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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (70 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Su Zelandoni es una buena artista –dijo Jondalar–. En uno de los refugios, ha grabado animales en las paredes, quizá tengamos tiempo de visitarla. También hace pequeñas tallas que es posible llevarse. En todo caso, volveremos aquí para la cosecha del piñón.

Joharran regresó con cuatro jóvenes –tres hombres y una mujerque se habían ofrecido voluntarios para ir detrás de los caballos y levantar las angarillas por encima del agua al vadear. Parecían todos muy satisfechos de haber sido elegidos para la tarea. Joharran no tuvo problema para encontrar gente dispuesta a hacerlo; lo difícil fue la selección. Muchos querían acercarse a los caballos y al lobo y conocer mejor a la forastera. Les proporcionaría un interesante tema de conversación para la Reunión de Verano.

En el terreno más llano, excepto cuando tenían que vadear, Jondalar y Ayla pudieron caminar uno al lado del otro tirando de los caballos. Lobo, como de costumbre, no los seguía tan cerca. Cuando viajaba, le gustaba explorar, adelantándose o quedándose atrás, dejándose guiar por la curiosidad y por los olores que su agudo olfato captaba. Jondalar aprovechó la oportunidad para continuar explicando cosas a Ayla sobre la gente con la que pasarían la noche y su territorio.

Le habló del gran afluente que llegaba del norte a través de los campos abiertos y herbosos, llamado Río Norte, que desembocaba en el Río por la margen derecha. En su lado norte, las tierras de aluvión se veían agrandadas por el valle del Río Norte, así como por la creciente anchura del valle del propio Río aguas arriba. Irguiéndose entre los valles del afluente y la corriente principal, se encontraba el emplazamiento más antiguo de la comunidad, la colonia norte, conocida formalmente como Heredad Norte de la Vigésimo novena Caverna de los zelandonii, aunque comúnmente se la llamaba Cara Sur. Para llegar hasta allí desde Campamento de Verano, dijo Jondalar, utilizaban un sendero que conducía hasta el vado del afluente, pero esta vez irían por la orilla del Río.

Más adelante, en un monte que dominaba el despejado paisaje, había un precipicio triangular con tres terrazas orientadas al sur y dispuestas como peldaños, una encima de otra. Aunque estaba a dos kilómetros de cualquiera de los otros enclaves que componían la comunidad de Tres Rocas, varios emplazamientos auxiliares se hallaban mucho más cerca y se consideraban ya parte de Heredad Norte de la Decimonovena Caverna.

Jondalar explicó que un sendero hollado, con dos pronunciadas curvas, daba acceso fácilmente al nivel intermedio, que era la principal área de vivienda de Cara Sur. El pequeño refugio del nivel superior, que dominaba buena parte del extenso valle, se utilizaba como puesto de observación, y solían llamarlo Atalaya de Cara Sur, o simplemente Atalaya. El nivel inferior era semisubterráneo y se usaba más como depósito de almacenamiento que como espacio donde desarrollar las actividades propias de la vida cotidiana; entre otros alimentos y provisiones, se guardaban allí los piñones recolectados en Campamento de Verano. Algunos de los otros refugios que formaban parte del emplazamiento de Cara Sur tenían sus propios nombres descriptivos, tales como Roca Larga, Orilla Profunda y Buena Fuente, en alusión a un manantial cercano.

–Incluso el espacio de almacenamiento tiene nombre –añadió Jondalar–. Se llama Roca Pelada. Los ancianos del lugar cuentan lo que ellos oyeron de pequeños, que forma parte de las historias y leyendas. Trata de un invierno muy crudo y una primavera fría y lluviosa en que se les acabaron las reservas de comida, y el espacio de almacenamiento situado bajo el saliente de roca inferior pasó a conocerse como Roca Pelada. El invierno, en un último coletazo, terminó con una intensa tormenta de nieve, y la gente empezó a pasar hambre, y sólo se libraron de la muerte gracias a una gran cantidad de piñones almacenados en el refugio inferior por las ardillas, que una niña descubrió por casualidad. Es asombroso lo que llegan a acumular esos pequeños roedores.

»Pero cuando el tiempo mejoró lo suficiente para cazar, los ciervos y los caballos que consiguieron matar también habían pasado hambre, y su carne era magra y correosa. Por otra parte, faltaba aún bastante para la recolección de los primeros tubérculos y verduras de la primavera. Al otoño siguiente, la comunidad almacenó muchos más piñones en previsión de otros posibles inviernos crudos y las posteriores hambrunas de la primavera, y comenzó así la tradición de recolectarlos.

Los jóvenes que los habían ayudado a mantener seca la carne mientras vadeaban los ríos se apiñaron alrededor para oír hablar a Jondalar de sus vecinos más cercanos en dirección norte. Tampoco ellos sabían tantas cosas acerca de la Vigésimo novena Caverna, y le escucharon con interés.

