—¿Quién seduce a quién? Si ambos buscamos lo mismo, no se necesitan tantos rodeos.
Melancthe buscó a tientas una respuesta. Shimrod la abrazó de nuevo para volver a besarla, pero ella se zafó y dijo:
—Antes debes servirme.
—¿Cómo?
—Es bastante simple. En el bosque cercano una puerta da al trasmundo de Irerly. Uno de nosotros ha de atravesar la puerta y traer trece gemas de diversos colores, mientras el otro custodia el acceso.
—Parece peligroso. Al menos para quien nunca haya entrado en Irerly.
—Por eso acudí a ti. —Melancthe se puso de pie—. Ven, te lo enseñaré.
—¿Ahora?
—¿Por qué no? La puerta está en el bosque.
—De acuerdo, guíame.
Melancthe, titubeando, miró a Shimrod de reojo. Él actuaba sin remilgos. Ella había esperado súplicas, protestas, declaraciones e intentos de obligarla a compromisos que hasta ahora creía haber evadido.
—Ven.
Lo llevó lejos del prado por una borrosa senda hasta llegar al bosque. La senda iba de aquí para allá entre sombras moteadas de luz, troncos cubiertos de hongo arcaico, junto a matas de celidonias, anémonas, napelos y campanillas. Los sonidos se apagaron a sus espaldas y quedaron solos.
Llegaron a un pequeño claro a la sombra de altos abedules, alisos y robles. Una negra estribación de roca sobresalía entre las matas de amarilis blanco, para transformarse en un peñasco bajo con una sola cara abrupta. En esta ladera de roca negra habían puesto una puerta con listones de hierro.
Shimrod miró a su alrededor. Escuchó. Escudriñó el cielo y los árboles. No se veía ni se oía nada.
Melancthe fue hasta la puerta. Tiró de una pesada tranca de hierro, la entreabrió y apareció una pared de roca.
Shimrod la observó desde lejos, con cortés aunque distante interés.
Melancthe lo miró por el rabillo del ojo. El desinterés de Shimrod era llamativo. Ella extrajo del manto un curioso objeto hexagonal con el cual tocó el centro de la piedra, a la cual se adhirió. Al cabo de un instante la piedra se disolvió convirtiéndose en una bruma luminosa. Ella retrocedió y se volvió hacia Shimrod.
—Ésta es la grieta que conduce a Irerly.
—Una bonita grieta. Hay preguntas que debo hacer para custodiar con eficacia. Primero, ¿por cuánto tiempo te irás? No quisiera estar tiritando aquí toda la noche.
Melancthe se acercó a Shimrod y le puso las manos en los hombros. El dulce olor de las violetas invadió el aire.
—Shimrod, ¿me amas?
—Estoy fascinado y obsesionado. —Shimrod le ciñó la cintura con los brazos y la atrajo hacia sí—. Hoy es demasiado tarde para ir a Irerly. Ven, regresaremos a la posada. Esta noche compartirás mi cuarto, y muchas otras cosas.
Melancthe dijo suavemente:
—¿De veras deseas saber cuánto podría amarte?
—Eso es precisamente lo que tengo en mente. ¡Ven! Irerly puede esperar.
—Shimrod, haz esto por mí. Entra en Irerly y tráeme trece joyas consteladas, cada cual de distinto color, y yo vigilaré la entrada.
—¿Y luego?
—Ya lo verás.
Shimrod intentó acostarla en la hierba.
—Ahora.
—¡No, Shimrod! ¡Después!
Los dos se miraron de hito en hito. Shimrod no se atrevió a presionarla más: ya le había arrancado una promesa.
Cerró los dedos sobre un amuleto y dijo entre dientes las sílabas de un hechizo que tenía en la mente, y el tiempo se separó en siete ramales. Uno de los siete se alargó y se dobló en ángulos rectos para crear un hiato temporal; Shimrod avanzó a lo largo de este ramal mientras Melancthe, el claro del bosque y todo lo de alrededor permanecía estático.
