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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

Los viajes de Tuf (13 page)

BOOK: Los viajes de Tuf
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Era fácil localizar a Kaj Nevis. Los sistemas mostraban también a las fuentes de energía como pequeñas estrellas amarillentas y sólo uno de los puntos rojos estaba rodeado por un halo de tales estrellas. Tenía que ser Nevis dentro de su traje de combate.

Pero, ¿qué era ese segundo punto amarillo de mucho mayor tamaño que ardía en uno de los pasillos vacíos de la cubierta seis? Debía de tratarse de una fuente energética condenadamente fuerte pero, ¿qué era? Rica no lo entendía. Junto a ella había visto antes otro punto rojo, pero se había alejado y ahora daba la impresión de estar siguiendo a Nevis, del cual estaba cada vez más cerca.

Mientras tanto, también había puntos negros: las bioarmas del Arca. El gran eje central que atravesaba de un extremo a otro el cilindro asimétrico de la nave estaba prácticamente atestado de puntos negros, pero al menos estos permanecían inmóviles. Otros puntos negros, que debían ser los animales liberados de las cubas, avanzaban por los corredores. Sólo que... había más de cinco. Había, por ejemplo, todo un grupo de puntos negros, quizá treinta o más organismos individuales, fluyendo como un borrón de tinta a través de la pantalla, emitiendo de vez en cuando prolongaciones fugaces. Una de esas prolongaciones se había acercado a un punto rojo y se había apagado de golpe.

También había un punto rojo en el área del eje central. Rica pidió una imagen de ese sector y la pantalla que no paraba de moverse, como si se tratara de algún combate, pensó Rica, mientras estudiaba las letras que aparecían bajo la imagen. Ese punto negro en particular era la especie #67001–00342–10078, el tiranosaurus rex. No cabía duda de que era grande, desde luego.

Se dio cuenta, con cierto interés, de que una luz roja y uno de los puntos negros se estaban acercando a Kaj Nevis. Eso iba a resultar interesante. Aparentemente, iba a perderse toda la diversión, porque ahí abajo estaba a punto de armarse un auténtico infierno, y ella estaba aquí sentada, sana y salva en la sala de control. Rica Danwstar sonrió.

Kaj Nevis andaba por un corredor, sintiéndose más irritado a cada segundo que pasaba, cuando de repente el mundo entero pareció explotar sobre su nuca. En el interior del casco el sonido resultante fue espantoso. La fuerza del golpe le hizo caer hacia adelante y el traje se estrelló de bruces en el suelo. Sus reflejos habían sido demasiado lentos para permitirle absorber parte del impacto con los brazos.

Pero al menos se había encargado de casi toda la fuerza del choque y Nevis se encontraba ileso. Mientras seguía tendido en el suelo, hizo uña rápida comprobación de sus indicado res y luego sonrió con una mueca lobuna: el traje de combate no había sufrido el menor daño y no tenía ninguna brecha. Rodando sobre sí mismo, logró ponerse trabajosamente en pie.

A veinte metros de distancia, en la encrucijada de los dos corredores, vio a un hombre con un traje presurizado verde y oro, armado como si acabara de saquear un museo militar, que sostenía una pistola en su mano enguantada.

—¡Volveremos a encontrarnos, guardia negro! —gritó la figura a través de los altavoces de su casco.

—CIERTO, LION —replicó Nevis—. ME ALEGRA MUCHO VERTE. VEN AQUÍ y TE DARÉ UN BUEN APRETÓN DE MANOS. —Nevis hizo chasquear las pinzas del traje. La pinza derecha seguía manchada aún con la sangre del cibertec y Nevis esperó que Lion no se hubiese dado cuenta de ello. Era una lástima que su láser tuviera un alcance tan limitado, pero no importaba. Lo único que debía hacer era coger a Lion, quitarle sus juguetes y luego entretenerse un ratito con él, quizá arrancarle las piernas, haciendo luego un agujero en su traje y dejando que la condenada atmósfera de la nave se encargara del resto. Kaj Nevis dio un paso hacia adelante. Jefri Lion siguió inmóvil, alzó su pistola de dardos, apuntándola cuidadosamente con las dos manos, y disparó.

