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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (6 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Ayla examinó el suelo más atentamente cuando advirtió en él piedras encajadas. La piedra caliza de los enormes precipicios de la región podía romperse, tanto por la acción del hombre como de manera natural, por las líneas de su estructura cristalina, formando fragmentos grandes y relativamente planos. El suelo de tierra del interior de la vivienda estaba enlosado con secciones irregulares de esa clase de piedra plana, cubiertas a su vez por alfombras de piel suave y esterillas confeccionadas con tallos de hierba y juncos entretejidos.

Ayla volvió a centrarse en la conversación que mantenían Jondalar y su madre. Mientras tomaba un sorbo de vino se fijó en la copa que sostenía en su mano. Era un cuerno hueco –de bisonte, pensó–, probablemente una sección cercana a la punta, ya que tenía un diámetro bastante reducido. La levantó para mirarla por debajo. El pie era de madera, modelado para alojar el extremo circular y un tanto desigual del cuerno, e iba encajado a presión. Notó unas marcas en el lado, y cuando las examinó descubrió para su sorpresa que era la imagen de un caballo de costado, grabada a la perfección y con toda delicadeza.

Dejó la copa e inspeccionó la plataforma baja en torno a la que se hallaban sentados. Era una losa delgada de piedra caliza apoyada en un armazón de madera alabeada con patas, sujetas todas las piezas mediante correas. Cubría la superficie un tapete de algún tipo de fibra selecta, tejida con intrincados dibujos que representaban animales, junto con líneas y formas abstractas, en diversos matices de un color tierra rojizo. Dispuestos alrededor había varios almohadones de distintos materiales; los de piel eran de un tono muy parecido al rojo.

Sobre la mesa de piedra descansaban dos candiles también de piedra. Uno había sido primorosamente labrado en forma de cuenco poco profundo con un asa ornamentada; el otro era un tosco equivalente del primero, un pedazo de piedra caliza con la concavidad central vaciada deprisa y sin contemplaciones. Los dos contenían sebo –grasa animal derretida en agua hirviendo– y mechas encendidas. El candil tosco tenía dos mechas; el candil mejor acabado, tres. Cada mecha producía la misma cantidad de luz. Ayla tuvo la impresión de que el más tosco había sido hecho recientemente a modo de mejora improvisada de la iluminación en aquel oscuro espacio de vivienda situado al fondo del refugio, y tendría un uso sólo provisional.

El espacio interior, dividido en cuatro zonas mediante mamparas móviles, estaba despejado y en orden, y alumbrado por otros candiles de piedra. Las mamparas divisorias, básicamente decoradas y coloreadas del mismo modo, consistían también en bastidores de madera con paneles. Algunos de estos paneles eran opacos, en su mayoría de cuero crudo rígido; pero unos cuantos eran translúcidos, hechos probablemente, pensó Ayla, con los intestinos de algún animal grande, abiertos y tendidos a secar.

A la izquierda de la pared del fondo, adyacente a un panel exterior, se alzaba una mampara especialmente bella que parecía confeccionada con «sombra de piel», un material semejante al pergamino que se extraía en amplias secciones de la cara interior de las pieles de animales si se dejaban secar sin rasparlas previamente. Pintados en negro y en varios tonos de amarillo y rojo, aparecían en ella un caballo y algunos enigmáticos dibujos con líneas, puntos y cuadrados. Ayla recordó que el Mamut del Campamento del León usaba una mampara similar durante las ceremonias, si bien todos los animales y marcas de la suya eran de color negro; aquélla procedía de la sombra de la piel de un mamut blanco, y era su posesión más sagrada.

En el suelo, frente a la mampara, había una piel grisácea que Ayla identificó con toda certeza como la piel de un caballo con su espeso pelaje invernal. El resplandor del pequeño fuego, que parecía proceder de un nicho abierto en la pared detrás de la mampara, iluminaba la piel de caballo, realzando su belleza.

A la derecha de la mampara cubrían el muro estantes dispuestos a distintos intervalos y hechos de segmentos de piedra caliza más delgados que los usados en el suelo, y sobre ellos había diversos objetos y utensilios. El espacio que se extendía bajo el estante inferior, allí donde la inclinación del muro era más marcada, servía para almacenar cosas, y se veían en él formas imprecisas. Ayla reconoció el empleo funcional de muchos de esos objetos; algunos habían sido tallados y coloreados con tal habilidad que eran también valiosos por su hermosura.

A la derecha de los estantes, una mampara con panel de cuero adyacente al muro de piedra delimitaba la esquina de la habitación y el principio de otra estancia. Las mamparas servían sólo para crear una sensación de separación entre los cuartos, y a través de una abertura Ayla vio una plataforma elevada cubierta con suaves pieles. «El espacio de dormitorio de alguien», pensó. Había otro dormitorio vagamente definido por mamparas, que lo separaban del primer dormitorio y de la estancia donde ellos se hallaban en ese momento.

