Los refugios de piedra (3 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
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–Sí, Lobo, te has portado bien –dijo Ayla, sonriente, a la vez que le acariciaba y alborotaba el pelo.

A continuación se levantó y se dio unas palmadas en la parte anterior de los hombros. El lobo, de un salto, se irguió sobre las patas traseras, apoyó las manos donde Ayla le había señalado y le lamió el cuello mientras ella le exponía la garganta. Luego, con un vibrante gruñido, pero también con gran delicadeza, tomó en su boca la barbilla y la mandíbula de Ayla.

Jondalar advirtió las exclamaciones de estupefacción de Joharran y los demás, y cayó en la cuenta de lo aterradora que debía de parecer esa demostración de afecto lobuno a quienes no sabían interpretarla como tal. Su hermano lo miró con una mezcla de miedo y asombro.

–¿Qué le hace el lobo?

–¿Estás seguro de que no hay peligro? –preguntó Folara casi al mismo tiempo, incapaz ya de quedarse quieta.

Los demás se movían también, indecisos y nerviosos. Jondalar sonrió.

–Sí, Ayla está perfectamente. Lobo la adora; jamás le haría daño. Así manifiestan los lobos su afecto. A mí me llevó un tiempo acostumbrarme. Tanto Ayla como yo conocemos a Lobo desde que era un cachorrillo revoltoso.

–¡Eso ya no es un cachorro! ¡Es un lobo enorme! Es el lobo más grande que he visto en mi vida –declaró Joharran–. Podría desgarrarle la garganta.

–Sí. Podría hacerlo. Yo mismo he visto cómo desgarraba la garganta a una mujer…, una mujer que pretendía matar a Ayla –dijo Jondalar–. Lobo la protege.

Los zelandonii que observaban la escena exhalaron un suspiro colectivo de alivio cuando el lobo bajó las patas y se colocó junto a Ayla con la boca abierta y la lengua colgando a un lado, enseñando los dientes. Lobo presentaba la expresión que Jondalar consideraba su sonrisa lobuna, como si se sintiera satisfecho de sí mismo.

–¿Siempre hace eso? –preguntó Folara–. ¿A… todo el mundo?

–No –respondió Jondalar–. Sólo a Ayla, y a veces a mí si está especialmente contento, y sólo si se lo permitimos. Se porta bien. No hará daño a nadie… a menos que Ayla sea amenazada.

–¿Tampoco a los niños? –dijo Folara–. A menudo los lobos van tras los más débiles y pequeños.

La preocupación se dibujó en los rostros de los circunstantes al mencionarse a los niños.

–Lobo adora a los niños –se apresuró a aclarar Ayla–, y actúa con ellos de una manera muy protectora, sobre todo con los más pequeños y débiles. Se crio con los niños del Campamento del León.

–Había allí un niño muy débil y enfermizo, miembro del Hogar del León –añadió Jondalar–. Tendríais que haberlos visto jugar juntos. Lobo lo trataba siempre con mucho cuidado.

–Es un animal muy poco corriente –comentó otro hombre–. Cuesta creer que un lobo se comporte de un modo tan… poco lobuno.

–Tienes razón, Solaban –convino Jondalar–. Su comportamiento parece muy poco lobuno a la gente, pero si fuéramos lobos no pensaríamos lo mismo. Se crio entre humanos, y dice Ayla que considera a los humanos su manada. Los trata como si fueran de los suyos.

–¿Caza? –quiso saber el hombre a quien Jondalar había llamado Solaban.

–Sí –contestó Ayla–. A veces caza solo, para él, y a veces nos ayuda a cazar a nosotros.

–¿Cómo sabe qué debe cazar y qué no? –preguntó Folara–. ¿Por qué, por ejemplo, no ataca a esos caballos?

Ayla sonrió.

–Los caballos también forman parte de su manada. Como ves, no le tienen miedo. Lobo nunca caza personas. Por lo demás, puede cazar a cualquier animal, a menos que yo se lo prohíba.

–Y si tú se lo prohíbes, ¿te obedece? –preguntó otro hombre.

