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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (74 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Jondalar ya nos había informado de eso, Zelandoni de la Decimocuarta –dijo Joharran.

–Ésa es una de las razones por la que este año trae aquí a sus lanzadonii –explicó Jondalar–. No disponen de un curandero, aunque Jerika tiene ciertos conocimientos, ni de nadie que oficie las ceremonias. Considera que no podrán celebrar una ceremonia matrimonial como es debido hasta que cuenten con su propio donier. Los visitamos en nuestro viaje de regreso. Joplaya se prometió cuando estábamos allí. Va a emparejarse con Echozar…

–¿Va a consentir Dalanar que Joplaya se empareje con el hijo de una cabeza chata, un hombre de espíritus mixtos? –lo interrumpió la Zelandoni de la Decimocuarta–. ¿Cómo puede tolerarlo? ¡Su propia hija! Ya sé que Dalanar ha aceptado en su caverna a personas un tanto peculiares, ¿pero cómo puede acoger a esos animales?

–¡No son animales! –prorrumpió Ayla mirando con ira a la mujer.

Capítulo 23

La mujer se volvió para mirar a Ayla, sorprendida de que la recién llegada hubiera tomado la palabra, y más aún de que la hubiera contradicho con tanto descaro.

–Tú no eres quién para hablar aquí –dijo–. Lo que se discute en esta reunión no es asunto tuyo. Aquí eres una visitante, ni siquiera una zelandonii. –Sabía que la forastera se convertiría supuestamente en la compañera de Jondalar, pero por lo visto necesitaba corregirse y aprender a comportarse debidamente.

–Disculpa, Zelandoni de la Decimocuarta –terció La Que Era la Primera–. Ayla ha sido presentada a los demás, y debería habértela presentado a ti también cuando has llegado. En realidad, Ayla sí es zelandonii. La Novena Caverna la aceptó antes de venir aquí.

La mujer se volvió hacia la Primera. Su hostilidad era casi palpable. Ayla percibió que aquella animosidad era ya antigua y recordó haber oído algo acerca de una zelandoni que en su día daba por hecho que la nombrarían Primera, pero fue descartada en favor de la Zelandoni de la Novena. Supuso que se trataba de aquélla.

–Ayla y Jondalar insisten en que los cabezas chatas son personas, no animales. Creo que es uno de los asuntos que debemos abordar, y ya tenía previsto plantearlo –dijo Joharran dando un paso al frente para intentar calmar los ánimos–. Pero no sé si éste es el mejor momento. Antes tenemos que hablar de otras cosas.

–Yo no veo ninguna necesidad de hablar de esos cabezas chatas –replicó la mujer.

–Lo considero importante, aunque sólo sea por nuestra propia seguridad –insistió Joharran–. Si son seres inteligentes, y Ayla y Jondalar prácticamente me han convencido ya de que así es, y nosotros los hemos tratado como a animales, ¿por qué no se han quejado?

–Probablemente porque son animales –afirmó la mujer.

–Según Ayla, es porque prefieren ignorarnos –prosiguió Joharran– y, en general, nosotros hacemos lo mismo con ellos. Pero si los vemos como animales aunque no los cacemos y seguimos considerándonos con derecho sobre todas las tierras, sobre el territorio zelandonii: zonas de caza, campos de reunión, todo, ¿qué ocurrirá si empiezan a mostrarse en desacuerdo y deciden reclamar algunas de esas tierras? Creo que nos conviene estar preparados, o como mínimo debemos hablar de esa posibilidad.

–En mi opinión, Joharran, le concedes demasiada importancia a esa cuestión. Si los cabezas chatas no han dicho nada hasta hoy, ¿por qué han de empezar ahora a exigir sus derechos sobre el territorio? –dijo la Zelandoni de la Decimocuarta, desestimando la idea.

