Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (22 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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»Lo primero, pues, es tomar Ulflandia del Sur con la máxima facilidad, lo cual supone tu colaboración.

El rey de Casmir hizo una pausa. Carfilhiot, mirando pensativamente el fuego, calló unos instantes. El silencio se volvió incómodo.

—Cuentas, como sabes, con mi aprobación personal —dijo al fin Carfilhiot—, pero yo no soy del todo libre, y debo conducirme con prudencia.

—¿De veras? Supongo que no te refieres a tu nominal fidelidad al rey Oriante.

—No, por supuesto.

—¿Quiénes son, si no soy indiscreto, los enemigos a quien tan elocuentemente intentas disuadir?

Carfilhiot hizo un ademán.

—Convengo en que el hedor es espantoso. Son bandidos de los pantanos: pequeños barones, señores de poca monta, poco más que salteadores, de modo que un hombre honesto arriesga el pellejo si atraviesa los páramos para un día de caza. Ulflandia del Sur carece de ley, excepto por el Valle Evander. El pobre Oriante no puede dominar a su esposa, mucho menos un reino. Cada jefe de clan se cree un aristócrata y construye una fortaleza en la montaña, desde la cual ataca a sus vecinos. He intentado imponer orden: una tarea ingrata. Se me considera un déspota y un ogro. La rudeza, sin embargo, es el único lenguaje que entienden esos patanes.

—¿Son esos los enemigos que causan tu prudencia?

—No —Carfilhiot se puso de pie y se plantó de espaldas al fuego. Miró a Casmir con desapasionamiento—. Con toda franqueza, he aquí la situación. Soy estudiante de magia. Fui alumno del gran Tamurello, y le estoy obligado, así que debo consultar con él ante cuestiones políticas. Así son las cosas.

—¿Cuándo sabré tu respuesta? —preguntó Casmir, mirándolo a los ojos.

—¿Por qué esperar? —dijo Carfilhiot—. Arreglemos el asunto ahora. Ven.

Los dos subieron al cuarto de trabajo de Carfilhiot. Casmir ahora callaba, lleno de interés y curiosidad.

El equipo de Carfilhiot era casi embarazosamente exiguo; aun las chucherías de Casmir eran impresionantes en comparación. Quizá, pensó Casmir, Carfilhiot tuviera la mayor parte de su equipo guardado en gabinetes.

Un gran mapa de Hybras, tallado en diversas maderas, dominaba todo lo demás, tanto por tamaño como por importancia. En un panel detrás del mapa habían tallado una cara, al parecer el semblante de Tamurello, en contornos toscos y exagerados. El artesano no había hecho ningún esfuerzo por halagar a Tamurello. La frente sobresalía sobre ojos saltones; las mejillas y los labios estaban pintados de un rojo desagradable. Carfilhiot no dio explicaciones. Tiró del lóbulo de la oreja de la imagen.

—¡Tamurello! ¡Oye la voz de Faude Carfilhiot! —Le tocó la boca—. ¡Tamurello, habla!

—Oigo y hablo —dijo la voz con un crujido de madera. Carfilhiot le tocó los ojos.

—¡Tamurello! Mírame a mí y al rey Casmir de Lyonesse. Estamos pensando en usar sus ejércitos en Ulflandia del Sur, para combatir el desorden y extender el sabio dominio del rey Casmir. Comprendemos tu desinterés en este asunto pero aun así pedimos tu consejo.

—Mi consejo es que no vayan tropas extranjeras a Ulflandia del Sur —dijo la imagen—, y menos los ejércitos de Lyonesse. Rey Casmir, tus ambiciones son dignas, pero desestabilizarían toda Hybras, Dahaut incluida, provocándome inconvenientes. Mi consejo es que regreses a Lyonesse y hagas las paces con Troicinet. Carfilhiot, mi consejo es que uses definitivamente el poder de Tintzin Fyral para impedir incursiones en Ulflandia del Sur.

—Gracias —dijo Carfilhiot—. Nos guiaremos por lo que has dicho.

Casmir no dijo una palabra. Juntos descendieron al salón, donde, durante una hora, hablaron cortésmente de temas menores. Casmir declaró que estaba preparado para acostarse, y Carfilhiot le deseó una buena noche de reposo.