–Así es, Rushemar –afirmó Jondalar.

El hombre movió la cabeza en un gesto de asombro. Resultaba difícil creer que alguien pudiera ejercer tal control sobre un poderoso animal cazador.

–¿Y bien, Joharran? –dijo Jondalar–. ¿Te parece suficientemente seguro que dejemos subir a Ayla y Lobo?

Tras reflexionar por un momento, Joharran asintió.

–Pero si hay algún problema…

–No lo habrá, Joharran –aseveró Jondalar. Se volvió hacia Ayla y explicó–: Mi madre nos ha invitado a quedarnos en su vivienda. Folara aún vive con ella, pero tiene su propia habitación, al igual que Marthona y Willamar. Él ha salido en misión comercial. Mi madre nos ha ofrecido el espacio central de la vivienda. Naturalmente, si lo prefieres, podemos alojarnos con la Zelandoni en el hogar de los visitantes.

–Aceptaré encantada la hospitalidad de tu madre, Jondalar –dijo Ayla.

–¡Estupendo! Mi madre ha sugerido también que dejemos las presentaciones más formales para cuando nos hayamos acomodado. Creo que no tiene sentido estar repitiendo lo mismo a cada persona cuando podemos presentarnos ante todos al mismo tiempo.

–Ya estamos planeando un festejo de bienvenida para esta noche –anunció Folara–. Y probablemente organizaremos otro más adelante, para las cavernas vecinas.

–Agradezco la consideración de tu madre, Jondalar. Será más fácil conocer a todo el mundo a la vez, pero podrías presentarme ahora a esta joven –dijo Ayla.

Folara sonrió.

–Claro, ésa era mi intención –respondió Jondalar–. Ayla, ésta es mi hermana Folara, bendecida por Doni, de la Novena Caverna de los zelandonii; hija de Marthona, ex jefa de la Novena Caverna; nacida en el hogar de Willamar, viajero y maestro de comercio; hermana de Joharran, jefe de la Novena Caverna; hermana de Jondalar…

–A ti ya te conoce, Jondalar, y yo ya he oído sus nombres y lazos de parentesco –atajó Folara, cansada de formalidades, y tendió las manos a Ayla–. En nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, te doy la bienvenida, Ayla de los Mamutoi, amiga de caballos y lobos.

La muchedumbre congregada en el soleado porche de piedra retrocedió rápidamente en cuanto vio encaminarse sendero arriba a la mujer y el lobo, junto con Jondalar y la pequeña comitiva. Luego uno o dos avanzaron un paso mientras los Otros, desde atrás, se estiraban para ver algo.

Cuando llegaron al saliente de piedra, apareció ante los ojos de Ayla el espacio de vivienda de la Novena Caverna de los zelandonii. La vista la sorprendió.

Si bien sabía que en la denominación del hogar de Jondalar la palabra «caverna» no hacía referencia a un lugar sino al grupo de personas que allí habitaban, la formación que veía no era una caverna, o al menos no lo era tal como ella la concebía. Para Ayla una caverna era una cámara oscura o una serie de cámaras en el interior de una pared rocosa, en un precipicio o bajo tierra, con una abertura al exterior. En cambio, el espacio de vivienda de aquella gente era la superficie situada bajo una enorme cornisa que sobresalía del precipicio de piedra caliza, un refugio, que protegía de la lluvia o la nieve, pero que quedaba abierto a la luz del día.

Los altos precipicios de la región fueron en otro tiempo el lecho de un antiguo mar. A medida que los crustáceos que vivían en ese mar se desprendían de sus caparazones, éstos fueron amontonándose en el fondo y, finalmente, se convirtieron en carbonato de calcio, piedra caliza. En ciertos períodos, por diversas razones, parte de los caparazones depositados formaba gruesas capas de piedra caliza de mayor dureza. Cuando la tierra se desplazó y el lecho marino quedó al descubierto se convirtió por fin en precipicios. La acción del viento y el agua erosionó con mayor facilidad la piedra relativamente más blanda, abriendo profundos espacios y dejando en medio salientes de roca más dura.

