo el camino al Mundo de los Espíritus? –el habitual ceño de preocupación de Jondalar era idéntico al de Joharran–. Después de morir la mujer a quien se unió, Thonolan no fue ya el mismo de siempre, y no pasó al otro mundo con la debida ayuda. Sus huesos siguen bajo aquel montón de piedras en las estepas del este. No se le dio sepultura como es debido. ¿Y si su espíritu está perdido, vagando por el otro mundo sin nadie que lo guíe?

La corpulenta mujer frunció el entrecejo. Era una pregunta seria, y debía tratarse con delicadeza, sobre todo por respeto a la afligida familia de Thonolan.

–Ayla, ¿no has dicho que realizaste una especie de ritual apresurado? Dime cómo fue.

–No hay mucho que decir –respondió Ayla–. Era el ritual que utilizaba Creb siempre que una persona moría y su espíritu abandonaba este mundo. Me preocupaba más el hombre que seguía con vida, pero deseaba hacer algo por el otro para que encontrara su camino.

–Ayla me llevó allí un tiempo después –agregó Jondalar– y me dio un poco de ocre rojo en polvo para esparcirlo sobre las rocas de su tumba. Cuando nos marchamos del valle definitivamente, regresamos al cañón donde Thonolan y yo fuimos atacados. Encontré una piedra muy especial procedente del montón bajo el que está enterrado. La traje conmigo. Confiaba en que te sirviera para localizar su espíritu si continúa vagando, y lo ayudaras así a encontrar su camino. La tengo en la mochila; voy a buscarla.

Jondalar se levantó, se acercó a su mochila y volvió rápidamente con un sencillo saquito de piel provisto de una correa para llevarlo colgado del cuello, aunque nada indicaba que se le hubiera dado ese uso. Lo abrió y, sacudiéndolo, hizo salir dos objetos, que cayeron en la palma de su mano. Uno era un pequeño fragmento de ocre rojo. El otro parecía un trozo de roca gris normal y corriente, con los bordes afilados y forma semejante a una pirámide aplanada. Pero cuando Jondalar la alzó y mostró la superficie inferior, hasta ese momento oculta, los demás reaccionaron con exclamaciones ahogadas y expresiones de sorpresa. Esa faceta de la piedra estaba recubierta de una fina capa de ópalo azul blanquecino con intensos reflejos rojos.

–Me encontraba allí de pie, recordando a Thonolan, y esto rodó por el predegal y cayó a mis pies –explicó Jondalar–. Ayla dijo que debía guardarlo en mi amuleto, este saquito, y traerlo a casa. No sé cuál es su significado, pero tuve la sensación, y todavía la tengo, de que el espíritu de Thonolan guarda alguna relación con esta piedra.

Se la entregó a la Zelandoni. Nadie más parecía dispuesto a tocarla, y Ayla notó que de hecho Joharran se estremecía. La mujer examinó la piedra con atención, tomándose su tiempo para pensar qué decir.

–Creo que tienes razón, Jondalar –contestó por fin–. Esto guarda relación con el espíritu de Thonolan. No estoy segura de su significado. Necesito examinarla con más detenimiento y pedir consejo a la Madre, pero has hecho bien en traérmelo. –Permaneció en silencio por un momento y luego añadió–: Thonolan tenía un espíritu aventurero. Quizá este mundo se le quedaba pequeño. Es posible que viaje aún por el otro mundo, no porque esté perdido, sino porque aún no esté listo para encontrar su lugar allí. ¿Habíais llegado muy al este cuando terminó su vida en este mundo?

–Más allá del mar interior situado al final del gran río, el que empieza al otro lado del glaciar de las tierras altas.

–¿El que llaman Río de la Gran Madre?

–Sí.

La Zelandoni volvió a guardar silencio. Finalmente, habló.

–Jondalar, tal vez la búsqueda de Thonolan sólo pueda resolverse en el otro mundo, en la tierra de los espíritus. Quizá Doni consideró que era hora de llamarlo y permitirte a ti volver a casa. Es posible que baste con el ritual de Ayla, pero no acabo de entender en qué consistió ni por qué lo hizo. Necesito formular algunas preguntas. –Miró al hombre alto y apuesto que en otro tiempo había amado, y a su manera todavía amaba, y a la joven sentada a su lado, quien en el breve rato transcurrido desde su llegada había conseguido asombrarla más de una vez–. En primer lugar, ¿quién es ese «Grrrub» del que hablas? ¿Y por qué invocaste al espíritu de un oso cavernario y no a la Gran Madre Tierra?

Ayla vio adónde quería ir a parar la Zelandoni con sus preguntas, y como eran muy directas, casi se sintió obligada a contestar. Había aprendido qué era una mentira, y que ciertas personas podían decir cosas que no eran verdad, pero ella se sentía incapaz. A lo sumo podía abstenerse de mencionar algo, y eso resultaba especialmente difícil ante una pregunta directa. Bajó la vista y se miró las manos. Se las había tiznado al encender el fuego.

Le constaba que al final todo saldría a la luz, pero había albergado la esperanza de pasar antes un tiempo con la gente de Jondalar, para llegar a conocer a algunos de ellos. Pero quizá fuera mejor así. Si tenía que marcharse, prefería hacerlo antes de encariñarse con ellos.

Pero ¿y Jondalar? Lo amaba. ¿Y si tenía que marcharse sin él? Llevaba dentro un hijo suyo. No sólo el hijo de su hogar, o ni siquiera el hijo de su espíritu. Un hijo de él. Daba igual lo que creyeran los demás. Ella estaba convencida: sabía que era hijo de él, como lo era de ella. Había empezado a crecer dentro de ella cuando ambos compartieron placeres, el don del placer otorgado a sus hijos por la Gran Madre Tierra.

Tenía miedo de mirar a Jondalar, eludía el momento por temor a lo que pudiera ver. De pronto alzó la vista y fijó los ojos en él. Tenía que saberlo.

Capítulo 4

Jondalar sonrió y movió la cabeza en un imperceptible gesto de asentimiento. Luego buscó su mano, le dio un ligero apretón y la mantuvo cogida. Ayla apenas podía creerlo. ¡No había inconveniente! Él la había comprendido y estaba diciéndole que no había inconveniente. Podía decir lo que quisiera acerca del clan. Él seguiría a su lado. La amaba. Ayla le devolvió la sonrisa, aquella sonrisa amplia y encantadora, llena de amor.

También Jondalar había adivinado adónde quería ir a parar la Zelandoni con sus preguntas, y para su propia sorpresa, no le importaba. Tiempo atrás estaba tan preocupado por lo que pudiera pensar su familia y su gente de aquella mujer, y de él por llevarla consigo a casa, que casi la abandonó, casi la perdió. Ahora no le importaba. Pese al afecto que sentía por ellos, pese a lo mucho que se alegraba de verlos, si su propia familia no la aceptaba, él se marcharía. Era a Ayla a quien amaba. Juntos tenían mucho que ofrecer. Varias cavernas les habían propuesto ya quedarse a vivir con ellos, incluidos los lanzadonii de Dalanar. Estaba seguro de que encontrarían un hogar en alguna parte.

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