Los refugios de piedra (50 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
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El rango de un hombre venía determinado en principio por su madre, hasta que se emparejaba. Llegado ese punto, el rango podía cambiar. Por norma, antes de autorizarse oficialmente una unión, las familias, y a veces los jefes y los zelandonia, entablaban negociaciones matrimoniales, que abarcaban muy diversos aspectos. Por ejemplo, el intercambio de regalos se pactaba de antemano, y también se hablaba sobre si la pareja viviría en la caverna de él, en la de ella o en otra, y sobre lo que se debía dar a la novia en compensación cuando la posición de ésta se consideraba superior. Uno de los aspectos más importantes de las negociaciones era el rango social de la nueva pareja.

Marthona tenía la firme convicción de que si Jondalar se colocaba al final de la fila, tanto los zelandonii como los espíritus del otro mundo interpretarían erróneamente que había perdido su rango por algún motivo, o que el estatus de Ayla era tan bajo que el de él no permitía ninguna clase de negociación para elevarlo. Por eso la Zelandoni había insistido en que la joven fuera al banquete con los zelandonia. Aun siendo forastera, si se la reconocía como integrante de una elite metafísica, gozaría de prestigio, por ambiguo que éste fuera. Y si bien los zelandonia no comían en los banquetes de los entierros, podían pasarla a la fila con la familia de Jondalar antes de que alguien protestara.

Con toda seguridad algunos se percatarían de que aquello era fruto de un subterfugio, pero, una vez consumado el hecho, la posición de Ayla quedaría proclamada tanto en este mundo como en el otro, y ya sería tarde para cambiarla. La joven era por completo ajena al ardid que estaba urdiéndose en beneficio de Jondalar y el suyo propio y, en realidad, quienes participaban lo veían como una transgresión insignificante. Tanto Marthona como la Zelandoni, por distintas razones, estaban convencidas de que Ayla era una persona de alto rango. Sólo era cuestión, pues, de darlo a conocer. Mientras la familia comía, apareció Laramar, y les sirvió barma en los vasos. Ayla lo recordaba de la primera noche, y había advertido que por más que apreciaran su brebaje, a él lo trataban con considerable desdén, y no sabía por qué. Ayla lo observó mientras vertía el líquido de un odre en el vaso de Willamar. Notó que llevaba la ropa sucia y raída, con rotos incluso allí donde podía remendarse.

–¿Quieres un poco? –preguntó.

Ella dejó que le llenara el vaso y lo escrutó sin fijar directamente en él la mirada. Era un hombre de aspecto corriente, con el cabello y la barba de color castaño claro y los ojos azules, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, aunque sí tenía la panza un tanto abultada y su musculatura parecía más blanda y menos definida que la de los demás hombres. Luego vio que tenía el cuello gris a causa de la mugre, y le dio la impresión de que no se lavaba mucho las manos.

Era fácil ensuciarse, sobre todo en invierno, cuando a menudo para obtener agua había que fundir hielo o nieve, y gastar la leña en calentar el agua para lavarse no siempre era recomendable. Pero en verano, cuando había agua y jabonera por todas partes, casi todos aquellos que Ayla conocía preferían ir limpios. No era habitual ver a alguien tan mugriento.

–Gracias, Laramar –dijo Ayla. Sonrió y tomó un trago, pese a que después de ver el aspecto de quien había elaborado la bebida, ésta le apetecía mucho menos.

Laramar le devolvió la sonrisa. Ayla tuvo la impresión de que no era un hombre muy risueño, y que aquella sonrisa no era demasiado sincera. Notó asimismo que llevaba los dientes sucios. Como Ayla bien sabía, eso no era culpa de él. Había mucha gente con los dientes sucios, pero todo se aunaba para crear una desagradable apariencia general.

–Esperaba tu compañía –comentó Laramar.

Ayla se quedó perpleja.

–¿Por qué esperabas mi compañía?

–En el banquete de un entierro, los forasteros siempre van al final de la fila, detrás de los miembros de la caverna –explicó Laramar–. Pero he visto que tú ibas delante.

Aquella observación molestó a Marthona, y Ayla se dio cuenta.

–Sí, quizá debería haber ido detrás de ti, Laramar –dijo Marthona–, pero ya sabes que Ayla pronto pertenecerá a la Novena Caverna.

–Pero todavía no es una zelandonii –adujo el hombre–. Es forastera.

–Está prometida a Jondalar, y ocupaba un alto rango entre su gente.

–¿No dijo que la habían criado los cabezas chatas? No sabía que el rango de un cabeza chata fuera superior al de un zelandonii –repuso Laramar.

–Para los mamutoi, era curandera e hija de su Mamut, su Zelandoni –dijo Marthona. La ex jefa de la caverna empezaba a perder la paciencia. No le gustaba tener que dar explicaciones al hombre con menor rango de la caverna… y menos considerando que él tenía toda la razón.

–No hizo gran cosa por curar a Shevoran, ¿verdad que no?

–Nadie habría podido hacer más de lo que hizo Ayla, ni siquiera la Primera –terció Joharran en defensa de la joven–. Y alivió su dolor para que aguantara con vida hasta que llegó su compañera.

