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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

Los viajes de Tuf (17 page)

BOOK: Los viajes de Tuf
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Y, rugiendo, recorrió el trecho de pasillo que le separaba de la intersección.

Veinte metros más lejos, la minimente del cañón de plasma tomó conocimiento de que algo superior en tamaño a las dimensiones de su blanco programado había entrado en la zona de fuego. Hubo un chasquido casi inaudible.

Haviland Tuf no estaba de cara al resplandor. Su cuerpo se interpuso entre Caos y la espantosa ola de calor y de ruido. Por fortuna, ésta duró sólo un instante, aunque aquel lugar olería a reptil quemado durante años y haría falta cambiar amplias secciones del suelo y las paredes.

—Yo también tenía un arma —le dijo Haviland Tuf a su gatito.

Mucho tiempo después, cuando el Arca ya estaba limpia y tanto él como Caos y Desorden estaban cómodamente instalados en la suite del capitán, a la cual había trasladado todos sus efectos personales después de haber dispuesto de los cadáveres, hecho las reparaciones posibles e imaginado un medio de calmar a la increíblemente ruidosa criatura que vivía en la cubierta seis, Haviland Tuf empezó a registrar metódicamente la nave. Al segundo día logró encontrar ropas, pero tanto los hombres como las mujeres del CIE habían sido más bajos que él y considerablemente más delgados, por lo cual ninguno de los uniformes le iba bien.

Pese a todo, logró encontrar algo que sí fue de su agrado. Se trataba de una gorra verde que encajaba perfectamente en su calva y algo blanquecina cabeza. En la parte delantera de la gorra, en oro, se veía la letra theta que había sido la insignia del cuerpo.

—Haviland Tuf —le dijo a su imagen en el espejo—, ingeniero ecológico.

No sonaba mal del todo, pensó.

2 – Los panes y los peces

Se llamaba Tolly Mune, pero le habían llamado montones de cosas.

Quienes entraban por primera vez en su dominio utilizaban su título con cierta deferencia. Había sido Maestre de Puerto durante más de cuarenta años y antes de eso había sido Ayudante del Maestre de Puerto, un puesto exótico y pintoresco, en la gran comunidad orbita conocida oficialmente como el Puerto de S'uthlam. En el planeta, ese cargo era sólo otra casilla más, dentro de los organigramas burocráticos, pero en su órbita el Maestre de Puerto era a la vez el juez, el jefe ejecutivo, el alcalde, el legislador, el jefe de mecánicos, el árbitro y el jefe de policía, todo en uno. Por lo tanto, se referían a ella como la M. P.

El Puerto había empezado siendo pequeño y había ido creciendo a lo largo de los siglos, a medida que la población en aumento de S'uthlam convertía el planeta en un mercado de importancia cada vez mayor y una encrucijada clave en la red del comercio interestelar dentro del sector. En el centro del puerto se hallaba la estación, un asteroide hueco de unos dieciséis kilómetros de diámetro, con sus zonas de estacionamiento, talleres, dormitorios, laboratorios y comercios. Seis estaciones la habían precedido, cada una mayor que la anterior y cada una envejecida y finalmente superada por el paso del tiempo. La más antigua había sido construida hacía tres siglos, no era más grande que una nave espacial de tamaño medio y estaba unida a la Casa de la Araña como un grueso brote metálico emergiendo de una patata de piedra.

El nombre que recibía ahora era el de Casa de la Araña ya que se encontraba en el centro de una intrincada telaraña de metal plateado que resplandecía en la oscuridad del espacio. Irradiando de la estación en todas direcciones había dieciséis grandes ejes: el más nuevo tenía cuatro kilómetros de largo y aún estaba en construcción. Siete de los originales (el octavo había sido destruido en una explosión) extendían sus doce muelles como afiladas cuchillas en el espacio. Dentro de los grandes tubos estaba la industria del Puerto: almacenes, factorías, astilleros, aduanas y centros de embarque, además de todas las instalaciones de carga, descarga y reparaciones concebibles para todos los tipos de naves espaciales conocidas en el sector. Largos trenes neumáticos corrían por el centro de los tubos, transportando carga y pasajeros de una puerta a otra así como a la ruidosa y abarrotada conexión de la Casa de la Araña y a los ascensores que había bajo ella.

De esos tubos brotaban otros de menos tamaño; y de ellos, otros aún menores que se entre cruzaban a través del vacío, uniéndolo todo en una retícula cuya complejidad iba aumentando, de año en año, a medida que se le iban haciendo más y más adiciones.

Y entre las hebras de esa telaraña se encontraban las moscas: lanzaderas que aterrizaban y despegaban de la superficie de S'uthlam, con cargas demasiado grandes o volátiles para los ascensores; naves mineras que traían mineral o hielo de los Abismos; cargueros con alimentos de los asteroides granjeros terraformados, situados más al interior del sistema, a los que se conocía colectivamente como la Despensa. Y todo tipo de tráfico interestelar, desde los lujosos cruceros de placer de las Transcorp hasta los mercantes que procedían de mundos tan cercanos como Vandeen o tan lejanos como Caissa y Newholme, pasando por las flotas mercantes de Kimdiss, las naves de combate de Bastión y Ciudadela e incluso las naves alienígenas de los Hruun Libres, los Raheemai, los Getsoides y otras especies todavía más extrañas. Todos acudían al Puerto de S'uthlam y todos eran bienvenidos a él.