El dardo le dio a Nevis de lleno en el pecho. La explosión fue estruendosa pero esta vez estaba preparado para el impacto. Sintió un cierto dolor en los oídos pero apenas si se movió. Algunas zonas de la intrincada filigrana del traje se habían ennegrecido pero ése era el único daño sufrido.

—VAS A PERDER, VIEJO —dijo Nevis—. ME GUSTA ESTE TRAJE.

Jefri Lion no le respondió. Con gestos rápidos y metódicos enfundó nuevamente su pistola de dardos, cogió el rifle láser y se lo llevó al hombro, apuntando y disparando.

El haz luminoso rebotó en el hombro de Nevis y dio en una pared, abriendo en ella un pequeño agujero chamuscado.

—Una microcapa reflectante —dijo Lion, colgándose de nuevo el rifle a la espalda.

Nevis había cubierto ya más de tres cuartas partes de la distancia que les separaba con sus potentes zancadas y Jefri Lion pareció darse cuenta por fin del peligro que corría. Con un gesto de pánico se dio la vuelta y echó a correr por uno de los pasillos, desapareciendo del campo visual de Nevis.

Kaj Nevis aceleró el paso y se lanzó tras él.

Haviland Tuf era la paciencia personificada.

Estaba sentado tranquilamente con las manos cruzadas sobre su gran estomago y soportando el dolor de cabeza que le habían producido los repetidos golpes dados por el tiranosaurio sobre la mesa que le protegía. Estaba haciendo todo lo posible por ignorar el continuo martilleo que abollaba lentamente el metal por encima de su cabeza, haciendo su situación todavía más incómoda, así como los escalofriantes rugidos del animal y las tan melodramáticas como excesivas muestras de apetito carnívoro que, de vez en cuando, impulsaban al tiranosaurio a inclinarse por encima de la mesa y chasquear futílmente sus abundantes colmillos frente al refugio de Tuf. Para conseguirlo, Tuf intentaba concentrarse en un buen plato de moras rodelianas cubiertas con miel de abeja y mantequilla, procuraba recordar qué planeta en particular poseía la cerveza más fuerte y aromática y planeaba una estrategia tan nueva como soberbia con la cual dejar hecho pedazos a Jefri Lion en su siguiente partida, si es que llegaba a darse tal ocasión.

Por fin sus planes acabaron dando fruto. El reptil, enfurecido, aburrido y frustrado, se marchó. Haviland Tuf esperó hasta no oír el menor ruido en el exterior de su refugio y luego, retorciéndose con dificultad, se quedó por unos instantes tendido en el suelo hasta que las agujas al rojo vivo que le atormentaban las piernas fueron calmándose un poco. Después, reptando cautelosamente, asomó la cabeza al exterior.

Una tenue luz verdosa, un leve zumbido y lejanos ruidos de gorgoteo.

Ni el menor movimiento en ningún sitio. Haviland Tuf salió con grandes precauciones de su refugio.

El dinosaurio había golpeado numerosas veces los restos del diminuto cadáver de Champiñón con su enorme cola y el espectáculo hizo que Tuf sintiera un dolor inconmensurable y una feroz amargura. El banco de trabajo estaba irremisiblemente destrozado.

Pero había muchos otros y lo único que precisaba era una célula.

Haviland Tuf tomó una muestra de tejido y se dirigió con paso cansino hacia el siguiente banco de trabajo. Esta vez se cuidó mucho de permanecer atento por si se producía un eventual ruido de pisadas que indicaran la vuelta del dinosaurio.