Por la mañana el rey Casmir se levantó temprano, agradeció a Carfilhiot su hospitalidad y se marchó.

Al mediodía el grupo se acercó a Kaul Bocach. El rey Casmir y ocho caballeros pasaron junto a la fortaleza tras pagar un peaje de ocho florines de plata. Se detuvieron a poca distancia. El resto de la partida se acercó a la fortaleza. El capitán se adelantó.

—¿Por qué no pasasteis todos juntos? Ahora tendréis que pagar otros ocho florines.

Welty desmontó sin prisa. Aferró al capitán y le acercó un cuchillo a la garganta.

—¿Qué prefieres ser: un ulflandés degollado o un soldado vivo al servicio del rey Casmir de Lyonesse?

El casco de acero del capitán cayó, y su coronilla calva y marrón se movió mientras se contorsionaba y luchaba.

—¡Esto es traición! —jadeó—. ¿Dónde está el honor?

—Mira: allá está el rey Casmir. ¿Lo acusas de deshonor tras haberlo despojado de sus reales dineros?

—Claro que no, pero… —Welty apretó el cuchillo.

—Ordena a tus hombres que salgan para una inspección. Serás cocinado a fuego lento si se derrama una sola gota de sangre que no sea la tuya.

El capitán hizo un último intento de resistencia.

—¿Esperas que te entregue nuestra inexpugnable Kaul Boachsm sin tan siquiera una protesta?

—Protesta todo lo que quieras. De hecho, te dejaré volver dentro. Luego estaréis bajo sitio. Treparemos al risco y arrojaremos piedras sobre las almenas.

—Tal vez es posible, pero muy difícil.

—Encenderemos leños y los arrojaremos al pasaje; arderán y humearán, y os cocinaréis cuando se propague el calor. ¿Desafías al poderío de Lyonesse?

El capitán inhaló profundamente.

—¡Claro que no! Como dije desde el principio, entro de buen grado al servicio del muy gracioso rey Casmir. ¡Eh, guardias! Salid para una inspección.

La guarnición salió malhumoradamente para pararse al sol con ceño fruncido y aspecto desaliñado, el pelo desmelenado bajo los yelmos de acero.

Casmir los inspeccionó con desprecio.

—Sería más fácil cortarles la cabeza.

—¡No temáis! —exclamó el capitán—. ¡Somos las tropas más sagaces en circunstancias comunes!

El rey Casmir se encogió de hombros y se alejó. Los peajes de la fortaleza se cargaron en una de las carretas; Welty y catorce caballeros se quedaron como guarnición temporal y el rey Casmir regresó sin alegría a la ciudad de Lyonesse.

En su cuarto de trabajo de Tintzin Fyral, Carfilhiot reclamó nuevamente la atención de Tamurello.

—Casmir se ha marchado. Nuestra relación es, a lo sumo, formalmente cortés.

—¡Lo mejor! Los reyes, como los niños, suelen ser oportunistas. La generosidad sólo los malcría. Confunden la afabilidad con la debilidad y se apresuran a explotarla.

—El temperamento de Casmir es aún menos agradable. Es empecinado. Sólo lo noté espontáneo aquí en mi cuarto de trabajo. Está interesado en la magia, y tiene ambiciones en ese sentido.

—Casmir es una futileza. Carece de paciencia, y en eso es muy parecido a ti.

—Tal vez sea cierto. Estoy ansioso de pasar a las primeras extensiones.

—La situación es la de antes. El campo de los análogos debe ser como una segunda naturaleza para ti. ¿Cuánto tiempo puedes fijar una imagen en tu mente, cambiarle los colores a voluntad, mientras mantienes lincamientos fijos?

—No soy capaz.

—Estas imágenes deberían ser duras como piedras. Al concebir un paisaje debes ser capaz de contar las hojas de un árbol, y luego contar de nuevo el mismo número.

—Es un ejercicio difícil. ¿Por qué no puedo simplemente trabajar con el dispositivo?

—¿Y dónde obtendrás ese dispositivo? A pesar de mi amor por ti, no puedo separarme de ninguno de mis operadores, que tanto me costó conseguir.

—Aun así, siempre se puede elaborar un aparato nuevo.

