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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (8 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Sólo lamento no haber podido salvar a Thonolan –dijo Ayla–. Oí gritar a un hombre, pero cuando llegué Thonolan ya estaba muerto.

Las palabras de Ayla recordaron a Marthona su dolor, y los tres permanecieron absortos en sus sentimientos durante un rato; pero Marthona quería saber más, quería comprender.

–Me alegra saber que Thonolan encontró a alguien a quien amar –dijo.

Jondalar cogió el primer paquete que había sacado de su mochila.

–El día que Thonolan y Jetamio se unieron me dijo que tú sabías que él nunca regresaría, pero me hizo prometer que yo sí volvería algún día. Y me encargó que a mi regreso te trajera algo bonito, como hace siempre Willamar. Cuando Ayla y yo, de vuelta a casa, visitamos a los Sharamudoi, Roshario me dio esto para ti. Roshario es la mujer que crio a Jetamio al morir la madre de ésta. Me dijo que era la pertenencia más querida de Jetamio –explicó Jondalar, y le entregó el paquete a su madre.

El joven cortó el cordel que sujetaba el envoltorio de piel. Al principio Marthona pensó que el obsequio era la propia piel de gamuza, por su extremada belleza, pero cuando la desplegó y vio el precioso collar que contenía se quedó sin respiración. Era de dientes de gamuza, los perfectos colmillos blancos de animales jóvenes, perforados a través de la raíz, ordenados por tamaño y dispuestos simétricamente, cada uno separado del siguiente por segmentos escalonados de las vértebras de un pequeño esturión, y en el centro pendía un irisado y reluciente colgante de nácar que parecía un bote.

–Representa al pueblo al que Thonolan decidió unirse, los sharamudoi, sus dos mitades: la gamuza, de la tierra, por los shamudoi; el esturión, del río, por los ramudoi; y el bote de nácar por ambas partes. Roshario deseaba que tuvieras algo que perteneció a la mujer elegida por Thonolan –dijo Jondalar.

Mientras Marthona contemplaba el hermoso obsequio no pudo contenerse más, y las lágrimas resbalaron por su rostro.

–Jondalar, ¿por qué pensaba Thonolan que yo sabía que no regresaría? –preguntó.

–Me dijo que te despediste de él con las palabras «buen viaje» y no «hasta la vuelta» –contestó Jondalar.

Las lágrimas anegaron de nuevo los ojos de Marthona y se desbordaron.

–Tenía razón. No creía que fuera a volver. Por más que intenté rechazar la idea, cuando se fue, estaba segura de que no lo vería nunca más. Y cuando me enteré de que te habías marchado con él pensé que había perdido dos hijos. Jondalar, ojalá Thonolan hubiera regresado contigo, pero me alegro mucho de que al menos tú estés aquí –dijo tendiéndole las manos.

Sin poder evitarlo, Ayla sintió correr las lágrimas por su rostro mientras contemplaba el abrazo entre Jondalar y su madre. Empezó a entender por qué Jondalar no quiso quedarse con los sharamudoi cuando Tholie y Markeno se lo propusieron. Ella misma sabía qué se sentía al perder a un hijo. Era consciente de que nunca volvería a ver a su hijo, pero deseaba saber cómo estaba, qué era de él, qué vida llevaba.

La cortina de la entrada volvió a abrirse.

–¿A que no adivináis quién ha vuelto? –exclamó Folara irrumpiendo en la morada.

La seguía Willamar, más parsimonioso.

Capítulo 3

Marthona corrió a dar la bienvenida al hombre que acababa de regresar, y se abrazaron afectuosamente.

–¡Vaya! Veo, Marthona, que ese alto hijo tuyo ha vuelto. Nunca pensé que acabaría siendo un viajero. Quizá debería haber sido comerciante en lugar de tallador de pedernal –dijo Willamar mientras se desprendía de la mochila. Luego dio un caluroso abrazo a Jondalar–. No has menguado ni siquiera un poco, por lo que veo –añadió el hombre de mayor edad con una amplia sonrisa mientras recorría con la vista los casi dos metros de estatura del hombre de pelo amarillo.

