H
acía una mañana de viernes esplendorosa y soleada. Erica se volvió en la cama y le pasó a Patrik el brazo por encima. Había llegado tarde a casa la noche anterior. Ella ya se había ido a dormir y no tuvo fuerzas más que para murmurar un «hola» con voz somnolienta, antes de dormirse otra vez. Pero ahora estaba despierta y se dio cuenta de cómo lo echaba de menos a él, a su cuerpo y a esa intimidad que tanto había escaseado entre ellos los últimos meses, y que ella se preguntaba a veces cuándo recuperarían. Porque aquellos años estaban pasando tan deprisa… Todo el mundo le había dicho que los años en que los niños eran pequeños se hacían duros, que afectaban a la relación de pareja y que no había tiempo para dedicar al otro. Ahora que se encontraba inmersa en esa situación, veía que tenían razón, pero solo a medias. Era verdad que lo pasó muy mal cuando Maja era un bebé, pero su relación con Patrik no se había resentido desde que nacieron los gemelos. Después del accidente estaban más unidos que nunca y sabían que nada podría separarlos. Pero ella echaba de menos la vida íntima, para la que no tenían tiempo entre cambios de pañales, dar biberones y los viajes a la guardería.
Patrik estaba tumbado de espaldas y Erica se acurrucó pegada a él. Era una de las primeras mañanas que se despertaba por sí misma y no al oír el llanto de un niño. Se apretó más todavía y le deslizó la mano hacia abajo, por dentro de los calzoncillos. Lo acarició muy despacio y notó enseguida la reacción. Él seguía sin moverse, pero Erica oyó cómo le cambiaba el ritmo de la respiración y comprendió que también estaba despierto. Empezó a respirar más profundamente. Erica sintió el placer del calor que le recorría el cuerpo. Se miraron a los ojos y sintieron un cosquilleo en el estómago. Patrik empezó a besarle el cuello muy despacio y ella dejó escapar un gemido y echó la cabeza hacia atrás para que él llegara a ese punto hipersensible, detrás de la oreja.
Las manos se movían por sus cuerpos y Patrik se quitó los calzoncillos. Ella hizo lo propio con la camiseta y las bragas, y soltó una risita.
—Vaya, casi he perdido la costumbre —murmuró Patrik sin dejar de besarle el cuello de tal modo que Erica se retorcía de placer.
—Mmm, yo creo que tenemos que practicar un poco más. — Le iba acariciando la espalda con las yemas de los dedos. Patrik se puso de espaldas y estaba a punto de tumbarse encima de ella cuando, de la habitación de enfrente, llegó un ruido muy familiar.
—¡Buáaaaaa! —A aquella voz chillona siguió de inmediato otra más, y al cabo de un instante, oyeron los pasos de unos piececillos. Maja apareció en la puerta, con el dedo en la boca y su muñeca favorita debajo del brazo.
—Los gemelos están llorando —dijo arrugando la frente—. Arriba, mamá, arriba, papá.
—Sí, sí, ya vamos, Maja, cariño. —Con un suspiro que parecía surgido de lo más hondo de su ser, Patrik se levantó de un salto, se puso unos vaqueros y una camiseta y fue al dormitorio de los gemelos, tras dirigir una mirada de disculpa a Erica.
Los placeres amatorios habían terminado por hoy, así que ella también se puso el chándal que había al lado de la cama y bajó con Maja a la cocina para empezar a preparar el desayuno y los biberones para los gemelos. Aunque aún notaba el calor, del cosquilleo no quedaba ni rastro.
Pero cuando miró hacia el piso de arriba y vio bajar a Patrik con un bebé despierto en cada brazo, volvió a sentirlo. Joder, cómo quería a su marido.
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o averiguamos nada de enjundia —dijo Patrik una vez que todos se hubieron acomodado.
—O sea, ¿nada más sobre la agresión? —Martin parecía abatido.