Al otro lado del Río, a unos dos kilómetros, se podía ver la Heredad Sur de la Vigésimo novena Caverna de los zelandonii, el mayor y más singular precipicio de la región. Si bien los enclaves orientados al norte rara vez se habitaban, aquel en particular era demasiado atractivo para pasarlo por alto. La pared rocosa, de unos ochocientos metros de anchura, se elevaba verticalmente desde el Río hasta una altitud de más de setecientos metros, dividida en cinco niveles, y contenía casi un centenar de cuevas y cavidades, además de refugios bajo salientes de roca y terrazas.

Desde estas últimas se disfrutaba de magníficas vistas del valle, así que no era necesario utilizar un refugio o caverna exclusivamente como puesto de observación. Pero, aparte de eso, el precipicio ofrecía una vista distinta y única. En una sección de la terraza inferior que sobresalía por encima de un remanso del Río, era posible asomarse y verse reflejado en la quieta superficie del agua.

–No se le ha dado un nombre por su tamaño –dijo Jondalar–. El nombre le viene de esa vista inusual. Se llama Roca del Reflejo.

La pared rocosa era tan descomunal que la mayoría de los posibles espacios habitables ni siquiera estaban ocupados; si lo hubieran estado, aquel emplazamiento habría parecido una madriguera de marmotas. Los recursos naturales de los alrededores no habrían bastado para tanta gente. Habrían diezmado las manadas de animales y arrasado la vegetación de la zona. Pero el enorme precipicio era un lugar excepcional, y aquellos que vivían allí sabían que la mera visión de su hogar dejaba boquiabiertos a los forasteros y a los zelandonii que lo visitaban por primera vez.

Maravillaba incluso a quienes lo conocían, descubrió Jondalar cuando contempló aquella extraordinaria formación natural. La Novena Caverna, con su magnífica cornisa de roca sobre una espaciosa y cómoda superficie, destacaba por sí misma y era en muchos sentidos más habitable –el solo hecho de que en su mayor parte estuviera orientada hacia el sur era ya una gran ventaja–, pero Jondalar debía admitir que el inmenso precipicio que se alzaba ante él era imponente.

Pero la gente que esperaba de pie en la terraza del nivel inferior estaba también impresionada por lo que veía acercarse hacia allí. El gesto de bienvenida de la mujer que se hallaba un poco por delante de los demás fue más vacilante que de costumbre. Mantenía la mano en alto con la palma vuelta hacia ella, pero el movimiento con que los invitaba a aproximarse era poco enérgico. Había llegado a sus oídos la noticia del regreso del hijo segundo de Marthona, que había llegado con una forastera. Había oído también que los acompañaban dos caballos y un lobo, pero oírlo no era lo mismo que verlo, y ver a los dos caballos caminar tranquilamente entre la gente de la Novena Caverna, detrás de un lobo –un lobo enorme–, una desconocida alta y rubia y el hombre a quien reconocía como Jondalar resultaba más que inquietante.

Joharran volvió la cara para ocultar una sonrisa que no pudo contener al ver la expresión de la mujer, pese a que comprendía perfectamente cómo se sentía. Él había experimentado ese mismo escalofrío de miedo ante esa misma visión asombrosa. Al pararse a pensar en ello, le sorprendió lo pronto que se había acostumbrado a esa novedad. Tan pronto que ni siquiera preveía ya la reacción de sus vecinos, y sabía que debería haberlo hecho. Se alegraba de haber decidido hacer un alto allí. Eso le permitiría formarse una idea del efecto que probablemente causaría en la gente su llegada a la Reunión de Verano con los caballos y Lobo.

Capítulo 22

–Si Joharran no hubiera decidido plantar la tienda en el prado, creo que me hubiera quedado fuera de todos modos –comentó Ayla–. Quiero estar cerca de Whinney y Corredor mientras viajamos, y no quería hacerlos subir a lo alto del precipicio; no les habría gustado.

–Creo que tampoco a Denanna le habría gustado –dijo Jondalar–. Se la veía muy nerviosa con los animales.

Trotaban río arriba por el valle del afluente conocido como Río Norte, para poder descansar un rato, tanto los animales como ellos, de la compañía de tantas personas. Habían pasado por la formalidad de conocer a todos los jefes, pero a Ayla aún le costaba distinguirlos.

Denanna, que era la jefa de la Roca del Reflejo o Heredad Sur, era asimismo la jefa reconocida de la Vigésimo novena Caverna, pero Campamento de Verano y Cara Sur –las Heredades Oeste y Norte, respectivamente– tenían también sus propios jefes. Siempre que era necesario tomar decisiones que afectaran conjuntamente a Tres Rocas, los tres jefes cooperaban para llegar a un consenso, pero Denanna actuaba como moderadora, porque los demás jefes zelandonii habían insistido en que, si la Vigésimo novena Caverna quería considerarse una única caverna, debía tener un único jefe en la función de portavoz.