Celise Waan estaba contenta. No cabía duda de que había actuado con decisión y eficacia. Esa repugnante criatura parecida a un cachorro de gato no volvería a causarle molestias. Tenía el visor todavía un poco sucio allí donde lo había alcanzado el escupitajo del animal pero, aparte de ello, el encuentro se había saldado con un excelente resultado. Enfundó el arma con una floritura no del todo necesaria y volvió al pasillo.

La mancha de su visor la molestaba un poco. Estaba casi a la altura de sus ojos y oscurecía su campo visual. La frotó con el dorso de la mano, pero eso sólo pareció lograr que el visor se ensuciara todavía más. Agua, eso era lo que hacía falta. Bien, de todos modos había salido en busca de comida y donde hay comida siempre se encuentra también agua.

Caminó con paso vivo por el pasillo, dio la vuelta a una esquina y se detuvo como fulminada por un rayo.

A menos de un metro delante de ella había otra de esas condenadas criaturas de aspecto felino, contemplándola con aire insolente.

Esta vez Celise Waan actuó desde el principio con decisión. Su mano fue en busca de su pistola, pero tuvo algunos problemas para desenfundarla y su primer disparo no acertó del todo al repugnante animal, haciendo explotar en mil pedazos la puerta de una habitación cercana. La explosión fue ensordecedora. El gato lanzó un bufido, arqueó el lomo, escupió igual que había hecho el primero y salió corriendo.

Celise Waan recibió este segundo escupitajo en el hombro izquierdo. Intentó apuntar mejor pero el visor cubierto de suciedad lo hacía bastante difícil.

—¡Narices! —dijo en voz alta e irritada. Cada vez le resultaba más difícil ver. El plástico que tenía delante de los ojos parecía estarse cubriendo de niebla y aunque los bordes de su visor seguían despejados, cuando miraba hacia adelante lo veía todo borroso y distorsionado. Necesitaba realmente limpiar el casco.

Avanzó en la dirección por la que había parecido ver huir al animal, moviéndose lentamente para no tropezar, mientras intentaba oír algo. Le pareció percibir un leve sonido de garras como si el animal estuviera cerca de ella, pero resultaba imposible estar segura.

El visor se estaba poniendo cada vez en peor estado y en esos momentos mirar a través de él era ya como hacerlo por un cristal esmerilado. Todo había cobrado un color blanquecino y sólo veía vagas siluetas. No puedo seguir así, pensó Celise Waan, no puedo seguir así ni un instante más. ¿Cómo podía cazar a esa repulsiva criatura felina si estaba medio ciega? Y, lo que era aún peor, ¿cómo saber adónde se dirigía? No había forma de evitarlo, tendría que quitarse ese maldito casco.

Pero entonces recordó a Tuf y sus lúgubres advertencias sobre la posibilidad de que la atmósfera de la nave estuviera contaminada. ¡Claro que Tuf era un hombre ridículo y un estúpido! ¿Acaso había visto alguna prueba de esa contaminación? No, ninguna en absoluto. Había sacado de Cornucopia a ese enorme gato gris y, desde luego, el animal no había parecido sufrir lo más mínimo con la experiencia. La última vez que lo había visto, Tuf lo llevaba en brazos. Naturalmente, había estado discurseando pomposamente sobre períodos de incubación, pero lo más probable era que sólo estuviera intentando asustarla. Por el modo en que obraba con ella parecía gozar cada vez que ofendía su delicada sensibilidad, como por ejemplo al gastarle aquella broma repugnante con la comida para gatos. Sin duda le parecería perversamente divertido el que hubiera logrado asustarla lo suficiente como para hacerla permanecer durante semanas en ese traje incómodo y apestoso que, además, le venía estrecho.

De pronto se le ocurrió que muy probablemente esas criaturas parecidas a gatos que la estaban atormentando eran obra de Tuf y esa sola idea hizo enfurecer enormemente a Celise Waan. ¡Ese hombre era un bárbaro!