Aunque los precipicios estaban también llenos de cavernas en el sentido convencional –lo cual era característico de la piedra caliza–, estas inusitadas formaciones semejantes a repisas constituían refugios de piedra que resultaban excepcionalmente adecuados como viviendas y habían sido utilizados como tales durante muchos miles de años.

Jondalar guio a Ayla hacia la mujer de mayor edad que ella había visto desde el pie del sendero. Era una mujer alta y esperaba pacientemente con porte majestuoso. Tenía el cabello más gris que castaño claro y lo llevaba recogido en una larga trenza enrollada detrás de la cabeza. Sus ojos claros, de mirada franca y estimativa, eran también grises.

Una vez ante ella, Jondalar inició la presentación formal.

–Ayla, ésta es Marthona, ex jefa de la Novena Caverna de los zelandonii; hija de Jemara; nacida en el hogar de Rabanar; unida a Willamar, maestro de comercio de la Novena Caverna; madre de Joharran, jefe de la Novena Caverna; madre de Folara, bendecida de Doni; madre de… –se disponía a nombrar a Thonolan, pero vaciló por un instante y luego se apresuró a sustituir el nombre de su hermano por el suyo propio– Jondalar, viajero retornado –se volvió entonces hacia su madre–. Marthona, ésta es Ayla, del Campamento del León de los Mamutoi, hija del Hogar de los Mamuts, elegida por el espíritu del León Cavernario, protegida por el espíritu del Oso Cavernario.

Marthona tendió las manos.

–En nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, te doy la bienvenida, Ayla de los Mamutoi.

–En nombre de Mut, Gran Madre de Todos, yo te saludo, Marthona de la Novena Caverna de los zelandonii y madre de Jondalar –dijo Ayla mientras se estrechaban las manos.

Escuchando a Ayla, Marthona sintió extrañeza por su peculiar pronunciación, notó lo bien que hablaba a pesar de ello, y pensó que se trataba bien de un defecto del habla sin importancia, bien del acento de una lengua totalmente ajena hablada en algún lugar muy lejano. Sonrió.

–Ayla, has recorrido un largo camino y dejado atrás todo aquello que conocías y amabas. De no ser por eso dudo que ahora tuviera a Jondalar de regreso. Te doy las gracias por ello. Espero que pronto te sientas aquí como en tu propia casa, y haré cuanto esté en mis manos por ayudarte.

Ayla supo que la madre de Jondalar hablaba con sinceridad. Su naturalidad y franqueza eran auténticas; se alegraba del regreso de su hijo. Ayla sintió alivio y gratitud por la acogida de Marthona.

–Estaba impaciente por conocerte desde la primera vez que Jondalar me habló de ti…, pero tenía también un poco de miedo –contestó con igual franqueza y naturalidad.

–Lo comprendo. También a mí, en tu lugar, me habría resultado muy difícil. Ven, te enseñaré dónde puedes dejar tus cosas. Debes de estar agotada, y querrás descansar antes de la celebración de bienvenida de esta noche –dijo Marthona guiándola a ella y a Jondalar hacia el espacio cubierto bajo el saliente de roca.

De pronto, Lobo empezó a lanzar débiles aullidos, unos gañidos semejantes a los de un cachorro, y adoptó una juguetona postura, con las patas delanteras extendidas ante él y las ancas y el rabo en alto.

Jondalar se sobresaltó.

–¿Qué hace?

Ayla, también un tanto sorprendida, miró a Lobo. El animal repitió los gestos, y una sonrisa se dibujó súbitamente en los labios de Ayla.

–Me parece que intenta atraer la atención de Marthona –explicó–. Cree que no se ha fijado en él y quiere ser presentado.

–Y también yo deseo conocerlo –aseguró Marthona.

–¡No le tienes miedo! –exclamó Ayla–. ¡Y él lo sabe!

–He estado observando y no he visto nada que temer –dijo ella extendiendo la mano hacia el lobo.

El animal le olfateó la mano, se la lamió y volvió a aullar.