Jondalar le devolvió la sonrisa. Así era como Willamar lo saludaba siempre, con bromas sobre su estatura. Desde luego, midiendo más de un metro ochenta, Willamar –que había sido el hombre de su hogar en la misma medida que Dalanar– no era precisamente bajo, pero Jondalar ya igualaba en altura al hombre con quien Marthona estaba unida cuando él nació antes de cortar el nudo.

–¿Dónde está tu otro hijo, Marthona? –preguntó Willamar, aún sonriente. De pronto advirtió su rostro manchado de lágrimas y se dio cuenta de lo afligida que se hallaba. Cuando vio el dolor en los rostros de la mujer y su hijo, la sonrisa de Willamar se desvaneció.

–Thonolan viaja ahora por el otro mundo –respondió Jondalar–. Acababa de decírselo a madre…

Vio a Willamar palidecer y luego tambalearse como si hubiera recibido un golpe físico.

–Pero… pero no puede estar en el otro mundo –dijo Willamar con incredulidad horrorizada–. Es demasiado joven. No ha encontrado una mujer con quien formar un hogar. –Su voz aumentaba de volumen a cada frase–. Aún… aún no ha venido a casa… –su última objeción era casi un penetrante gemido.

Willamar siempre había sentido cariño por todos los hijos de Marthona, pero cuando se unieron, Joharran, el hijo nacido en el hogar de Joconan, estaba ya a punto para su mujer-donii, era casi un hombre; la relación entre ellos fue de amistad. Y si bien enseguida tomó afecto a Jondalar, que aún no andaba ni había dejado de mamar, los hijos de su hogar eran Thonolan y Folara. Tenía la convicción de que Thonolan era, además, el hijo de su espíritu, porque se parecía a él en muchos aspectos, sobre todo en que le gustaba viajar y siempre deseaba ver nuevos lugares. Sabía que Marthona, en el fondo de su alma, había albergado el temor de no volver a verlo nunca, ni a Jondalar tampoco, cuando se enteró de que se había marchado con su hermano, pero Willamar pensó que era sólo una preocupación de madre. Había confiado en que Thonolan regresaría, tal como siempre hacía él mismo.

Parecía aturdido, desorientado. Marthona llenó una copa con el líquido del odre rojo, mientras Jondalar y Folara lo ayudaron a sentarse en los almohadones junto a la mesa baja.

–Toma un poco de vino –dijo Marthona sentándose a su lado.

Willamar se sentía confuso, incapaz de comprender la tragedia. Cogió la copa y la apuró de un trago, sin ser consciente de lo que hacía; luego se quedó inmóvil, con la mirada fija en la copa.

Ayla deseó poder hacer algo. Pensó en ir a buscar la bolsa de las medicinas para prepararle una bebida calmante y relajante. Pero Willamar no la conocía, y ella sabía que en ese momento recibía los mejores cuidados posibles: la atención y el interés de quienes lo amaban. Pensó cómo se sentiría ella si de pronto averiguara que Durc había muerto. Era muy distinto saber que nunca volvería a ver a su hijo; sí, al menos, podía imaginarlo creciendo con el amor y los cuidados de Uba.

–Thonolan sí encontró a una mujer a quien amar –explicó Marthona intentando consolar a Willamar. Viendo la aflicción y la necesidad de su compañero, dejó de lado su propio pesar para ayudarlo–. Jondalar me ha traído una cosa que perteneció a esa mujer.

Alzó el collar para enseñárselo. Willamar, ajeno a cuanto le rodeaba, tenía la mirada perdida. De pronto se estremeció y cerró los ojos. Al cabo de un rato se volvió para mirar a Marthona, como si entonces cayera en la cuenta de que ella había hablado, pero no recordara qué había dicho.

–Esto perteneció a la compañera de Thonolan –repitió Marthona tendiéndole el collar–. Dice Jondalar que representa a su gente. Vivían cerca de un río enorme…, el Río de la Gran Madre.

