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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (49 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Joharran, avísame cuando los zelandonia estén preparados –dijo cuando salía.

Todos estaban sentados en torno a la mesa baja bebiendo el vino de Marthona cuando Jondalar entró.

–Trae tu vaso, hijo –dijo su madre–. Te serviré un poco. Ha sido un día difícil, y aún no ha acabado. He pensado que os convendría relajaros un poco.

–Se te ve muy limpio, Jondalar –comentó Ayla.

–Sí, y no sabes cuánto me alegro de que eso haya terminado. Me gusta cumplir con mis obligaciones, pero me horroriza cavar en terreno sagrado –declaró sintiendo que le recorría un escalofrío.

–Sé cómo te sientes –dijo Willamar.

–Si has estado cavando, ¿por qué vas tan limpio? –preguntó Ayla.

–Ha ayudado a cavar la fosa para el entierro –explicó Willamar–, y después de cavar en terreno sagrado y molestar a los espíritus, ha tenido que purificarse de arriba abajo. Los zelandonia usan agua caliente y abundante jabonera, y lo obligan a uno a lavarse varias veces.

–Eso me trae a la memoria la charca de agua caliente de los losadunai. ¿Te acuerdas, Jondalar? –dijo Ayla, y notó que en el rostro de él aparecía una sonrisa insinuante. Recordó entonces una placentera tarde con él en las fuentes termales. Desvió la mirada para no devolverle la sonrisa–. ¿Recuerdas la espuma limpiadora que elaboraban con grasa derretida y ceniza?

–Sí. Realmente hacía mucha espuma y dejaba las cosas muy limpias, como nunca había visto. Incluso quitaba el sabor y el olor.

La sonrisa de Jondalar se tornó aún más amplia, y Ayla se dio cuenta de que estaba provocándola con comentarios de doble sentido. En aquella ocasión, mientras compartían los placeres, él había dicho que ni siquiera notaba el sabor de ella. Pero había sido una experiencia interesante sentirse tan limpios.

–Estoy pensando –continuó Ayla eludiendo aún las amorosas miradas de Jondalar y procurando hablar con seriedad– que aquella espuma limpiadora sería perfecta para purificar. Unas mujeres losadunai me enseñaron a prepararla, pero es complicado y no siempre sale bien. Quizá debería intentarlo para mostrársela a la Zelandoni.

–No imagino cómo es posible limpiarse con grasa y ceniza –comentó Folara.

–Yo misma no lo creería si no lo hubiera visto –respondió Ayla–, pero al mezclarlas de determinada manera ocurre algo, y ya no tienes grasa y ceniza sino otra cosa. Hay que añadir agua a la ceniza, hacerla hervir un rato y dejarla enfriar antes de colarla. Queda un líquido muy corrosivo; si uno no va con cuidado, puede causarle ampollas. Es como la parte del fuego que te quema, pero sin calor. Luego se añade grasa derretida, aproximadamente la misma cantidad que de líquido, pero tanto la grasa como el líquido colado deben estar a la misma temperatura que la piel del interior del antebrazo. Si se han seguido correctamente todos los pasos, cuando se mezclan, sale una espuma capaz de limpiarlo casi todo. Al aclarar, desaparece la suciedad. Elimina incluso las manchas de grasa.

–¿Cómo se le ocurrió a alguien juntar grasa y agua de cenizas? –preguntó Folara.

–Según la mujer que me lo dijo, la primera vez fue por casualidad –explicó Ayla–. Cuando estaba cociendo o derritiendo grasa sobre una fogata encendida en el interior de un hoyo, empezó a caer una lluvia torrencial. Corrió a resguardarse. Al volver, pensó que la grasa se habría echado a perder. Pero se había derramado en el hoyo, que estaba repleto de ceniza y que se había llenado de agua de lluvia. Vio entonces la cuchara de madera con la que había estado removiéndola. Le había llevado mucho tiempo tallarla y era una de sus preferidas, así que decidió recuperarla. Para coger la cuchara, hundió la mano en una resbaladiza espuma que creía que era grasa estropeada, y cuando fue a lavarla para quitar la espuma, descubrió que no sólo se enjuagaba fácilmente, sino que, además, su mano y la cuchara habían quedado completamente limpias.

