Los señores de la instrumentalidad (28 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—Tampoco es fácil para ellos —le interrumpió Underhill.

—No te preocupes por ellos. No son humanos. Que se las apañen. Las payasadas con los compañeros han enloquecido a más gente que los ataques de las ratas. ¿De cuántos sabes que han sido atacados de veras por las ratas?

Underhill se miró los dedos, que adquirían un brillo verde y púrpura bajo la brillante luz del luminictor encendido, y contó las naves. El pulgar por
Andrómeda
, desaparecida con tripulación y pasajeros; el índice y el mayor por las naves de evacuación 43 y 56, halladas con los luminictores quemados y todos los de a bordo, hombres, mujeres y niños, muertos o locos; el anular, el meñique y el pulgar de la otra mano eran las tres primeras naves de guerra perdidas en la lucha contra las ratas, perdidas cuando la gente comprendió, al fin, que había algo
debajo del espacio
, algo vivo, caprichoso y malévolo.

La planoforma era rara. Lo que se sentía...

No era mucho.

El cosquilleo de una débil descarga eléctrica.

El dolor de una muela cariada cuando se siente el primer aguijonazo.

Un destello de luz cegadora. Sin embargo, en ese breve lapso, una nave de cuarenta mil toneladas se alejaba de la Tierra y desaparecía, internándose en dos dimensiones para reaparecer a medio año-luz o cincuenta años-luz de distancia.

Al cabo de un rato, Underhill estaría sentado en la sala de combate, con el luminictor listo, y el tictac del sistema solar en la cabeza. Durante un segundo o un año (no podía averiguarlo sin reloj) un leve y curioso destello le atravesaría el cuerpo y se encontraría flotando arriba-afuera, en los terribles espacios interestelares, donde las mismas estrellas eran como excrecencias de su mente telepática, y los planetas estarían demasiado lejos para captarlos siquiera.

En algún lugar de ese espacio exterior aguardaba una muerte siniestra, una muerte y un horror de una especie a la que la humanidad nunca se había enfrentado antes de internarse en los espacios interestelares. La luz de las estrellas parecía impedir que los dragones se acercaran.

Dragones. Así los llamaba la gente. Para los pasajeros comunes no ocurría nada, excepto el temblor de la planoforma y el martillazo súbito de la muerte o la oscura nota espástica de la locura.

Pero para los telépatas eran dragones.

En la fracción de segundo que separaba el instante en que los telépatas captaban algo hostil en el negro vacío del espacio y el impacto de un demoledor golpe psíquico contra todos los seres vivos de la nave, los telépatas habían descubierto entidades semejantes a los dragones de las antiguas leyendas, bestias más astutas que las bestias, demonios más tangibles que los demonios, hambrientos vórtices de vida y de odio que habían surgido, no se sabía cómo, en la tenue y fina materia que se extendía entre las estrellas.

Fue necesario que una nave superviviente comunicara la noticia, una nave en la que un telépata tenía listo un rayo de luz, por pura casualidad, y lo había vuelto hacia el inocente polvo del espacio. En el panorama mental del telépata, el dragón se disolvió en el vacío y los demás pasajeros, que no eran telépatas, no advirtieron que acababan de escapar de la muerte.

Desde entonces fue fácil, o casi.

Las naves de planoforma siempre llevaban telépatas. La sensibilidad de los telépatas se aumentaba con los luminictores, amplificadores telepáticos adaptados a la mente de los mamíferos. A su vez, los luminictores se conectaban electrónicamente con proyectiles de luz. La luz se encargaba de todo.

La luz destruía los dragones, permitía que las naves recobraran la forma tridimensional cuando saltaban de estrella en estrella.

La desventaja inicial de la humanidad, de cien a uno, se convirtió de pronto en una ventaja de sesenta a cuarenta.

No bastaba. Los telépatas entrenados eran ultrasensibles, capaces de percibir dragones en menos de una milésima de segundo. Pero muy pronto se descubrió que los dragones podían recorrer un millón y medio de kilómetros en menos de dos milésimas de segundo, y que la mente humana no podía activar los rayos de luz a tiempo.

Las naves comenzaron a viajar envueltas en luz.

Esa defensa no dio resultado.

A medida que la humanidad se familiarizaba con los dragones, ellos parecían conocer mejor a la humanidad. De algún modo se achataban y atacaban muy deprisa en trayectorias muy planas.

Se necesitaba una luz potente, una luz de intensidad solar. Esto sólo podía conseguirse con bombas fotónicas. Apareció el luminictor.

El luminictor activaba unas bombas diminutas, fotonucleares y ultrabrillantes, y unos pocos gramos de un isótopo de magnesio se convertían así en puro resplandor visible.

La superioridad de la humanidad aumentaba, pero continuaban perdiéndose naves.