Murgen vivía en Swer Smod, una residencia de piedra con cincuenta cuartos reverberantes, en lo alto del Teach tac Teach.
Shimrod voló a toda velocidad de sus botas emplumadas, brincó y saltó a lo largo del Camino Este-Oeste desde Rincón de Twitten hasta Sotovalle Oswy, luego por un camino lateral hasta Swer Smod. Los temibles centinelas de Murgen lo dejaron pasar.
La puerta principal se abrió ame Shimrod. Entró y encontró a Murgen esperándolo ante una gran mesa con un mantel de lino y cubiertos de plata.
—Siéntate —dijo Murgen—. Tendrás hambre y sed.
—Ambas cosas.
Los sirvientes trajeron fuentes y bandejas; Shimrod sació su apetito mientras Murgen probaba diversos bocados y escuchaba en silencio mientras Shimrod le contaba sus sueños, el encuentro con Melancthe y el episodio de la puerta hacia Irerly.
—Siento que ella vino a mí bajo presión, de lo contrario su conducta es inexplicable. En un momento me demuestra una cordialidad casi infantil, al siguiente se vuelve totalmente cínica en sus cálculos. Supuestamente quiere trece gemas de Irerly, pero sospecho que hay otros motivos. Está tan segura de mi apasionamiento que apenas se molesta en disimular.
—Huelo la presencia de Tamurello —dijo Murgen—. Si te derrota, me debilitará. Como usa a Melancthe, su participación no se puede demostrar. Él jugó con la bruja Desmëi, luego se cansó de ella. Por venganza ella elaboró dos criaturas de belleza ideal: Melancthe y Faude Carfilhiot. Se proponía enloquecer a Tamurello con Melancthe, altiva e inalcanzable. ¡Pobre Desmëi! Tamurello prefirió a Faude Carfilhiot, que dista de ser altivo. Juntos exploran todas las costas de la conjunción antinatural.
—¿Cómo controlaría Tamurello a Melancthe?
—Lo ignoro, siempre que él esté involucrado.
—Pues bien, ¿qué debo hacer?
—Tuya es la pasión. Debes satisfacerla como elijas.
—¿Y qué haré con Irerly?
—Si vas allí como estás ahora, nunca regresarás. Ésa es mi sospecha.
—Me cuesta asociar tanta deslealtad con tanta belleza —dijo Shimrod con tristeza—. Ella juega un juego peligroso, apostando su ser viviente.
—También tú, apostando tu ser muerto.
Shimrod, intimidado por ese pensamiento, se reclinó en la silla.
—Lo peor de todo es que ella se propone ganar. Y aun así… —Murgen esperó.
—¿Y aun así, qué?
—Sólo eso.
—Entiendo. —Murgen sirvió vino en ambas copas—. Ella no debe ganar. Entre otras razones, para no complacer a Tamurello. Ahora, y quizá para siempre, estoy preocupado por el Destino. Vi el portento en forma de una alta ola verde mar. Debo encarar el problema y quizá tu dispongas de mi poder aun antes de estar preparado para ello. Prepárate, Shimrod. Pero antes púrgate de la pasión, y hay un solo medio para este fin.
Shimrod regresó a Rincón de Twitten con los pies emplumados. Se dirigió al claro donde había abandonado a Melancthe, quien permanecía tal y como la había dejado. Investigó el claro; nadie acechaba en las sombras. Miró el portal: estrías verdes y arremolinadas desdibujaban el pasaje hacia Irerly. Sacó un ovillo de hilo de su morral. Tras atar el cabo suelto a una fisura del hierro de la puerta, arrojó el ovillo dentro de la abertura. Recogió los sietes ramales de tiempo y reingresó en el ámbito común. Las palabras de Melancthe aún se suspendían en el aire.
—Y luego ya lo verás.
—Debes prometérmelo —Melancthe suspiró.