–Tan lejos llegó, pues –comentó Willamar con voz ahogada a causa de la angustia.

–Aún más lejos –precisó Jondalar–. Llegamos al final del Río de la Gran Madre, hasta el Mar de Beran y más allá. Thonolan quería seguir hacia el norte desde allí y cazar mamuts con los Mamutoi.

Willamar alzó la vista hacia él con expresión de dolor y perplejidad, como si no acabara de entender lo que oía.

–Y tengo algo suyo –continuó Jondalar tratando de hallar el modo de ayudarlo. Cogió el otro paquete de la mesa–. Me lo dio Markeno. Markeno era su igual, parte de su familia Ramudoi.

Jondalar abrió el envoltorio de piel y mostró a Willamar y Marthona un utensilio hecho con la cornamenta de un ciervo rojo, un animal de la familia del alce. Tenía las ramificaciones cortadas y un orificio de unos cuatro centímetros de diámetro en el ensanchamiento situado justo debajo de la bifurcación. Era el enderezador de varas de Thonolan.

El oficio de su hermano consistía en saber cómo aplicar tensión a la madera, por lo general calentada previamente con piedras calientes o vapor. Aquella herramienta servía para mejorar la sujeción y hacer palanca al ejercer presión para enderezar los alabeos o torsiones de las astas a fin de que sus lanzas volaran bien. Resultaba especialmente útil para aplicarlo cerca del extremo de una rama larga, donde no era posible agarrarla con la mano. Insertando el extremo en el orificio, aumentaba la palanca y ello permitía enderezar las puntas. Aunque se llamaba «enderezador», la misma herramienta podía utilizarse asimismo para arquear madera a fin de hacer raquetas para andar por la nieve, pinzas o cualquier otro objeto que requiriese madera curva. Eran distintos aspectos de la misma técnica.

En el sólido mango de unos treinta centímetros había tallados símbolos, así como animales y plantas de primavera. Las tallas representaban muchas cosas, según el contexto; tallas y pinturas eran siempre mucho más complejas de lo que parecían. El propósito de tales representaciones era honrar a la Gran Madre Tierra, y en este sentido las imágenes labradas en el enderezador de Thonolan estaban allí para que Ella permitiera que los espíritus de los animales fueran atraídos hacia las lanzas hechas con la herramienta. Incluía asimismo un elemento estacional que formaba parte de un aspecto espiritual esotérico. Las formas finamente esculpidas no eran simples representaciones, sino que, como Jondalar bien sabía, las tallas gustaban a su hermano por su propia belleza.

Willamar pareció concentrarse en la cornamenta perforada, y al cabo de un momento alargó los brazos para cogerla.

–Esto era de Thonolan –dijo.

–Sí –confirmó Marthona–. ¿Recuerdas cuando Thonolan alabeó la madera con esa herramienta para hacer el soporte de esta mesa? –Tocó la baja plataforma de piedra que se extendía ante ella.

–Thonolan era diestro en su oficio –comentó Willamar con voz aún extraña, distante.

–Sí, lo era –convino Jondalar–. Creo que se sentía tan a gusto con los sharamudoi en parte porque hacían cosas con la madera que él jamás había imaginado. La arqueaban para construir embarcaciones. Ahuecaban y daban forma a un tronco hasta obtener una canoa, una especie de bote, y luego arqueaban los costados para ensancharla. Podían agrandarla añadiendo hiladas, o planchas largas, a los flancos, curvándolas para acomodarlas al contorno del bote y uniéndolas entre sí. Los ramudoi eran muy hábiles en el manejo de los botes en el agua, y ellos y los shamudoi trabajaban juntos para construirlos.

»Me planteé quedarme con ellos. Son una gente extraordinaria. Cuando Ayla y yo los visitamos en el camino de regreso, tanto unos como otros querían que nos quedáramos. De haber aceptado creo que habría elegido a los ramudoi... Había allí un muchacho francamente interesado en la talla del pedernal.