Ya casi no podía ver nada. El centro del visor se había vuelto completamente opaco.

Tan decidida como irritada, Celise Waan quitó los sellos protectores del casco y lo arrojó tan lejos como pudo.

Aspiró hondo. El aire de la nave era ligeramente frío y había en él una cierta sequedad no del todo agradable, pero al menos no estaba tan rancio como el reciclado por su traje. ¡Vaya, si era bueno! Celise Waan sonrió. En el aire no había nada pernicioso. Ya tenía ganas de encontrar a Tuf y ajustarle las cuentas como se merecía, aunque sólo fuera de palabra.

Entonces miró hacia abajo y se quedó atónita. Su guante, el dorso de la mano izquierda, la mano que había usado para limpiarse el escupitajo del gato. En el tejido de color dorado había ahora un gran agujero e incluso el entramado metálico que había bajo la superficie parecía, bueno, ¡corroído!

¡Ese gato, ese condenado gato! Si ese escupitajo hubiera llegado a darle en la piel habría... habría... De pronto recordó que ahora ya no llevaba casco. En el otro extremo del pasillo hubo un movimiento fugaz y otro animal parecido a un gato emergió de una puerta abierta.

Celise Waan lanzó un chillido, blandió su pistola y disparó tres veces en rápida sucesión. Pero el animal era demasiado veloz para ella y en una fracción de segundo había vuelto a esfumarse.

No estaría a salvo hasta que esa pestilente criatura hubiera sido liquidada, pensó. Si dejaba que huyera podía saltar sobre ella en cualquier momento cuando estuviera desprevenida, tal y como le gustaba tanto hacerlo a ese molesto cachorro blanco y negro de Tuf. Celise Waan puso un nuevo cargador de dardos explosivos en su pistola y avanzó cautelosamente en persecución del animal.

El corazón de Jefri Lion latía como no lo había hecho durante años. Le dolían las piernas y su respiración se había convertido en un ronco jadeo. Su organismo rebosaba de adrenalina. Intentó correr aún más rápido. Ya sólo faltaba un poco, este pasillo, dar la vuelta a la esquina y luego quizá veinte metros hasta la próxima intersección.

El suelo temblaba cada vez que Kaj Nevis plantaba en él uno de los pesados discos metálicos que le servían de pies y en una o dos ocasiones Jefri Lion estuvo a punto de tropezar, pero el peligro parecía aumentar todavía más la emoción que sentía. Estaba corriendo como si aún fuera joven y ni tan siquiera las zancadas de Nevis, monstruosamente aumentadas por el traje, eran capaces de alcanzarle, por el momento. Aunque sabía que su perseguidor acabaría atrapándole si la persecución se prolongaba demasiado.

Mientras corría cogió una granada luminosa de su bandolera y cuando oyó una de las malditas pinzas de Kaj Nevis chasquear a un metro escaso de su espalda Jefri Lion le quitó el seguro y la arrojó por encima del hombro, apretando aún más el paso y dando la vuelta, por fin, a la última esquina.

Al doblarla se volvió justo a tiempo para ver cómo una silenciosa flor de cegadora luz blanco azulada se abría en el corredor que había dejado apenas hacía un segundo. Sólo la luz reflejada por los muros bastó para dejar deslumbrado a Jefri Lion durante unos instantes. Retrocedió cautelosamente, observando la intersección de pasillos. La granada tendría que haberle quemado las retinas a Nevis y la radiación bastaba para matarle en unos segundos.

La única señal que había de Nevis era una enorme sombra, de una negrura absoluta, que se proyectaba más allá de la intersección de los corredores.

Jefri Lion se batió en retirada, jadeando. Y Kaj Nevis, andando muy despacio, apareció en la esquina. Su visor estaba tan oscurecido que parecía casi negro pero, mientras Lion le observaba, el brillo rojo volvió a encenderse lentamente hasta alcanzar su intensidad habitual.

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