–Pero sí han reclamado parte de las tierras –rectificó Jondalar–. Al otro lado del glaciar, los losadunai sobreentienden que la zona situada al norte del Río de la Madre es territorio de los cabezas chatas. Los losadunai se han quedado en el sur, salvo algunos rufianes que han estado creando problemas, lo que, me temo, el clan no tolerará por mucho más tiempo, en particular los más jóvenes.

–¿Por qué dices eso? –preguntó Joharran–. No lo habías mencionado antes.

–Poco después de marcharnos, cuando Thonolan y yo descendimos por el otro lado del glaciar, en la zona montañosa del este, nos tropezamos con una banda de cabezas chatas… hombres del clan, probablemente una partida de caza –explicó Jondalar–, y tuvimos una pequeña confrontación.

–¿Qué ocurrió? –inquirió Joharran.

Todos escuchaban muy atentos.

–Un joven nos tiró una piedra, creo que porque estábamos en su lado del río, en su territorio. Thonolan arrojó una lanza cuando vio moverse a alguien en el bosque donde estaban escondidos. De pronto, todos avanzaron y se dejaron ver. Éramos sólo dos contra varios de ellos, así que teníamos pocas posibilidades. A decir verdad, dudo que hubiéramos tenido alguna, incluso hallándonos en igualdad numérica. Puede que sean bajos de estatura, pero son muy fuertes. Yo no sabía cómo salir del aprieto. Fue su jefe quien resolvió el conflicto.

–¿Cómo llegaste a la conclusión de que tenían un jefe? Y aunque lo tuvieran, ¿cómo sabes que no eran simplemente una manada, igual que los lobos? –preguntó otro hombre.

A Jondalar le pareció reconocerlo, pero no estaba muy seguro de saber quién era. Al fin y al cabo, había estado ausente cinco años.

–Bueno, ahora no tengo ninguna duda de que se trataba de su jefe porque he conocido después a otros jefes del clan, pero incluso entonces me resultó evidente. El jefe dijo al joven que había tirado la piedra que devolviera la lanza a Thonolan y recogiera su piedra, y luego desaparecieron de nuevo en el bosque. Volvió a dejar las cosas como estaban, pensando que con eso quedaba todo resuelto. Y supongo que así fue, dado que nadie había resultado herido.

–¿Dijo al joven? –repitió el hombre–. ¡Los cabezas chatas no hablan!

–Sí hablan –corrigió Jondalar–. Sólo que no como nosotros. Usan un lenguaje a base de señas, principalmente. Yo aprendí algunos de esos signos, y he podido comunicarme con ellos, pero Ayla lo domina mucho más. Ella conoce muy bien ese lenguaje.

–Me cuesta mucho creerlo –dijo la Zelandoni de la Decimocuarta.

Jondalar sonrió.

–También a mí me costaba al principio. Antes de ese encuentro, no había visto de cerca a nadie del clan. ¿Y tú, has conocido a alguien del clan?

–No, la verdad es que no, ni tengo el menor deseo de que eso ocurra –repuso la mujer–. Por lo que he oído, se parecen bastante a los osos.

–No se parecen a los osos más de lo que podamos parecernos nosotros. Tienen aspecto de personas, de otra clase de personas, pero son inconfundibles. Los hombres de aquella partida de caza llevaban lanzas y ropa. ¿Has visto a algún oso vestido y armado? –preguntó Jondalar.

–Por tanto, son osos listos –dijo ella.

–No los subestimes –advirtió Jondalar–. No son osos, ni ninguna otra clase de animal. Son personas, personas inteligentes.

–¿Has dicho que te comunicaste con ellos? –preguntó el hombre que Jondalar no acababa de identificar–. ¿Cuándo?