Jondalar era consciente de que aquello era puro parloteo, pero no sabía qué otra cosa hacer o decir, así que trataba de llenar el vacío con sus palabras. Nunca había visto a Willamar tan alterado.

Se oyeron unos suaves golpes en la entrada, y de inmediato, sin esperar a ser invitada, la Zelandoni apartó la cortina y entró. Folara apareció detrás de ella, y Ayla comprendió que la joven había salido inadvertidamente para ir a por la mujer.

Folara se había preocupado al ver a Willamar tan afectado y fue a buscar ayuda. Y la Zelandoni era la donier: la portadora de los dones de la Doni, la que actuaba como intermediaria de la Gran Madre Tierra ante sus hijos, la que administraba asistencia y medicación, la persona a quien se acudía en busca de ayuda.

Folara había explicado a la poderosa mujer lo esencial del problema, y la Zelandoni echó un vistazo alrededor y al instante se formó una clara idea de la situación. Se volvió y habló en voz baja a la joven, que fue inmediatamente al espacio destinado a cocinar y comenzó a soplar los carbones del hogar para avivarlos. Pero el fuego se había apagado. Marthona había extendido las brasas para asar la carne de manera uniforme, y luego no había vuelto a atizarlas y añadir leña para mantener viva la lumbre.

En eso sí podía ayudar Ayla. Abandonó aquella escena de dolor y se acercó sin pérdida de tiempo a su mochila, que había dejado junto a la entrada. Sabía con toda exactitud dónde guardaba el yesquero, y mientras lo sacaba y se encaminaba hacia la cocina, se acordó de Barzec, el mamutoi que se había puesto de su lado después de suministrar ella pirita de hierro a cada uno de los hogares del Campamento del León.

–Déjame que te ayude a encender el fuego –se ofreció.

Folara sonrió. Ella sabía encender fuego, pero la perturbaba ver al hombre de su hogar tan abatido, y la complació tener a alguien cerca. Willamar había sido siempre tan fuerte, tan firme, tan dueño de sí mismo.

–Si traes unas astillas, prenderé lumbre –dijo Ayla.

–La leña menuda para encender fuego está aquí –respondió Folara volviéndose hacia el estante del fondo.

–Está bien. No la necesito –dijo Ayla mientras abría el yesquero.

Constaba de varios compartimentos y pequeñas bolsas. Abrió una y vertió bosta de caballo seca y triturada; de otra extrajo un esponjoso puñado de fibras de adelfa, que dispuso sobre la bosta, y de una tercera sacó finísimas astillas de madera que echó junto al primer montón.

Folara la observó. Como era lógico, durante el largo viaje Ayla había adquirido el hábito de llevar siempre a mano los materiales necesarios para encender fuego. La mujer de menor edad quedó perpleja cuando Ayla, a continuación, sacó un par de piedras y, agachándose muy cerca de la yesca, las golpeó entre sí y luego sopló hierba seca. Ésta empezó a arder. Era asombroso.

–¿Cómo lo has hecho? –preguntó Folara atónita.

–Luego te lo enseñaré –dijo Ayla–. Ahora mantengamos vivo el fuego, y así podremos hervir agua para la Zelandoni.

A Folara le asaltó una repentina sensación próxima al miedo.

–¿Cómo has sabido qué iba a hacer?

Ayla fijó la mirada en ella. El semblante de Folara revelaba consternación. Sin duda, aquél había sido para ella un día lleno de emociones y nerviosismo. Su hermano había regresado tras una larga ausencia, acompañado de una mujer desconocida y animales domesticados, después le habían comunicado la muerte de su otro hermano y, por último, la inesperada y alarmante reacción de Willamar. Ahora veía a la desconocida crear fuego como por arte de magia y adivinar en apariencia algo que nadie le había dicho. Folara empezaba a preguntarse si acaso serían ciertas las especulaciones y chismorreos de la gente acerca de los poderes sobrenaturales de la acompañante de Jondalar. Ayla notó que estaba muy agitada, y sabía casi con absoluta certeza cuál era la razón.

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