—No, no hubo testigos del delito, según la Policía. La única información por la que podían guiarse era la proporcionada por el propio Mats Sverin: los agresores eran los integrantes de una pandilla de jóvenes desconocidos.
—¿Por qué tengo la sensación de que hay un «pero»? —dijo Martin.
—Estuvimos hablando de eso a la vuelta —dijo Paula—. Los dos tenemos la sensación de que hay algo más en esta historia, y querríamos seguir indagando.
—¿Estáis seguros de que no es una pérdida de tiempo? —preguntó Mellberg.
—Bueno, como es natural, no puedo garantizar nada, pero creemos que vale la pena investigar más —dijo Patrik.
—¿Y en el trabajo de Sverin? —intervino Gösta.
—Más de lo mismo. Nada interesante. Pero no queremos dejarlo así. Hablamos con la presidente de la asociación, y se impresionó mucho al oír la noticia de la muerte de Mats, pero no la vi…, ¿cómo deciros?
—No parecía del todo sorprendida —remató Paula.
—Una vez más, solo una sensación —dijo Mellberg con un suspiro—. Pensad que la comisaría tiene unos recursos limitados, no podemos andar de acá para allá ni hacer lo que se nos ocurra. Personalmente considero que andar metiendo las narices en la vida que la víctima llevó en Gotemburgo es una pérdida de tiempo. Mi dilatada experiencia me ha enseñado que la respuesta suele encontrarse mucho más cerca. Por ejemplo, ¿les hemos apretado bien las tuercas a los padres? Ya sabéis que, según las estadísticas, la mayoría de los asesinatos los comete un familiar o una persona cercana a la víctima.
—Ya, bueno, a mí Gunnar y Signe Sverin no me parecen candidatos interesantes para este caso. —Patrik tuvo que contenerse para no hacer un gesto de desesperación.
—Pues yo creo de todos modos que no podemos descartarlo tan a la ligera. Nunca se sabe qué secretos puede esconder una familia.
—Puede que en eso tengas razón, pero en este caso, no estoy de acuerdo. —Patrik estaba apoyado en la encimera de la cocina. Se cruzó de brazos y se apresuró a cambiar de tema—. Martin y Annika, ¿vosotros habéis encontrado algo?
Martin miró a Annika, pero como ella no dijo nada, tomó la palabra.
—No, todo parece encajar. Mats Sverin no ha dejado nada llamativo en los archivos. Nunca estuvo casado, no tiene hijos registrados. Después de mudarse de Fjällbacka estuvo censado en tres direcciones de Gotemburgo, la última, la de Erik Dahlbergsgatan. Seguía conservando ese alquiler y había realquilado el apartamento. Tenía dos préstamos, el de estudios y el del coche, no estaba en ninguna lista de morosos. Era propietario de un Toyota Corolla desde hacía menos de cuatro años. —Martin hizo una pausa para consultar las notas—. Su vida laboral coincide con los datos que tenemos. No pesaba sobre él ninguna condena. En fin, eso es lo que hemos averiguado. Si nos fiamos de los archivos oficiales, Sverin llevó una vida de lo más normal, sin incidencias de ningún tipo.
Annika asintió en silencio. Confiaban en que tendrían algo más que contarles, pero aquello era lo único que habían averiguado.
—De acuerdo, pues una cosa menos —dijo Patrik—. De todos modos, seguimos teniendo pendiente una inspección del apartamento de Sverin. Quién sabe lo que podemos encontrar allí.
Gösta carraspeó incómodo y Patrik lo miró extrañado.
—¿Sí?
—Verás… —comenzó Gösta.
Patrik frunció el entrecejo. Cuando Gösta carraspeaba así, era mala señal.
—¿Querías decir algo? —No estaba seguro de querer oír lo que a Gösta tanto parecía costarle soltar. Por si fuera poco, al ver que le lanzaba a Mellberg una mirada suplicante, se le hizo un nudo en el estómago. Gösta y Bertil no eran una buena combinación, en ningún terreno.