–Una vez, cuando estábamos con los sharamudoi, me vi en apuros en el Río de la Gran Madre. Los sharamudoi viven en la orilla, no muy lejos de la desembocadura, donde vierte sus aguas el Mar de Beran. Cuando cruzas el glaciar, el Río de la Gran Madre es apenas un arroyo, pero donde ellos viven es enorme, tan ancho en algunos puntos que casi parece un lago. Sin embargo, a pesar de su apariencia apacible y tranquila, tiene una corriente rápida, fuerte y profunda. Allí han afluido a él tantos otros ríos, grandes y pequeños que cuando uno lo ve desde las tierras de los sharamudoi, comprende por qué lo llaman Río de la Gran Madre. –Jondalar se había convertido en un excelente narrador, y la gente lo escuchaba absorta–. Los sharamudoi construyen embarcaciones excelentes con troncos enormes que vacían y modelan hasta conseguir un armazón con los extremos en punta. Yo estaba practicando el manejo de una pequeña piragua con un remo cuando perdí el control. –Jondalar esbozó una sonrisa–. Para ser sincero, estaba fanfarroneando un poco. En las piraguas suele haber un cordel con una punta sujeta al armazón y un anzuelo con cebo siempre a punto, y yo quería demostrarles que era capaz de pescar. El problema es que en un río así de grande los peces son de un tamaño enorme, sobre todo los esturiones. Los Hombres del Río no dicen que van a «pescar» esturiones, ellos dicen que salen a «cazar» el esturión.

–Una vez vi un salmón casi tan grande como un hombre –afirmó alguien.

–Algunos esturiones de la desembocadura del Río de la Gran Madre miden de largo más que tres hombres altos juntos –aseguró Jondalar–. Cuando vi el aparejo de pesca, eché el cordel y tuve suerte. ¡Atrapé un esturión! o, mejor dicho, un esturión enorme me atrapó a mí. Como el cordel estaba amarrado al bote, cuando el pez empezó a nadar, me arrastró. Perdí los remos y el control. Saqué mi cuchillo para cortar el cordel, pero la piragua chocó contra algo, y se me cayó el cuchillo de la mano. El pez era fuerte y veloz. Intentó sumergirse y estuvo a punto de hacerme caer al agua un par de veces. Me quedé inmóvil mientras el esturión me arrastraba río arriba, no podía hacer otra cosa.

Se oyeron varias voces, cada una con una pregunta:

–¿Qué pasó luego?

–¿Hasta dónde llegaste?

–¿Cómo paraste?

–Resultó que el pez estaba herido por el anzuelo y sangraba. Eso lo debilitó, pero para entonces ya me había llevado un buen trecho río arriba, más allá de la parte ancha. Cuando se dio por vencido, estábamos en un brazo del río de aguas quietas y poco profundas. Abandoné la piragua y nadé hasta la orilla, dando gracias al notar tierra firme bajo mis pies…

–Es una historia interesante, Jondalar, pero ¿qué tiene que ver con los cabezas chatas? –preguntó la Zelandoni de la Decimocuarta.

Jondalar le sonrió.

–A eso iba. Estaba en tierra, pero empapado de agua y temblando de frío. No tenía un cuchillo con el que cortar leña; no tenía nada para encender fuego; la mayor parte de las ramas caídas estaban mojadas, y empezaba a congelarme. De pronto, apareció ante mí un cabeza chata. Justo comenzaba a salirle la barba, así que no podía tener muchos años. Con una seña, me indicó que lo siguiera, aunque al principio no lo entendía. Entonces vi humo en la dirección hacia donde él iba, así que lo seguí, y me llevó hasta una hoguera.

–¿No te dio miedo acompañarlo? –preguntó alguien–. No sabías qué podía hacerte.

Más gente se congregaba alrededor. Ayla había reparado en la creciente muchedumbre.