–Creo que Lobo quiere que lo toques –indicó Ayla–. Le encanta recibir atenciones de las personas que le caen bien.

–Te gusta esto, ¿eh? –dijo la mujer mientras lo acariciaba–. ¿Lobo? ¿Es así como lo llamas?

–Sí. Es la palabra «lobo» en lengua mamutoi –aclaró Ayla–. Parecía el nombre idóneo para él.

–Nunca lo había visto coger cariño a alguien tan deprisa –comentó Jondalar mirando a su madre con profundo respeto.

–Ni yo –confirmó Ayla mientras miraba a Marthona junto al lobo–. Quizá se alegra de conocer por fin a alguien que no le tiene miedo.

Cuando se adentraron en la sombra proyectada por el saliente de piedra, Ayla notó un descenso inmediato de la temperatura. La recorrió un escalofrío de miedo y alzó la vista para mirar la enorme repisa de piedra que sobresalía de la pared del precipicio, preguntándose si podía desplomarse. Pero cuando sus ojos se acostumbraron a la falta de claridad, quedó atónita, y no sólo por la formación física del hogar de Jondalar. Bajo el refugio de roca había un amplísimo espacio, mucho mayor de lo que Ayla había imaginado.

En el camino, a orillas de aquel río, había visto salientes parecidos en los precipicios, algunos, sin duda, habitados, pero ninguno de tales dimensiones. En la región todos conocían aquel inmenso refugio de roca y el gran número de personas que albergaba. La Novena Caverna era la mayor de todas las comunidades agrupadas bajo el nombre de Zelandonii.

En el extremo este del espacio protegido, junto a la pared del fondo y aisladas en el medio, se alzaban estructuras independientes, muchas de tamaño considerable, construidas en parte con piedra y en parte con armazones de madera cubiertos de pieles. Las pieles estaban decoradas con hermosas representaciones de animales y diversos símbolos abstractos pintados en negro y vivos tonos de rojo, amarillo y marrón. Las estructuras estaban orientadas hacia el oeste y dispuestas en curva en torno a un espacio abierto próximo al centro de la superficie cubierta por el saliente rocoso, y dicho espacio se hallaba lleno de objetos y personas en desorden.

Cuando Ayla observó con mayor detenimiento, lo que inicialmente se le había antojado un revoltijo de cosas diversas empezó a cobrar forma y pudo distinguir áreas dedicadas a distintas tareas que estaban agrupadas según la afinidad de estas últimas. Al principio resultaba confuso por la gran cantidad de actividades que allí se desarrollaban.

Ayla vio pieles a medio curtir colocadas en bastidores y largas astas de lanza –al parecer, en proceso de enderezamiento– apoyadas en un travesaño sostenido por dos postes. En otra parte había amontonadas cestas en diferentes fases de elaboración, así como correas puestas a secar, atirantadas entre pares de estacas de hueso. Largas madejas de cuerda pendían de estaquillas clavadas en montantes, y debajo de éstas había redes inacabadas extendidas sobre armazones. En el suelo vio rebujos de malla poco tupida. Las pieles, algunas teñidas de varios colores incluidos distintos tonos de rojo, estaban cortadas en piezas y cerca colgaban prendas de vestir parcialmente confeccionadas.

Reconoció casi todas aquellas artesanías, pero cerca de la ropa había una actividad por completo desconocida para ella. Un armazón sostenía verticalmente numerosas hebras de cordel fino y empezaba a adivinarse un dibujo formado por las hebras tejidas horizontalmente. Deseó acercarse para examinarlo de cerca y se prometió hacerlo más tarde. En otras partes se veían trozos de madera, piedra, hueso, cuerno y marfil de mamut, tallados en forma de utensilios –cazos, cucharas, cuencos, pinzas, armas–, y en su mayoría con adornos labrados o, en algunos casos, pintados. Había asimismo pequeñas esculturas y tallas que no eran utensilios ni herramientas. Parecían hechas por el mero placer de hacerlas o con alguna finalidad que Ayla desconocía.

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