Quienes vivían en la Casa de la Araña, los que trabajaban en los bares y restaurantes, los encargados de transportar las cargas, de venderlas y comprarlas así como de reparar y proveer de combustible a las naves, se llamaban a sí mismos, honoríficamente, hiladores. Para ellos y para las moscas que iban allí, con la frecuencia suficiente como para ser consideradas habituales, Tolly Mune era Mamá Araña: irascible, mal hablada y normalmente malhumorada, aterradoramente competente, ubicua e indestructible, tan grande como una fuerza de la naturaleza y dos veces peor que ella. Algunos de ellos, los que se habían atravesado en su camino cuando no debían hacerlo o los que se habían ganado su odio, no la apreciaban ni pizca y, para ellos, la Maestre de Puerto era la Viuda de Acero.

Era una mujer de huesos grandes y buena musculatura, no demasiado atractiva y tan delgada como cualquier s'uthlamés auténtico, pero al mismo tiempo tan alta (casi dos metros) y tan corpulenta (esas espaldas...) que en la superficie habían llegado a considerarla casi como un fenómeno de circo. Su rostro estaba tan surcado de arrugas como un viejo y confortable asiento de cuero desgastado por el tiempo. Tenía cuarenta y tres años locales, lo que se aproximaba a los noventa años estándar, pero no parecía haber cumplido ni una hora más de los sesenta, lo cual atribuía a una vida entera en órbita. «La gravedad es lo que te envejece», decía siempre. Con la excepción de algunos balnearios de lujo, los hospitales y los hoteles para turistas situados en la Casa de la Araña, así como los grandes cruceros que poseían rejillas gravitatorias, el Puerto giraba en una eterna carencia de peso y la caída libre era el ámbito natural de Tolly Mune.

Tenía el cabello de un color gris acerado y cuando trabajaba se lo recogía en un apretado moño. Pero cuando estaba libre lo dejaba fluir tras ella como la cola de un cometa, agitándose a cada uno de sus movimientos. Y se movía mucho. Su cuerpo, grande, enjuto, desgarbado y huesudo era tan firme como grácil. Podía nadar a través de los radios de la telaraña y los corredores, estancias y parques de la Casa de la Araña con la fluidez de un tiburón en el agua, agitando sus largos brazos y sus piernas, delgadas pero musculosas, en un continuo tocar y empujar que la llevaban siempre adonde quería. Nunca llevaba calzado y sus pies eran casi tan hábiles como sus manos.

Incluso en el espacio, allí donde los más veteranos hiladores llevaban trajes incómodos y se movían torpemente a lo largo de sus cables de seguridad, Tolly Mune escogía siempre la movilidad y los dermotrajes ajustados al cuerpo. La protección que éstos ofrecían contra las radiaciones duras de S'ulstar era mínima, pero Tolly parecía encontrar un orgullo enfermizo en el azul oscuro de su piel y cada mañana tragaba píldoras anticancerígenas a puñados para no tener que someterse a la lenta y poco ágil seguridad. Una vez se hallaba bajo la brillante negrura enmarcada por la telaraña era la señora de todo. Llevaba propulsores de aire en la muñeca y en el tobillo y no había nadie más experto que ella en su manejo. Volaba libremente de una mosca a otra, haciendo una comprobación aquí y una visita allá, asistiendo a todas las reuniones, supervisando el trabajo, dando la bienvenida a las moscas más importantes, contratando, despidiendo y, en general, resolviendo cualquier tipo de problema que pudiera presentarse.

Una vez en el centro de su telaraña, la Maestre de Puerto, Tolly Mune, Mamá Araña, la Viuda de Acero, era todo aquello que siempre había deseado ser.

No había tarea alguna que pudiera resistírsele y estaba orgullosa de cómo había utilizado las cartas que se le repartieron en el juego de la vida.

Durante uno de los ciclos nocturnos, la despertó de su profundo sueño el zumbido de llamada del comunicador. Era su Ayudante.

—Será mejor que se trate de algo condenadamente importante —dijo, clavando su dura mirada en la imagen de la videopantalla.

—Será mejor que vayas al Control —le respondió él.

—¿Por qué?

—Se acerca una mosca —dijo—. Una mosca grande. Tolly Mune frunció el ceño.

—No te habrías atrevido a despertarme por una tontería. Suéltalo.

—Una mosca realmente muy grande —recalcó él—. Tienes que verlo. Es la mosca más condenadamente enorme que he visto jamás. Mamá, no estoy bromeando, esta cosa debe tener unos treinta kilómetros de largo.

—Infierno, infierno —dijo ella en el último momento carente de complicaciones de toda su vida: aún no había conocido a Haviland Tuf.

Se tragó un puñado de píldoras anticancerígenas, de un vivo color azulado, haciéndolas pasar con un buen sorbo de cerveza, y estudió la holoimagen que se alzaba ante ella.