–A esas alturas tenía tanto frío que no me importaba –contestó Jondalar–. Sólo pensaba en calentarme. Me agaché junto a la hoguera y me acerqué al fuego todo lo que pude. Entonces noté que alguien me ponía una piel sobre los hombros. Levanté la vista y vi a una mujer. Cuando ella notó que la miraba, fue a esconderse detrás de un arbusto, y por más que lo intenté, no volví a verla. Sólo la había visto un instante, pero deduje que era mayor que el hombre, quizá su madre. Cuando por fin entré en calor, él me acompañó de vuelta a la piragua y al pez, que flotaba boca arriba cerca de la orilla. No era el esturión más grande que he visto, pero tampoco era pequeño; medía de largo como dos mujeres juntas. El joven del clan sacó un cuchillo y cortó el pescado por la mitad, a lo largo. Se dirigió a mí con unos gestos, que entonces no comprendí, envolvió medio pescado con una piel, se lo echó al hombro y se lo llevó. Casi al mismo tiempo, aparecieron Thonolan y unos cuantos Hombres del Río remando corriente arriba y vinieron a buscarme. Cuando les conté mi encuentro con el cabeza chata, tal como te lo estoy contando a ti, Zelandoni de la Decimocuarta, no querían creerme, pero entonces vieron la mitad del esturión que quedaba. Aquellos hombres no dejaron de reírse de mí por salir a pescar y capturar sólo medio pez, pero tuvieron que llevar aquella mitad a rastras hasta la piragua entre tres y, en cambio, aquel joven cabeza chata cargó con la otra mitad y la transportó él solo.

–Una bonita historia de pescadores, Jondalar –dijo la Zelandoni de la Decimocuarta.

Él se la quedó mirando un instante con sus asombrosos ojos azules.

–Ya sé que parece un cuento, pero no lo es. Todo lo que he explicado es verdad, hasta la última palabra –aseguró. Se encogió de hombros y sonriendo añadió–: Pero comprendo tus dudas.

»Pillé un buen resfriado después de ese remojón –prosiguió–, y mientras guardaba cama, caliente al lado del fuego, tuve tiempo de pensar en los cabezas chatas. Probablemente aquel joven me salvó la vida. Como mínimo, sabía que yo tenía frío y necesitaba calor. Puede que yo le inspirara tanto temor como él a mí, pero me dio lo que yo necesitaba y, a cambio, se llevó la mitad de mi esturión. La primera vez que vi a unos cabezas chatas me sorprendió que llevaran lanzas y ropa. Desde que me encontré con aquel joven y con su madre, sé que utilizan el fuego y tienen cuchillos afilados… y que son muy fuertes y, aún más importante, inteligentes. Aquel joven entendió que yo tenía frío y me ayudó, y consideró, por tanto, que por la ayuda que me había prestado él tenía derecho a una parte de mi pesca. Yo le habría dado el esturión entero, y creo que hubiera sido capaz de cargar con él igualmente, pero no se lo llevó todo; lo repartió.

–Es interesante –concedió la mujer sonriendo a Jondalar.

El encanto y el carisma naturales de aquel hombre decididamente apuesto empezaban a hacer mella en ella, lo cual no pasó inadvertido a La Que Era la Primera. Lo recordaría de cara al futuro. Si podía aprovechar las cualidades de Jondalar para suavizar su relación con la Zelandoni de la Decimocuarta, no vacilaría en hacerlo. La mujer parecía un cardo lleno de espinas desde que ella había sido elegida la Primera, y se dedicaba a obstaculizar sus decisiones y a entorpecer todas las medidas que ella intentaba poner en práctica.

–Podría hablar del niño de espíritus mixtos adoptado por la compañera del jefe mamutoi del Campamento del León, porque fue entonces cuando aprendí algunos de sus signos –continuó Jondalar–, pero sería más significativo hablar del hombre y la mujer que conocimos justo antes de cruzar el glaciar de regreso hacia aquí, porque viven cerca…

–Creo que eso deberías dejarlo para más adelante, Jondalar –lo interrumpió Marthona, que era una de quienes se habían unido al corrillo–. Debería contarse ante más personas; además, esta reunión se ha convocado para tomar decisiones relacionadas con la ceremonia matrimonial, si nadie se opone –añadió mirando directamente a la Zelandoni de la Decimocuarta Caverna con una sonrisa amable. También ella había advertido el efecto que tenía su cautivador hijo en la mujer, y conocía de sobra los problemas que la Decimocuarta Caverna había creado a La Que Era la Primera. Ella misma había ocupado un puesto de mando y se hacía cargo.

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