Ayla ignoraba que al mezclar la lejía filtrada de la ceniza de madera y la grasa a cierta temperatura se producía una reacción química que creaba el jabón. No le era necesario saber por qué el proceso generaba una espuma limpiadora; le bastaba con saber que ocurría. No era la primera vez, ni sería la última, que un descubrimiento se hacía por casualidad.

–Estoy segura de que a la Zelandoni le interesará –dijo Marthona. Había notado el jugueteo que se traían su hijo y la joven. Jondalar no era tan sutil como él se creía, y Marthona intentó ayudar a Ayla a mantener el cariz serio de la conversación. Al fin y al cabo, pronto irían a un funeral. No era el momento más indicado para andar pensando en los placeres–. Una vez yo hice un descubrimiento así mientras preparaba vino. Después de aquello, el vino siempre me ha salido bien.

–¿Por fin vas a contar tu secreto, madre? –preguntó Jondalar.

–¿Qué secreto?

–El método para elaborar el vino de manera que siempre consigues un vino mejor que el de los demás, y nunca se avinagra –respondió Jondalar con una sonrisa.

Marthona asintió con la cabeza en un gesto de exasperación.

–Yo no lo considero un secreto.

–Pero nunca has contado a nadie cómo lo haces.

–Eso es porque nunca he sabido con seguridad si lo que yo hago realmente tiene algún efecto, o si daría resultado a otra persona –respondió Marthona–. No sé por qué se me ocurrió probarlo la primera vez, pero observé a la Zelandoni hacer algo similar con sus brebajes medicinales, y aparentemente producía una magia poderosa. Me pregunté si aportaría también algo de magia a mi vino, y parece que sí.

–Pues cuéntanoslo –instó Jondalar–. Ya sabía yo que hacías algo especial.

–Vi a la Zelandoni masticar unas hierbas mientras preparaba cierta medicina, así que la siguiente vez que exprimí las bayas para el vino, mastiqué una cuantas y escupí el jugo a la masa antes de iniciarse la fermentación. Parece raro que una cosa así sirva de algo, pero por lo visto así es.

–Iza me enseñó que para algunas medicinas, y en particular para algunos brebajes, los ingredientes deben masticarse antes para que tengan efecto –comentó Ayla–. Quizá al mezclar las bayas con una pequeña cantidad de los jugos segregados por la boca se añada alguna sustancia especial. –Nunca se lo había planteado, pero era una posibilidad.

–También ruego a Doni que convierta el jugo de la fruta en vino. Quizá sea ése el verdadero secreto –dijo Marthona–. Si no pedimos demasiado, a veces la Madre nos concede lo que queremos. Cuando eras pequeño, Jondalar, eso nunca te fallaba. Si pedías algo a Doni, siempre lo conseguías. ¿Aún es así?

Él enrojeció un poco. Pensaba que nadie lo sabía, pero debería haber supuesto que Marthona se habría dado cuenta.

–Por lo general, sí –contestó eludiendo la mirada de su madre.

–¿Alguna vez no te ha concedido algo? –insistió Marthona.

–Una vez –dijo Jondalar, abochornado.

Su madre lo observó por un momento y luego asintió con la cabeza.

–Sí, imagino que eso era excesivo incluso para la Gran Madre Tierra. No creo que ahora lo lamentes, ¿no?

Todos escuchaban perplejos la enigmática conversación entre madre e hijo. Jondalar estaba visiblemente desconcertado. Observándolos, Ayla llegó de pronto a la conclusión de que Marthona hablaba de la Zelandoni, o más exactamente de Zolena, como se la conocía en su juventud.