—Una nave realmente grande —dijo en tono despreocupado—. ¿Qué diablos es?

—El Arca es una sembradora de bioguerra del Cuerpo de Ingeniería Ecológica —replicó Haviland Tuf.

—¿El CIE? —dijo ella—. ¿En serio?

—¿Debo repetir mis palabras, Maestre de Puerto Mune?

—¿El Cuerpo de Ingeniería Ecológica del viejo Imperio Federal... ahora? —le preguntó ella—. ¿El que tenía su base en Prometeo? ¿Los especialistas en clonación y bioguerra, los que podían fabricar todo tipo de catástrofes ecológicas a medida? —Mientras pronunciaba esas palabras estudiaba atentamente el rostro de Tuf. Su figura dominaba el centro de su pequeña, atestada, revuelta y normalmente demasiado concurrida oficina en la Casa de la Araña. Su proyección holográfica se alzaba entre el amasijo de objetos en ingravidez, como una especie de inmenso fantasma blanco. De vez en cuando una bola de papel arrugado flotaba a través de él.

Tuf era grande. Tolly Mune se había encontrado moscas a las cuales les encantaba aumentar sus holos para dar la impresión de que eran más altos de lo que eran en realidad. Quizá Haviland Tuf estuviera haciendo exactamente eso pero, sin saber muy bien porqué, le parecía que no era tal el caso. No le daba la impresión de ser esa clase de hombre. Y ello quería decir que en realidad medía como unos dos metros y medio de talla, con lo cual superaba en más de medio metro al hilador más alto que había visto en su vida y la estatura de éste ya era tan fenomenal como la de la propia Tolly. Los s'uthlameses eran un pueblo de baja estatura debido a sus genes y a su alimentación.

El rostro de Tuf era absolutamente indescifrable. Lenta y tranquilamente cruzó sus largos dedos sobre el bulto de su estómago.

—Exactamente —le dijo—. Una erudición histórica digna de envidia.

—Vaya, gracias —replicó ella amistosamente—. Si me equivoco corríjame pero, aun contando con mi erudición histórica, me parece recordar que el Imperio Federal se derrumbó hace... bueno, unos mil años. Y el CIE se esfumó también. Lo dispersaron, lo hicieron volver a Prometeo o a la Vieja Tierra, fue destruido en combate, abandonó el espacio humano... lo que sea. Por supuesto, y según se dice, los naturales de Prometeo siguen poseyendo una buena parte de la vieja técnica biológica, pero no suelen venir mucho por aquí y no estoy segura de ello. Pero sí he oído decir que son muy celosos en cuanto a compartir sus conocimientos. Por lo tanto veamos si he entendido bien: ahí está una sembradora del viejo CIE, que sigue en funcionamiento y que usted ha encontrado por pura casualidad, siendo también la única persona que se encuentra a bordo.

—Correcto —dijo Haviland Tuf. Tolly sonrió.

—Y yo soy la Emperatriz de la Nebulosa del Cangrejo. El rostro de Tuf no se movió ni un milímetro.

—Me temo que en tal caso se me ha puesto en comunicación con la persona equivocada. Yo deseaba hablar con la Maestre de Puerto de S'uthlam.

Tolly tomó otro sorbo de cerveza. —Yo soy la condenada Maestre de Puerto —le replicó secamente—. Tuf, ya basta de tonterías. Está usted sentado ahí, dentro de una nave que se parece muy sospechosamente a una nave de guerra y que, casualmente, es treinta veces más grande que nuestro mayor acorazado de la flotilla defensiva planetaria, y está poniendo extremadamente nervioso a un montón muy grande de gente. La mitad de los gusanos de tierra de los grandes hoteles creen que se trata de una nave alienígena venida para robarnos el aire y comerse a nuestros niños, y la otra mitad está segura de que se trata sólo de un efecto especial amablemente previsto por nosotros para su diversión. En estos mismos instantes centenares de ellos están alquilando trajes y trineos de vacío y dentro de un par de horas estarán reptando por encima de su casco. Y mi gente tampoco tiene ni la menor idea de qué hacer. Por lo tanto, Tuf, vayamos al condenado meollo del asunto. ¿Qué quiere?

—Me siento decepcionado —dijo Tuf—. He llegado hasta aquí a costa de grandes dificultades para consultar con los cibertecs e hiladores de Puerto S'uthlam, cuyas capacidades son famosas muy lejos de aquí y cuya reputación por su conducta ética y honesta no es superada en ningún otro lugar. No pensaba encontrarme con esta inesperada agresividad y con tales sospechas infundadas. No pido nada más que ciertas alteraciones y algunos arreglos. Tolly Mune le escuchaba sólo a medias. Estaba contemplando los pies de la proyección holográfica, junto a los cuales acababa de aparecer una criatura pequeña y cubierta de pelo blanco y negro.

—Tuf —dijo, sintiendo la garganta algo reseca—, discúlpeme, pero hay alguna condenada especie de alimaña, frotándose contra su pierna. —Dio otro sorbo a su cerveza. Haviland Tuf se agachó y cogió al animal.

BOOK: Los viajes de Tuf
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