La entrada a la vivienda, cubierta por una cortina, formaba parte de la pared de paneles de cuero enmarcados en madera opuesta al muro de piedra del fondo, y enfrente del lado reservado a los dormitorios había una cuarta habitación, donde Marthona preparaba la comida. Cerca de esa cocina, y paralela a la pared de la entrada, se alzaba una estantería de madera no empotrada que contenía cestas y cuencos regularmente dispuestos y decorados con exquisitos dibujos geométricos y representaciones realistas de animales tallados, tejidos o pintados. En el suelo, junto a la pared, había recipientes de mayor tamaño, algunos con tapa y otros abiertos, que dejaban a la vista su contenido: verdura, fruta, grano, cecina.

Si bien los muros exteriores no eran del todo rectos ni los espacios interiores por completo simétricos, se distinguían bien los cuatro lados de la morada prácticamente rectangular. Se curvaban de manera un tanto desigual para adaptarse a los contornos del espacio definido por el saliente y de las otras viviendas.

–Has hecho cambios, madre –comentó Jondalar–. La morada parece más espaciosa de como la recordaba.

–Es más espaciosa, Jondalar. Ahora sólo vivimos aquí tres personas. Ahí duerme Folara –dijo Marthona señalando el segundo dormitorio–. Willamar y yo dormimos en la otra habitación –hizo un gesto hacia la estancia delimitada en uno de sus lados por el muro de piedra–. Tú y Ayla podéis usar el cuarto principal. Podemos acercar la mesa a la pared, si queréis, y así quedará espacio para una plataforma cama.

A Ayla le parecía una morada bastante amplia. Era mucho mayor que los espacios de vivienda individuales de cada hogar –cada familiade la casa comunal semisubterránea del Campamento del León, aunque no tan grande como la caverna del valle donde Ayla había vivido sola. Sin embargo, a diferencia de esta zona de vivienda, el alojamiento de los Mamutoi no era una formación natural, sino que lo habían construido los propios moradores.

Ayla dirigió su atención a la mampara divisoria, que separaba el espacio destinado a cocinar del cuarto principal. Se curvaba hacia la mitad, y advirtió que ello se debía al insólito modo en que estaban unidos dos paneles translúcidos. Los montantes de madera que constituían el lado interno y las patas de ambos paneles se hallaban insertados en anillas de asta de bisonte hueca y cortada transversalmente. Dichas anillas formaban una especie de goznes cerca de la base y el extremo superior de los montantes que permitían doblar la mampara para plegarla. Se preguntó si ese mismo dispositivo se había usado también en otros paneles.

Echó un vistazo a la cocina, con curiosidad por saber cómo estaba equipada. Marthona se hallaba de rodillas en una estera ante un hogar circundado de piedras de similar tamaño; alrededor, el enlosado estaba recién barrido. Detrás de la mujer, en un rincón más oscuro iluminado por un candil de piedra, se alzaba otra estantería con vasos, cuencos, fuentes y utensilios. Ayla se fijó en diversas verduras y hierbas secas suspendidas en el aire, y luego vio el extremo del armazón con travesaños del que colgaban. En una plataforma de trabajo situada junto al hogar había cuencos, cestas y una amplia fuente de hueso con carne roja cortada en trozos.

Ayla se preguntó si debía ofrecerse a ayudar, pero no sabía dónde estaban guardadas las cosas, ni qué preparaba Marthona. No servía de gran ayuda entorpecer a alguien en sus quehaceres. «Mejor esperar», pensó.

Observó a Marthona ensartando trozos de carne en cuatro espetones y colocándolos luego sobre las brasas, apoyadas por ambos extremos en piedras con muescas en lo alto para sostener varios espetones a la vez. Luego, con un cucharón de asta de íbice labrada repartió en cuencos de madera el líquido contenido en una cesta tupidamente tejida. Con unas pinzas flexibles de madera alabeadas a todo lo largo extrajo un par de piedras lisas de la cesta de guisar y añadió otra caliente recién sacada del fuego. A continuación llevó los dos cuencos a Ayla y Jondalar.

La joven descubrió en el caldo espeso las formas esféricas de pequeñas cebollas y algunas raíces y se dio cuenta del hambre que tenía, pero esperó a ver qué hacía Jondalar. Éste sacó su cuchillo de comer, una pequeña y afilada hoja de sílex con mango de asta, y clavó la punta en una diminuta raíz. Se la llevó a la boca y, tras masticar un momento, bebió un poco de caldo del cuenco. Ayla extrajo su cuchillo de comer e hizo lo mismo.

Pese al delicioso caldo con sabor a carne, la sopa no contenía carne, sino únicamente verduras, una extraña mezcla de hierbas –extraña para el gusto de Ayla– y algo más que no consiguió identificar. Eso la sorprendió, porque casi siempre era capaz de distinguir los ingredientes de cualquier guiso. La carne ensartada en espetones sobre las brasas, ya dorada, no tardó en llegarles a la mesa. Tenía también un sabor peculiar y delicioso. Ayla deseaba preguntar, pero se contuvo.