Para los zelandonia, los requisitos eran distintos. Las Heredades Oeste, Norte y Sur tenían cada una su propio Zelandoni, pero los zelandonia de las tres heredades eran ayudantes, o coadyuvantes, de una cuarta donier, que era la Zelandoni de la Vigésimo novena. Como había bastante distancia entre las heredades, era aconsejable que cada una tuviera su propio Zelandoni, y que esta persona fuera una buena curandera, sobre todo durante las estaciones de tormentas y bajas temperaturas, pero cada Zelandoni individual se debía principalmente a la zelandonia en su totalidad, aunque la caverna a la que servía era de igual importancia o, en algunos sentidos, incluso mayor.

El Zelandoni de Roca del Reflejo era tan buen curandero que incluso las mujeres se dejaban asistir por él durante el parto sin el menor inconveniente. La Zelandoni de la Vigésimo novena, que también vivía en Roca del Reflejo para estar cerca de la jefa general, no destacaba como curandera, pero era una buena mediadora, capaz de intervenir diplomáticamente en las relaciones entre los otros tres zelandonia y los tres jefes y apaciguar las crispaciones que surgían a veces. Algunos opinaban que a no ser por ella la compleja organización llamada Vigésimo novena Caverna no conseguiría mantenerse unida.

Ayla se alegró de tener el pretexto de que los caballos necesitaban cuidados y atención para escapar del resto de los saludos formales, celebraciones y demás rituales. Había hablado con Joharran y Proleva antes de reunirse con sus vecinos de la siguiente caverna en dirección norte y les había dicho que era esencial para el bienestar de Whinney y Corredor que ella y Jondalar los atendieran. El jefe se ofreció para presentar él mismo sus excusas, y la compañera del jefe prometió guardarles un poco de comida.

Ayla era consciente de que los observaban mientras soltaban las angarillas y quitaban el resto de la carga, y mientras, ella examinaba detenidamente a los dos caballos para asegurarse de que no tenían heridas ni llagas. Frotaron y cepillaron a los dos animales y luego Jondalar sugirió llevar a Whinney y Corredor y dejarlos correr después del día de marcha lenta y cautelosa. Al ver la hermosa sonrisa de agradecimiento de Ayla, se alegró de haberlo propuesto. Lobo se apresuró a trotar ante ellos cuando los vio separarse del grupo; también él parecía contento.

Joharran era uno de quienes los observaban mientras cuidaban de los caballos. Los había visto a menudo hacer esas mismas cosas, pero esta vez pensó que aquéllas eran algunas más de las atenciones que los animales requerían. Por supuesto, los caballos no necesitaban esa clase de cuidados cuando vivían con sus manadas, pero cuando realizaban el trabajo que las personas les exigían, quizá sí los precisaban. Sí, eran indudables las posibles ventajas del uso de caballos para ayudar de distintas maneras, pero ¿merecía la pena considerando el trabajo que daban? Era ésa la pregunta que se hacía mientras observaba alejarse a Ayla y su hermano.

Ella se sintió más relajada tan pronto como se marcharon. Al alejarse a lomos de los caballos se sintió aliviada, liberada. Se habían acostumbrado a viajar juntos sin más compañía que los animales a lo largo del viaje, y para los dos era un respiro recuperar esa soledad. Cuando llegaron al valle del Río Norte y vieron el enorme prado extenderse ante ellos, se miraron, sonrieron y estimularon a los caballos para animarlos a galopar a través del campo. No vieron a un par de personas que regresaban a la Vigésimo novena Caverna tras una rápida visita al emplazamiento de la Reunión de Verano, pero éstas sí los vieron a ellos. Contemplaron boquiabiertas aquella imagen que nunca habían visto antes y no estaban seguras de querer volver a ver. Ver a otras personas correr a lomos de los caballos le resultaba inquietante.

Ayla se detuvo al lado de un pequeño arroyo, y Jondalar paró junto a ella. En un acuerdo tácito, los dos volvieron los caballos y siguieron el cauce. El nacimiento del arroyo era un estanque alimentado por un manantial y al lado se alzaba un enorme sauce, como si protegiera el origen del agua para sí y sus vástagos: una colección de sauces menores arracimados en torno al amplio y rebosante estanque. Desmontaron, retiraron las mantas de montar de los lomos de los caballos y las extendieron en tierra.

Los caballos bebieron del arroyo y luego los dos decidieron que era un buen momento para revolcarse. La joven pareja no pudo evitar reírse a carcajadas al ver a los animales revolviéndose en tierra sobre los lomos con las patas en el aire, sintiéndose lo bastante cómodos y seguros para rascarse la espalda a gusto.

De pronto Ayla cogió la onda que llevaba atada a modo de cinta en torno a la cabeza, la desenrolló rápidamente y echó un vistazo al estanque en busca de guijarros. Cogió un par, colocó uno en la cavidad de cuero del arma y lo lanzó. Sin mirar, juntó de nuevo los dos extremos de la tira de cuero y, en el preciso momento en que una segunda ave alzó el vuelo, le disparó la otra piedra. La abatió y después fue a recoger sus dos perdices.

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