La situación empeoró tanto que nadie quería ir a buscar las naves atacadas, pues todos sabían lo que encontrarían. Resultaba triste traer de vuelta a la Tierra a trescientos cadáveres listos para la sepultura y a doscientos o trescientos locos incurables a quienes había que despertar, alimentar, limpiar, acostar y levantar una y otra vez hasta que les sobreviniera la muerte.

Los telépatas intentaron penetrar en las mentes psicóticas dañadas por los dragones, pero sólo encontraron vividas columnas de terror explosivo y feroz que nacían de lo primordial, la fuente volcánica de la vida.

Entonces llegaron los compañeros.

Hombre y compañero juntos podían hacer lo que para un hombre solo resultaba imposible. Los hombres tenían la inteligencia; los compañeros, rapidez.

Los compañeros viajaban en vehículos pequeños, no mayores que pelotas de fútbol, acompañando a las naves espaciales. Entraban en planoforma junto con las naves, en vehículos de poco más de dos kilos, preparados para atacar.

Las pequeñas naves de los compañeros eran veloces. Cada una llevaba una docena de bombas de luminicción no mayores que dedales.

Los luminictores arrojaban literalmente a los compañeros contra los dragones mediante disparadores mentales.

Los que parecían dragones para la mente humana eran ratas gigantes para las mentes de los compañeros.

En el despiadado vacío del espacio, las mentes de los compañeros respondían a un instinto tan antiguo como la vida. Los compañeros atacaban con mayor rapidez que el hombre, incansablemente, hasta que las ratas o ellos morían. Casi siempre ganaban los compañeros.

Los saltos interestelares de las naves eran ahora seguros y el comercio prosperó, la población de todas las colonias aumentó y se necesitaron más compañeros adiestrados.

Underhill y Woodley pertenecían a la tercera generación de luminictores, pero les parecía que ese oficio había existido desde siempre.

Introducir el espacio en las mentes mediante el luminictor, sumar los compañeros a esas mentes, templar el cerebro para la tensión de una lucha decisiva: las sinapsis humanas no eran capaces de resistirlo mucho tiempo. Underhill necesitaba dos meses de descanso por cada media hora de lucha. Woodley se retiraría al cabo de diez años de servicio. Eran jóvenes. Eran eficaces. Pero tenían sus límites.

Muchas cosas dependían del compañero que a uno le tocara en suerte, de la aleatoria elección de las parejas.

2. La baraja

Papá Moontree y la muchacha llamada West entraron en la sala. Eran los otros dos luminictores. La tripulación humana de la Sala de Combate ya estaba al completo.

Papá Moontree era un cuarentón rubicundo que había disfrutado la apacible existencia de un campesino hasta cumplir los cuarenta. Sólo entonces, con retraso, las autoridades habían averiguado que era telépata y lo habían aceptado, a esa avanzada edad, en la profesión de luminictor. Era competente en su labor, aunque era muy viejo para ese trabajo.

Papá Moontree contempló al huraño Woodley y al meditabundo Underhill.

—¿Cómo están hoy los jóvenes? ¿Preparados para una buena pelea?

—Papá siempre quiere pelear —dijo la niña llamada West con risita de conejo. Era una niña muy pequeña, y su risa sonaba aguda e infantil. Era la última persona que uno esperaba hallar en el duro y violento combate de luminicción.

Underhill se había divertido una vez al averiguar que uno de los compañeros más torpes se alegraba de tener contacto con la mente de la niña llamada West.

Los compañeros no solían dar importancia a las mentes humanas con que los conectaban para el viaje, ya que parecían opinar que las mentes humanas eran complejas e increíblemente embrolladas. Jamás habían puesto en duda la superioridad de la mente humana, aunque esa circunstancia impresionaba a muy pocos.

Los compañeros simpatizaban con la gente. Estaban dispuestos a luchar con ella, e incluso a morir por ella. Pero cuando un compañero simpatizaba con una persona en especial, tal como el Capitán Wow o Lady May simpatizaban con Underhill, esa amistad no tenía nada que ver con la inteligencia. Era una cuestión de instinto, de sentimientos.

Underhill sabía que el Capitán Wow despreciaba su cerebro. Al Capitán Wow le gustaba la cordial estructura emocional de Underhill, la jovialidad y el destello de maligna alegría que circulaba por la estructura mental inconsciente de Underhill, y la alegría con que se enfrentaba al peligro. En cuanto a las palabras, los libros de historia, las ideas, la ciencia, eran tonterías para el Capitán Wow.

La señorita West miró a Underhill.

—Estoy segura de que has hecho trampa con las piedras.

—¡No es verdad!

Underhill notó que sus orejas enrojecían de vergüenza. Durante su noviciado, había intentado hacer trampas en el sorteo porque se había encariñado con una compañera en particular, una bella y joven madre llamada Murr. Resultaba fácil trabajar con Murr, que le tenía tanto afecto que olvidó que la luminicción era un trabajo duro y no una diversión. Ambos tenían el temple y el ánimo para ir juntos a la mortífera batalla.