–¿Tú no comes, madre? Esto está exquisito –dijo Jondalar pinchando en su cuchillo otra verdura.

–Folara y yo ya hemos comido. Había preparado comida de sobra por si venía Willamar, y ahora me alegro de haberlo hecho –sonrió–. Sólo he tenido que calentar la sopa y asar la carne de uro, que ya había macerado en vino.

«Ése era el sabor», pensó Ayla a la vez que tomaba otro sorbo del líquido rojo. Estaba también en la sopa.

–¿Cuándo volverá Willamar? –preguntó Jondalar–. Tengo muchas ganas de verlo.

–Pronto –respondió Marthona–. Se marchó en misión comercial, rumbo al oeste, hacia las Grandes Aguas, para traer sal y cualquier otra cosa que consiga intercambiar. Pero sabe cuándo planeamos ponernos en marcha para asistir a la Reunión de Verano, así que seguramente estará de regreso antes, a menos que algo lo retrase; pero, en realidad, lo espero de un momento a otro.

–Laduni de los losadunai me contó que ahora tratan con una caverna que extrae sal de una montaña –comentó Jondalar–. La llaman la Montaña de la Sal.

–¿Una montaña de sal? Ignoraba que hubiera sal en las montañas, Jondalar –dijo Marthona–. Me parece que durante mucho tiempo no te faltarán historias que contar, y nadie sabrá qué es fábula y qué es verdad.

–No la vi con mis propios ojos, pero me inclino a pensar que es verdad. Tenían sal y vivían muy lejos del agua salada. Si hubieran recurrido al trueque o viajado grandes distancias para conseguirla, dudo que se hubieran mostrado tan desprendidos con ella –en los labios de Jondalar se dibujó una sonrisa aún más ancha, como si se le hubiera ocurrido algo gracioso–. Y hablando de viajar grandes distancias, madre, traigo un mensaje para ti de alguien con quien nos encontramos en nuestro viaje, alguien que tú conoces.

–¿De Dalanar? ¿O de Jerika? –preguntó Marthona.

–También de ellos traemos un mensaje. Vendrán a la Reunión de Verano. Dalanar se propone convencer a algún joven zelandoni para que vaya con ellos. La Primera Caverna de los lanzadonii está creciendo. No me extrañaría que pronto establecieran una Segunda Caverna.

–No creo que les cueste encontrar a alguien –observó Marthona–. Quienquiera que vaya sería realmente el Primero, el primero y único Lanzadoni.

–Pero como aún no tienen a Uno de Quienes Sirven –prosiguió Jondalar–, Dalanar quiere que Joplaya y Echozar se unan en la ceremonia matrimonial de los zelandonii.

Una expresión ceñuda asomó de pronto al semblante de Marthona.

–Tu prima cercana es una joven muy hermosa, poco común, pero hermosa. Los jóvenes no le quitan ojo de encima cuando viene a las reuniones de los zelandonii. ¿Por qué había de elegir a Echozar cuando puede conseguir a cualquiera?

–No, no a cualquiera –terció Ayla. Marthona la miró y percibió en ella un destello de ardor defensivo. Se ruborizó ligeramente y desvió la vista–. Me dijo que nunca encontraría a nadie que la amara tanto como Echozar.

–Tienes razón, Ayla –concedió Marthona. Tras un breve silencio, la miró a los ojos y añadió–: No puede conseguir a ciertos hombres. –Lanzó una mirada fugaz a su hijo–. Pero ella y Echozar parecen… hacer tan mala pareja. Joplaya es de una belleza extraordinaria, y en cuanto a él… no puede decirse lo mismo. Pero las apariencias no lo son todo; a veces no cuentan en absoluto. Y Echozar parece un hombre amable y afectuoso.

Aunque en realidad no había llegado a decirlo, Ayla supo que Marthona había comprendido de inmediato el motivo de la elección de Joplaya; la «prima cercana» de Jondalar, hija de la compañera de Dalanar, amaba a un hombre al que nunca podría conseguir. Ningún otro le interesaba, así que escogió al que sabía que la amaba sinceramente. Y Ayla comprendió que la objeción de Marthona carecía de importancia, que la había planteado movida por un sentido personal de la estética, no por un sentido agraviado del decoro como ella había temido. La madre de Jondalar adoraba las cosas bellas, y le parecía apropiado que una mujer hermosa se uniera a un hombre de un atractivo físico comparable, pero comprendía que la belleza de carácter era más importante.

Por lo visto, Jondalar no notó la ligera tensión entre las dos mujeres; estaba demasiado satisfecho de sí mismo por recordar las palabras que debía transmitir a su madre, por encargo de alguien a quien ella nunca había mencionado.

–El mensaje que traigo para ti no es de los lanzadonii. En nuestro viaje pasamos un tiempo con cierta gente, más tiempo del que planeábamos, aunque de hecho ni siquiera habíamos planeado detenernos allí con ellos… Pero ésa es otra historia. En el momento en que nos marchábamos, La Que Sirve dijo: «Cuando veas a Marthona, dile que… Bodoa le envía su afecto».

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