—Cuando regreses, tendrás todo mi amor —Shimrod reflexionó.
—Y seremos amantes, en cuerpo y espíritu. ¿Lo prometes? —Melancthe torció la cara y cerró los ojos.
—Sí. Te alabaré, te acariciaré y podrás disponer de mi cuerpo. ¿Te parece bien?
—Lo acepto a falta de algo mejor. Dime algo sobre Irerly y lo que debo buscar.
—Te encontrarás en una interesante comarca de montañas vivientes. Braman y aúllan, pero en general no son más que alardes. Me han dicho que normalmente son benignas.
—¿Y si encuentro alguna de otra clase? —Melancthe lució su sonrisa reflexiva.
—Entonces evitaremos los sobresaltos y perplejidades a tu regreso —Shimrod pensó que esa observación estaba de más.
—Las percepciones se producen por métodos inusitados —continuó Melancthe con voz distraída. Dio a Shimrod tres discos pequeños y transparentes—. Estos apresurarán tu búsqueda. De hecho, sin ellos te volverás loco al instante. En cuanto cruces el portal, póntelos en las mejillas y la frente; son escamas de sandestin y adaptarán tus sentidos a Irerly. ¿Qué es esa mochila que llevas? No la había visto antes.
—Efectos personales. No te preocupes. Hablame de las gemas.
—Son de trece colores no conocidos aquí. Ignoro cuál es su función, tanto aquí como allá, pero debes encontrarlas y traerlas.
—Perfecto —dijo Shimrod—. Ahora bésame, para demostrar buena voluntad.
—Shimrod, eres demasiado frívolo.
—¿Y confiado?
Melancthe pareció titilar, o moverse bruscamente. Ahora sonreía.
—¿Confiado? En absoluto. Ahora bien, para entrar en Irerly, necesitarás esta vaina. Es para protegerte de las emanaciones. Toma también esto. —Le dio un par de escorpiones de hierro que se arrastraban en el extremo de unas cadenas de oro—. Se llaman Acá y Acullá. Uno te llevará allí, el otro te traerá aquí. No necesitas nada más.
—¿Esperas aquí?
—Sí, querido Shimrod. Ahora ve.
Shimrod se envolvió en la vaina, se puso las escamas de sandestin en la frente y las mejillas, y cogió los amuletos de hierro.
—¡Acullá! ¡Llévame a Irerly! —Entró en el pasaje, asió el ovillo de hilo y avanzó. Lo envolvieron fluctuaciones verdes y palpitantes. Un viento verde lo arrastró, una fuerza malva y azul lo impulsó en otras direcciones. El cordel se deslizaba entre los dedos. El escorpión de hierro conocido como Acullá dio un gran salto y llevó a Shimrod hacia Irerly, pasando por una luminosidad fugaz.
En Irerly las condiciones eran menos favorables de lo que Shimrod había esperado. La vaina de material de sandestin carecía de consistencia y permitía que el sonido y otras dos sensaciones irerlesas, el toice y el gliry, le castigaran las carnes. Los insectos de hierro, Acá y Acullá, de inmediato se transformaron en montículos de ceniza. La estofa de Irerly era perversamente maligna o tal vez —pensó Shimrod— las criaturas no habían sido sandestins. Además, los discos que debían adaptarle la percepción no estaban bien sintonizados, y Shimrod experimentó sorprendentes dislocaciones: un sonido que le llegó como un chorro de líquido maloliente; otros aromas eran conos rojos y triángulos amarillos que desaparecieron cuando ajustó los discos. La visión se expresaba como líneas tensas que cruzaban el espacio, goteando fuego.
Tanteó los discos, probando diversas orientaciones, temblando ante increíbles dolores y sonidos que se le arrastraban por la piel con patas de araña, hasta que por accidente las percepciones establecieron contacto con las regiones adecuadas de su cerebro. Las sensaciones desagradables se redujeron, al menos de momento, y Shimrod, agradecido, examinó Irerly.