Ayla advirtió que la sonrisa de Laramar había adquirido una expresión maliciosa. Se recreaba ofendiendo a la familia de Jondalar y poniéndolos a la defensiva, y eso tenía algo que ver con ella. Habría deseado entender cuál era el trasfondo, y decidió preguntárselo a Jondalar cuando se quedaran solos; no obstante, empezaba a comprender por qué la gente aludía a Laramar en tono tan despectivo.

Los zelandonia comenzaban a situarse en torno al refugio mortuorio, y la gente llevaba sus platos al rincón más alejado del Campo de Reunión y echaba los restos al montón de las sobras. Dejarían allí los desperdicios, y cuando se marchasen los humanos, acudirían los carroñeros a devorar la carne y los huesos desechados, en tanto que la materia vegetal se descompondría y volvería a la tierra. Era una manera habitual de deshacerse de los restos. Laramar acompañó a la familia de Jondalar hasta el montón, y Ayla tuvo la impresión de que lo hacía únicamente para avergonzarlos. Después se alejó con un manifiesto pavoneo. Cuando todos se hallaron de nuevo alrededor del refugio mortuorio, La Que Era la Primera cogió la cesta con el ocre rojo que Ayla había molido.

–Hay cinco colores sagrados. Los otros colores son aspectos de estos colores primarios. El primer color es el rojo –empezó la corpulenta donier–. Es el color de la sangre, el color de la vida. Algunas flores y frutas presentan el auténtico color rojo, pero son efímeras.

»El rojo rara vez perdura. Al secarse, la sangre se oscurece y se vuelve marrón. El marrón es un aspecto del rojo, y a veces se llama “rojo viejo”. Los ocres rojos de la tierra son la sangre seca de la Gran Madre Tierra, y aunque algunos sean casi tan vivos como el rojo nuevo, todos son rojos viejos.

»Cubierto por el rojo de la sangre de la matriz de tu madre, llegaste a este mundo, Shevoran. Cubierto por la tierra roja de la matriz de la Gran Madre, regresarás a ella para volver a nacer en el otro mundo tal como naciste en éste –continuó la Primera espolvoreando generosamente el cadáver de Shevoran de pies a cabeza con el rojo mineral de hierro molido–. El quinto color primario es oscuro, a veces llamado “negro” –dijo después la Zelandoni, y Ayla se quedó con las ganas de saber cuáles eran el segundo, tercer y cuarto colores sagrados–. El negro es el color de la noche, el color de las cuevas profundas y del carbón cuando el fuego ha quemado ya la vida de la madera. Hay quienes sostienen que el negro del carbón es la tonalidad más oscura del rojo viejo. Es el color hacia el que tiende la vida al envejecer. Al igual que la vida acaba en la muerte, el rojo se vuelve negro, oscuro. El negro es la ausencia de vida; es el color de la muerte. Ni siquiera posee una vida efímera; no hay flores negras. Las cuevas profundas muestran el color en su auténtica forma.

»Shevoran, el cuerpo donde habitó tu elán ha muerto e irá a la negrura que hay bajo tierra, regresará a la tierra oscura de la Madre; pero tu elán, tu espíritu, irá al mundo de los espíritus, regresará junto a la Madre, la Fuente Original de la Vida. Llévate el espíritu de estos manjares que te ofrecemos para que te alimentes en tu viaje al mundo de los espíritus. –La imponente mujer cogió la bandeja con comida para el muerto, la sostuvo en alto para que la viesen, volvió a dejarla y la espolvoreó con ocre rojo–. Llévate tu lanza preferida para cazar a los animales del mundo de los espíritus y así alimentarte. –La donier dejó la lanza junto al cuerpo y echó sobre ella polvo de ocre rojo–. Llévate tus herramientas para hacer nuevas lanzas para los cazadores del otro mundo. –Le colocó el enderezador de varas en la mano, ya rígida, y lo espolvoreó–. No olvides el oficio que aprendiste en este mundo, y haz uso de él en aquel al que te diriges. No te apenes por tu vida aquí. Espíritu de Shevoran, vete libremente, vete en paz. No vuelvas la vista atrás. No permanezcas entre nosotros. Te espera la vida en el otro mundo.

Dispusieron alrededor del cadáver todos los efectos mortuorios y colocaron sobre el estómago los manjares en sus recipientes. A continuación lo envolvieron en la mortaja y tiraron con fuerza de las cuerdas ensartadas en los extremos, hasta que quedó fruncida en las puntas y cerrada como un capullo. Finalmente, enrollaron las cuerdas alrededor, y el cadáver y sus pertrechos adoptaron una forma irregular y compacta. Alzaron la red y la sujetaron a los extremos de una vara, que hasta hacía poco era aún un pequeño árbol. La corteza adherida todavía al tronco impedía que resbalase la hamaca con el macabro bulto que contenía.