Una trampa había bastado. La habían descubierto, y hacía años que se reían de él.

Papá Moontree tomó el cubilete de imitación de cuero y agitó los dados de piedra que asignaban a cada compañero para el viaje. Por derecho de antigüedad, él fue el primero en tirar.

Torció el gesto. Le había correspondido un individuo viejo y voraz, un curtido macho cuya mente estaba repleta de pensamientos acerca de la comida, verdaderos océanos llenos de pescado casi putrefacto. En una ocasión, Papá Moontree había sentido el regusto del aceite de hígado de bacalao durante semanas después de trabajar con ese glotón, por la intensidad con que la imagen telepática del pescado había quedado impresa en su mente. Pero el glotón no amaba sólo el pescado, sino también el peligro. Había matado a sesenta y tres dragones, más que ningún otro compañero en servicio, y literalmente valía su peso en oro.

La niña West fue la siguiente. Sacó al Capitán Wow. Cuando vio quién era sonrió.

—Me gusta —dijo—. Resulta divertido luchar con él. Es bello y acariciante en mi mente.

—¡Acariciante! ¡Un cuerno! —soltó Woodley—. Yo también he estado en su cerebro. Es la mente más lasciva de esta nave, sin duda alguna.

—Hombre malo —comentó la niña. Lo dijo descriptivamente, sin reproche.

Underhill tiritó al mirarla.

No entendía cómo la niña se sentía tan a gusto con el Capitán Wow, cuya mente era lasciva de veras. Cuando se excitaba en medio de una batalla, las confusas imágenes de dragones, mortíferas ratas, deliciosos lechos, el olor del pescado y la conmoción del espacio se enmarañaban en la mente de Underhill mientras él y el Capitán Wow, enlazados por el luminictor, se transformaban en un increíble compuesto de ser humano y gato persa.

Es el problema de trabajar con gatos
, pensó Underhill. Es una pena que ninguna otra criatura sirva como compañero. Los gatos estaban bien cuando se entraba en contacto telepático con ellos. Eran listos, pero sus motivaciones y deseos diferían en gran medida de las humanas. Eran una buena compañía si se les proyectaba imágenes tangibles, pero cerraban la mente o se echaban a dormir cuando se les recitaba Shakespeare o Colegrove, o si se intentaba explicarles qué era el espacio.

Resultaba extraño que los compañeros, tan serios y maduros en el espacio, fueran los simpáticos seres que en la Tierra la gente había usado como animales de compañía durante miles de años. Más de una vez se había puesto en ridículo en tierra cuadrándose ante gatos comunes porque por un momento había olvidado que no eran compañeros.

Underhill cogió el cubilete y tiró el dado de piedra.

Tuvo suerte: le tocó Lady May.

Lady May era la compañera más considerada que había conocido. En ella, la refinada mente de una gata persa de pura raza había alcanzado uno de los puntos más altos de su desarrollo. Se advertía más compleja que una mujer humana, pero esa complejidad era emocional: recuerdos, esperanzas y experiencias discriminadas, experiencias ordenadas sin ayuda de las palabras.

La primera vez que había entrado en contacto con su mente, se había asombrado de su claridad. Recordó con ella la infancia de la gata. Recordó cada experiencia de apareamiento que ella había tenido. En una galería de imágenes confusas, vio a todos los luminictores con quienes se había acoplado para luchar. Y se vio a sí mismo: radiante, jovial, deseable.

Incluso creyó captar el filo de un anhelo...

Un pensamiento muy halagüeño e intenso:
Qué lástima que no sea gato
—pensó Underhill.

Woodley recogió la última piedra. Le tocó su merecido: un gato viejo y hosco, lleno de cicatrices, sin el brío del Capitán Wow. El compañero de Woodley era el más animal de todos los gatos de a bordo, un individuo bajo, brutal y de mente obtusa. Ni siquiera la telepatía le había pulido el carácter. Tenía las orejas medio comidas, recuerdo de sus primeras riñas. Era un buen combatiente, nada más.

Woodley gruñó.

Underhill lo miró de reojo. ¿Woodley no sabía hacer otra cosa que gruñir?

Papá Moontree observó a los otros tres.

—Id en busca de vuestros compañeros. Comunicaré al capitán de viaje que estamos preparados para ir al arriba-afuera.

3. El reparto de naipes

Underhill hizo girar la cerradura de combinación de la jaula de Lady May. La despertó con dulzura y la cogió en brazos. Ella irguió el lomo perezosamente, estiró las uñas, se puso a ronronear, se arrepintió y optó por lamerle la muñeca. Él no llevaba puesto el luminictor, así que sus mentes no estaban en contacto, pero Underhill comprendió, por el ángulo del bigote y el movimiento de las orejas, que ella se alegraba de tenerlo por compañero.

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