—Pues verás… resulta que Torbjörn llamó ayer mientras tú estabas en Gotemburgo. —Guardó silencio y tragó saliva.
—¿Sí…? —dijo Patrik otra vez. Se esforzaba al máximo por contenerse para no zarandearlo y sacarle la información.
—Torbjörn nos dejó entrar ayer. Y como sabemos que no te gusta perder el tiempo, Bertil y yo pensamos que más valía que fuéramos enseguida para echar un vistazo.
—¿Que hicisteis qué? —Patrik se agarró al borde de la encimera y se obligó a respirar pausadamente. Tenía demasiado presente la presión de la angina de pecho y sabía que no podía alterarse bajo ninguna circunstancia.
—No hay razón alguna para tomárselo así —dijo Mellberg. Por si lo has olvidado, aquí el jefe soy yo. O sea, que soy tu superior, y fui yo quien tomó la decisión de entrar en el apartamento.
Patrik comprendió que tenía razón, pero eso no mejoraba las cosas. Y aunque, desde un punto de vista formal, Mellberg era el responsable de la comisaría, Patrik llevaba siendo el jefe en la práctica desde que ocupó el puesto después de que lo trasladaran de Gotemburgo.
—¿Encontrasteis algo? —preguntó al cabo de unos segundos.
—No mucho —confesó Mellberg.
—Parece más un domicilio provisional que un hogar —intervino Gösta—. Apenas había objetos personales. Ninguno, quisiera decir.
—Qué extraño —reconoció Patrik.
—Falta el ordenador —dijo Mellberg con indiferencia, rascando a
Ernst
detrás de la oreja.
—¿El ordenador?
Patrik notó cómo le crecía por dentro la indignación. ¿Cómo no había pensado en eso antes? Naturalmente, Mats Sverin tendría un ordenador, y esa debería haber sido una de las primeras preguntas que hiciera a los técnicos. Maldijo para sus adentros.
—¿Cómo sabéis que no está? —continuó—. Puede que lo tenga en el trabajo. Puede que no tuviera ordenador en casa.
—Parece que solo tenía uno —dijo Gösta—. Enchufado en la cocina encontramos el cable de un portátil. Y Erling ha confirmado que Sverin tenía un portátil para el trabajo, y que solía llevárselo a casa.
—O sea, que has vuelto a hablar con Erling, ¿no?
Gösta asintió.
—Fui a verlo ayer, después de la visita al apartamento. Se preocupó un poco al saber que puede que el ordenador se haya extraviado.
—Me pregunto si se lo llevó el asesino. Y, de ser así, por qué lo haría —dijo Martin—. Por cierto, ¿no deberíamos haber encontrado también su móvil? ¿O es que también se ha perdido?
Patrik soltó otra vez un taco silencioso. Otro detalle que se le había escapado.
—Puede que haya algún dato en el ordenador que constituya el móvil del asesinato, que señale al asesino —dijo Mellberg. En fin, que si damos con el ordenador, el caso está cerrado.
—Bueno, no nos precipitemos en las conclusiones —advirtió Patrik—. No tenemos ni idea de dónde puede estar el ordenador ni de quién se lo ha llevado. Tenemos que encontrarlo como sea. Y el móvil también. Pero hasta entonces no sacaremos más conclusiones.
—Si lo encontramos —dijo Gösta. Pero luego se le iluminó la cara—. Erling aseguró que Sverin estaba un tanto preocupado por unos números. Iba a verse con Anders Berkelin, jefe económico de Badis. Puede que él se quedase con el ordenador. Los dos trabajaban juntos en el proyecto, así que no es imposible que se lo dejase allí, ¿no?
—Gösta, Paula y tú vais allí ahora mismo a hablar con él. Martin y yo iremos al apartamento, quiero echarle un vistazo personalmente. Por cierto, ¿no nos llegaba hoy el informe de Torbjörn?