Captó un paisaje de gran extensión salpicado de aisladas montañas de un gris amarillento que culminaban en ridículas caras semihumanas. Todas las caras miraban hacia arriba con expresión reprobatoria. Algunas hacían muecas y gestos cataclísmicos, otras emitían atronadores eructos de desdén. Las más destempladas sacaban un par de lenguas de color hígado de las que chorreaban gotas de magma que al caer tintineaban como campanillas. Un par de ellas escupieron chorros de sonido verde y siseante; Shimrod los eludió y golpearon otras montañas, causando nuevas perturbaciones.
Shimrod, siguiendo las instrucciones de Murgen, gritó con voz amistosa:
—¡Caballeros, caballeros! Calma. A fin de cuentas, soy un huésped en vuestros notables dominios, y merezco vuestra consideración.
Una gran montaña que estaba a gran distancia rugió en un crescendo:
—¡Hubo otros que se decían huéspedes, pero resultaron ser ladrones y depredadores! Vinieron a quitarnos nuestros huevos de trueno; ahora no confiamos en nadie. Requiero a las montañas Mank y Elfard que se concatenen sobre tu sustancia.
De nuevo Shimrod reclamó atención.
—No soy lo que creéis. Los grandes magos de las Islas Elder admiten los daños que habéis sufrido. Se maravillan ante vuestra estoica paciencia. De hecho, me han enviado aquí para elogiar esas virtudes y vuestra excelencia en general. Jamás observé magma arrojado con tal precisión. Jamás he visto gestos tan grotescos.
—Eso es fácil de decir —gruñó la montaña que había hablado antes.
—Más aún —declaró Shimrod—, mis colegas y yo compartimos vuestro odio por los ladrones y depredadores. Hemos matado a vanos y ahora deseamos devolver el botín. Caballeros, tengo aquí tantos huevos de trueno como fue posible recobrar en tan corto tiempo. —Abrió la mochila y dejó caer varios guijarros. Las montañas manifestaron recelo y desconcierto, y varias escupieron chorros de magma.
Un pergamino surgió de la mochila de Shimrod. El lo cazó al vuelo y leyó:
Yo, Murgen, escribo estas palabras. Ahora sabes que la belleza y la fe no son cualidades intercambiables. Después de que engañaste a la bruja Melancthe con un hiato, ella realizó un truco similar y te quitó tus huevos de trueno para que las montañas te golpearan con sus chorros de magma. Sospeché dicho truco y me mantuve alerta para obrar un tercer hiato, durante el cual repuse en tu morral los huevos de trueno y todo lo demás que ella te había robado. Continúa como antes, pero ten cuidado.
Shimrod gritó a las montañas:
—¡Y ahora, los huevos de trueno!
Buscó a tientas en el morral y extrajo una bolsa. Con un ademán elegante desparramó el contenido en una protuberancia cercana. Las montañas se aplacaron. Una de las más notables, a ochenta kilómetros de distancia, proyectó un mensaje:
—¡Bien hecho! Acepta nuestra cordial bienvenida. ¿Te propones permanecer aquí mucho tiempo?
—Tareas urgentes requieren mi retorno casi inmediato. Sólo quería devolveros vuestra propiedad y observar vuestros espléndidos logros.
—Permíteme explicarte algunos aspectos de nuestra querida comarca. Ante todo debes comprender que nos suscribimos a tres religiones que compiten entre sí: la Doctrina de la Cintura Arcoide, el Macrolito Amortajado, que personalmente considero una falacia, y la noble Alarma Desamparadora. Estas difieren en detalles significativos. —La montaña se explayó en sus explicaciones, proponiendo analogías y ejemplos y a veces poniendo gentilmente a prueba la comprensión de Shimrod.
—¡Apasionante! —dijo al fin Shimrod—. Mis ideas han sufrido profundas alteraciones.
—Es una pena que debas irte. ¿Vas a regresar con más huevos de trueno?