–Ayla, ¿sabías que sólo los hombres pueden cavar en terreno sagrado? –preguntó Willamar, cambiando de tema para zanjar el embarazoso momento–. Sería demasiado arriesgado exponer a las bendecidas por Doni a tan peligrosas fuerzas.

–Y mejor que así sea –dijo Folara–. Ya es bastante desagradable tener que lavar y vestir a una persona cuyo espíritu se ha marchado. A mí me horroriza. Ayla, no imaginas cuánto me alegré cuando me pediste que cuidara de Lobo. Invité a venir todos mis amigos y les dije que trajeran a sus hermanos pequeños. Lobo conoció a mucha gente.

–No me extraña que esté tan cansado –comentó Marthona mirando al lobo, que se hallaba en su lugar de dormir–. Yo me pasaría un día entero durmiendo después de un esfuerzo como ése.

–No creo que esté durmiendo –dijo Ayla. Conocía la diferencia entre sus posturas de reposo y de sueño–. Pero seguramente tienes razón. Le encantan los niños, pero lo agotan.

Pese a que los esperaban, todos se volvieron algo sobresaltados al oír unos suaves golpes en el panel contiguo a la entrada.

–Los zelandonia están preparados –anunció la voz de Joharran.

Los cinco apuraron el vino y salieron. Lobo los siguió, pero Ayla lo ató con la cuerda especial a una estaca firmemente clavada a tierra no muy lejos de la morada de Marthona para mantenerlo alejado de la ceremonia fúnebre, a la que todo el mundo asistiría.

Mucha gente se había congregado ya en torno al refugio mortuorio. El intercambio de saludos y comentarios en susurros producía un leve murmullo de voces. Los paneles que formaban las paredes habían sido retirados, y el cadáver de Shevoran se hallaba a la vista de todos, tendido sobre la mortaja de hierba entretejida y la red en forma de hamaca en que más tarde quedaría envuelto para su traslado al lugar de enterramiento. Pero primero lo transportarían hasta el Campo de Reunión, donde había espacio suficiente para dar cabida a todas las personas de las seis cavernas de la región que habían participado en la cacería.

Jondalar se había marchado con su hermano y otros hombres poco después de llegar allí. Marthona y Willamar conocían sus papeles en los rituales que estaban a punto de empezar y ocuparon sus puestos. Ayla no sabía qué hacer y se sentía un tanto desorientada. Decidió permanecer detrás y observar, con la esperanza de no cometer algún error que pudiera ser causa de bochorno para ella misma o para la familia de Jondalar.

Folara le presentó a algunos amigos suyos, varias muchachas y también dos hombres jóvenes. Ayla estuvo charlando con ellos, o al menos lo intentó. Habían oído hablar ya tanto de ella que estaban cohibidos; algunos eran incapaces de despegar los labios por la timidez y otros balbuceaban sin parar para compensar. En un primer momento no oyó pronunciar su nombre.

–Ayla, creo que te llaman –avisó Folara al advertir que la Zelandoni se acercaba a ellos.

–Tendréis que disculparla –dijo la donier con cierta brusquedad a los jóvenes admiradores–. Ella debe colocarse al frente con los zelandonia. –Ayla siguió a la mujer. A sus espaldas, los jóvenes quedaron aún más impresionados. Cuando ya no las oían, la donier explicó a Ayla en voz baja–: En un funeral, los zelandonia guardan ayuno. Tú vendrás con nosotros, pero luego, llegada la hora del banquete, te unirás a Jondalar y Marthona al frente de la fila para recibir tu comida.

Ayla no preguntó por qué debía caminar al lado de los zelandonia, que ayunaban y, sin embargo, comer con la familia de Jondalar, pero más tarde reflexionó al respecto. No tenía la menor idea de qué se esperaba de ella. Tuvo que limitarse a seguir a los demás cuando cruzaron el puente de Río Abajo y continuaron hacia el Campo de Reunión.