—Sí, eso dijo —respondió Annika.
—Muy bien. Y Bertil, tú controlas el asunto en la comisaría, ¿verdad?
—Naturalmente —aseguró Mellberg—. Pues solo faltaba. Ah, no se os habrá olvidado lo de mañana, ¿no?
—¿Lo de mañana? —Todos lo miraron extrañados.
—Sí, la invitación VIP al Badis. Nos esperan a las diez y media.
—¿Tú crees de verdad que estamos en situación de dedicarnos a eso? —preguntó Patrik—. Di por hecho que se aplazaba, dado que en estos momentos tenemos cosas más importantes que hacer.
—El bien de la comarca y del municipio tienen siempre la máxima prioridad. —Mellberg se levantó—. Somos un modelo importante en este pueblo, y nuestra implicación en los proyectos locales no puede subestimarse. De modo que mañana nos vemos en Badis a las diez y media.
Respondieron con un murmullo de resignación. Sabían que no merecía la pena irle a Mellberg con argumentos. Y una pausa de un par de horas, con masaje y otras delicias beneficiosas para el cuerpo y para el alma, podría obrar milagros y reactivar la energía en el trabajo.
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ierda de escaleras. —Gösta se detuvo a mitad de camino.
—Podríamos haber subido por el otro lado y haber dejado el coche aparcado delante de Badis —dijo Paula, y se paró a esperarlo.
—Ya, y me lo dices ahora. —Respiró hondo antes de proseguir. Las rondas de golf que llevaba en lo que iba de año no habían bastado para mejorar su condición física. Muy a su pesar, tenía que reconocer que la edad también estaba haciendo lo suyo.
—Patrik no estaba del todo satisfecho con que fuerais al apartamento. —En el coche, habían evitado el tema, pero Paula no podía aguantarse más.
Gösta resopló.
—Si no recuerdo mal, el jefe de la comisaría no es Hedström.
Paula no dijo nada, y después de unos minutos de silencio, Gösta lanzó un suspiro.
—Vale, puede que no fuera tan buena idea ir sin haber hablado con Patrik siquiera. A veces a los viejos lobos nos cuesta aceptar que nos reemplacen las nuevas generaciones. Tenemos de nuestro lado la experiencia y los años, pero es como si no valieran un pimiento.
—Bueno, a mí me parece que te estás subestimando. Patrik habla muy bien de ti. De Mellberg, en cambio…
—¿Ah, sí? —Gösta parecía sorprendido, y Paula esperaba que no descubriera lo que no era sino una mentira piadosa. No podía decirse que Gösta contribuyese demasiado a la realización del trabajo, ni que Patrik lo hubiese elogiado ni mucho menos. Pero el hombre no era mala persona, y su intención era buena. No hacía ningún mal infundirle un poco de aliento.
—Sí, bueno, es que Mellberg es un caso aparte. —Gösta se paró otra vez cuando llegaron al último de los muchos peldaños de la escalera—. Y ahora vamos a ver qué clase de gente es esta. He oído hablar mucho del proyecto, y para colaborar con Erling hay que ser de una pasta especial. —Meneó la cabeza y se volvió, con Badis a su espalda, para contemplar el mar. Hacía otro hermoso día de principios de verano y el mar se extendía en calma ante Fjällbacka. El verde frondoso de los arbustos se divisaba aquí y allá, pero dominaba el panorama el gris de las rocas.
—Esto es de lo más bonito, no se puede decir otra cosa — aseguró al fin, con un tono insólito y filosófico.
—Sí, es muy bonito. Desde luego, Badis tiene una situación envidiable. Me extraña que estuviera abandonado tanto tiempo.
—Cuestión de dinero, naturalmente. Debe de haber costado millones ponerlo a punto. Estaba prácticamente en ruinas. Y no cabe quejarse del resultado, pero la cuestión es qué parte de la factura nos pasarán en los impuestos.