Entonces los mismos hombres que habían cavado la fosa en el terreno sagrado de enterramiento alzaron el cadáver de Shevoran y lo transportaron. Joharran iba delante con la vara apoyada en el hombro izquierdo y Rushemar, un poco por detrás de él, apoyaba la vara en el hombro derecho. Solaban iba en la parte posterior, al mismo lado que Joharran, pero llevaba una almohadilla en el hombro porque no era tan alto como Jondalar, que iba el último.

La Que Era la Primera encabezó la marcha hacia el terreno sagrado de enterramiento. Los hombres que acarreaban el cadáver la siguieron, y los otros zelandonia se colocaron a los lados de los portadores. Relona con sus dos hijos, seguidos de Ranokol, caminaban detrás de la oscilante hamaca. El resto de los asistentes los seguían en el mismo orden establecido para el banquete.

Esta vez Ayla también se puso con Marthona al frente. Vio que Laramar la observaba mientras se dirigía hacia el final de la fila formada por la Novena Caverna, lo cual lo situaba por delante de los jefes de la Tercera Caverna. Pese a que Manvelar intentaba mantener cierta distancia entre ellos y la Novena, Laramar, acompañado de su mujer alta y flaca y su numerosa prole, caminaba despacio para dar la impresión de que la separación entre ambas cavernas estaba delante, no detrás. Ayla estaba convencida de que lo hacía para parecer el primero de la caverna de detrás y no el último de la caverna de delante, pese a que todos supieran cuál era su rango y a qué caverna pertenecía.

Avanzaron en fila por el sendero que se estrechaba a la altura de Roca Grande y cruzaron por las piedras planas estratégicamente dispuestas en el Arroyo de los Peces, que dividía en dos el Pequeño Valle. El sendero volvía a estrecharse ante Roca Alta, y la fila continuó hasta el Paso, pero tras vadear no se dirigieron hacia el sur, como habían hecho para ir a Roca de los Dos Ríos, sino que doblaron a la izquierda, hacia el norte, y tomaron por otro camino.

Ya sin la limitación del estrecho sendero entre el río y la pared rocosa, se desplegaron y continuaron en grupos de dos o tres por la llanura de las tierras de aluvión. Luego empezaron a subir por la pendiente de los ondulados montes que Ayla había contemplado desde el otro lado del Río. El sol descendía ya hacia poniente, acercándose a lo alto de los precipicios, cuando llegaron a un afloramiento de rocas y, detrás, una hondonada pequeña y solitaria. La procesión aminoró el paso y, finalmente, se detuvo.

Ayla volvió la cabeza y miró en dirección al sendero que habían recorrido. La vista abarcaba un campo verde y veraniego que se interrumpía allí donde empezaba la sombra proyectada por las escarpadas paredes rocosas. El suave amarillo de la piedra caliza, veteado de negras impurezas, se oscurecía al adquirir un intenso color violáceo, y una lóbrega penumbra envolvía las aguas que fluían al pie de los muros de piedra. La penumbra se propagaba más allá del Río, cubriendo la franja de árboles y matorrales contigua de la orilla, aunque las copas de los árboles más altos proyectaban aún una breve silueta al otro lado de la oscuridad en continuo y lento avance.

Desde aquella perspectiva, la pared de roca, adornada en lo alto por una orla de hierba y algún que otro matorral, exhibía una grandeza melancólica y uniforme que Ayla no esperaba, y trató de identificar los lugares cuyos nombres había aprendido. Al sur, cerca del cauce, las verticales paredes de Roca Alta y Roca Grande, se alzaban a ambos lados de Pequeño Valle. Los precipicios que se apartaban de la orilla y constituían la pared del fondo del Campo de Reunión daban paso más allá al escultural relieve de los refugios formados en la pared rocosa de Río Abajo y después, allí donde el Río giraba de pronto hacia el este, al enorme saliente de piedra que albergaba la Novena Caverna.

Cuando reanudaron la marcha, reparó en que algunas personas llevaban antorchas.

–¿Debería haber traído una antorcha, Willamar? –preguntó. El compañero de Marthona iba a su lado–. Probablemente será de noche cuando volvamos.

–Sin duda, será de noche, porque es lo previsto –contestó Marthona, que caminaba al otro lado de Willamar–. No te preocupes, habrá antorchas de sobra. Cuando nos marchemos del campo de enterramiento, encenderán las suficientes para que veamos el camino, pero no todo el mundo irá en la misma dirección. Unos irán hacia un lado, otros irán en sentido opuesto; unos cuantos seguirán río abajo y otros montaña arriba, hacia un lugar que se llama Atalaya. Como el elán de Shevoran y otros espíritus que están cerca nos observan, cabe la posibilidad de que intenten seguirnos. Los tenemos que desorientar para que no sepan qué luces han de seguir en el caso de que consigan salir de los límites.

Cuando la procesión se aproximaba al campo de enterramiento, Ayla se fijó en una luz en movimiento de trémulo resplandor procedente de detrás del afloramiento y en una fragancia aromática perceptible a considerable distancia. Rodeando el obstáculo, fueron hacia un círculo de antorchas encendidas que producían tanto humo como luz. Ya más cerca, Ayla vio el recinto, un ruedo de postes labrados justo detrás de las antorchas que circundaban y definían la zona sagrada.

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