Los zelandonia no comieron porque era imprescindible ayunar para comunicarse con el otro mundo, lo cual sería necesario durante el funeral. Después, la Primera se proponía ampliar la ceremonia con una incursión metafísica para entablar contacto con el elán de Thonolan. Siempre era difícil viajar al otro mundo, pero la donier estaba ya habituada y sabía qué debía hacer. El ayuno formaba parte de la vida de los zelandonia, y a veces se preguntaba por qué seguía aumentando de peso si se privaba de comer tan a menudo. Quizá lo compensaba al día siguiente, pero no tenía la impresión de comer más que los otros. Era consciente de que, en opinión de muchos, su tamaño descomunal contribuía a que se hiciera notar su presencia y su aura mística. Para la donier, el único inconveniente era que empezaba a costarle moverse con soltura. Agacharse, subir por una pendiente, sentarse en el suelo y volver a levantarse después le suponía un esfuerzo considerable, pero por lo visto la Madre la quería robusta, y si era la voluntad de la Madre, la donier lo acataría.

A juzgar por los manjares dispuestos junto a la pared rocosa del fondo, lejos del cadáver, era obvio que mucha gente había trabajado con ahínco para preparar el banquete.

–Esto parece una Reunión de Verano en pequeña escala –oyó Ayla decir a alguien, y pensó: «Si a esto lo llaman “pequeña escala”, ¿cómo será la Reunión de Verano de los zelandonii?». Sumando la Novena Caverna, que por sí sola rondaba las doscientas personas, y las otras cinco cavernas, también muy pobladas, Ayla pensó que jamás conseguiría acordarse de todo el mundo. Dudaba que existieran palabras de contar para tal cantidad de gente. Sólo era capaz de concebirlos como una especie de manada de bisontes en la época en que se reunían para aparearse o migrar.

Cuando los seis zelandonia y los seis jefes de las cavernas se colocaron alrededor del refugio mortuorio –que se había desmontado, trasladado al Campo de Reunión y vuelto a montar–, todos se sentaron en tierra y callaron. Alguien había llenado una gran bandeja con los bocados más selectos del banquete, incluida una pata de bisonte entera. La Que Era la Primera la cogió y la levantó para que todos la vieran. Luego la dejó junto al cadáver de Shevoran.

–Los zelandonii han organizado este banquete en tu honor, Shevoran –declaró dirigiéndose al muerto–. Te rogamos que te unas a nosotros en espíritu para que podamos desear a tu elán un buen viaje al otro mundo.

A continuación los presentes se pusieron en fila para recibir sus raciones. En los banquetes, por lo general, la gente se ponía en fila al azar, pero aquélla era una ocasión formal, una de las pocas en que existía un orden concreto. Cada uno se colocó donde le correspondía según su rango, tácitamente aceptado pero rara vez exhibido, a fin de dejar claro su posición en este mundo a los espíritus del otro, y de ayudar al elán de Shevoran a realizar aquel difícil tránsito.

Su afligida compañera, Relona, y sus dos hijos fueron los primeros, por tratarse del funeral de Shevoran, seguidos del hermano de éste, Ranokol. Pasaron después Joharran y Proleva, con Jaradal detrás, Marthona y Willamar con Folara, Jondalar –los miembros de mayor rango de la Novena Caverna– y Ayla. Aunque Ayla no era consciente de ello, les había planteado un grave problema. Como forastera, debería haber ocupado el último puesto. Si ella y Jondalar se hubieran prometido en una ceremonia pública, habría existido un motivo más claro para colocarla con la prominente familia de Jondalar, pero la futura unión entre ambos no era aún oficial, y la aceptación de Ayla como miembro de la caverna no había sido sancionada formalmente. Al surgir la duda, Jondalar había dejado claro que allí donde pusieran a Ayla iría él. Si ella era la última de la fila, también él lo sería.

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