—¿De veras? Me agradaría aprender ese hermético y abstruso secreto.

—Pero aceptas que es posible.

—Pero difícil. Los sandestinos ya no son inocentes, abundantes ni complacientes. —Tamurello soltó una exclamación y cambió la voz—. Se me ocurre una idea. Es una idea tan bella que apenas me atrevo a pensarla.

—Cuéntame.

El silencio de Tamurello era el de un hombre sumido en cálculos complejos.

—Es una idea peligrosa —dijo al fin—. ¡No podría defender, ni siquiera sugerir, tal idea!

—Dímela.

—Con sólo decirla sería cómplice de su implantación.

—Debe de ser peligrosa de verdad.

—Lo es. Pasemos a temas más seguros. Podría hacer esta maligna observación: un modo de obtener un aparato mágico es, dicho crudamente, robárselo a otro mago, quien luego quedaría demasiado débil para vengarse del hurto, especialmente si no conoce al culpable.

—Te entiendo. ¿Y luego?

—Supón que alguien robara a un mago. ¿De quién se querría vengar? ¿De Murgen? ¿De mí? ¿De Baibalides? Nunca. Las consecuencias serían ciertas, rápidas y terribles. Uno buscaría un novicio aún inexperto en estas artes, y preferiblemente con un equipo amplio, de modo que el robo resulte productivo. Además, la víctima debería ser alguien a quien se considere un enemigo en el futuro. El momento para debilitar y aun destruir a esa persona es el actual. Desde luego, hablo en términos pura mente hipotéticos. Para dar un ejemplo, incluso hipotéticamente, ¿quién sería esa persona?

Tamurello no se atrevió a pronunciar el nombre.

—Aun las contingencias hipotéticas se deben explorar a varios niveles, y es preciso disponer de zonas enteras de duplicidad. Hablaremos luego de esto. De momento, ni una palabra a nadie.

13

Shimrod, vástago del mago Murgen, reveló tempranamente un impulso interior de extraordinaria fuerza, y con el tiempo escapó al control de Murgen y se independizó.

No eran muy parecidos, salvo en la destreza, los recursos y una desbocada imaginación que en Shimrod se evidenciaba como un humor extravagante y a veces una dolorosa sensibilidad.

Se parecían aún menos en el aspecto. Murgen se revelaba como un hombre fuerte y canoso de edad indefinida. Shimrod parecía un joven de expresión casi ingenua. Era enjuto, de piernas largas, pelo de color arena y ojos castaños. Tenía una mandíbula larga, las mejillas algo ahuecadas, la boca ancha y torcida como ante una reflexión perversa. Al cabo de ciertos vagabundeos, Shimrod se instaló en Trilda, una residencia en el prado de Lally, antes ocupada por Murgen, dentro del Bosque de Tantrevalles, y así se dedicó al serio estudio de la magia, utilizando los libros, las fórmulas, los aparatos y los operadores que Murgen le había dejado en custodia.

Trilda era un sitio apropiado para los estudios intensos. El aire olía a follaje fresco. El sol brillaba de día, y la luna y las estrellas de noche. La soledad era casi absoluta, pues la gente rara vez se aventuraba en esas honduras del bosque. El constructor de Trilda había sido Hilario, un mago menor de gustos extravagantes. Las habitaciones, que rara vez eran cuadradas, daban al prado de Lally mediante balcones cerrados de muchas formas y tamaños. El abrupto tejado, además de seis chimeneas, estaba dispuesto en un sinfín de vigas, remates y caballetes; y el fuste superior sostenía una veleta de hierro negro que también servía para ahuyentar fantasmas.

Murgen había construido un dique para crear un estanque con el arroyo; la fuerza hidráulica hacía girar una rueda dentro del taller, donde impulsaba a varias máquinas diferentes, entre ellas un torno y un fuelle para el fuego.

A veces se acercaban semihumanos a la frontera del bosque para observar a Shimrod cuando salía del prado, pero de lo contrario lo ignoraban por temor a su magia.

Las estaciones pasaron; el otoño devino invierno. Copos de nieve cayeron del cielo amortajando el prado en silencio. Shimrod avivó el fuego del hogar e inició un intenso estudio de las Abstracciones y fragmentos de Balberry, un vasto compendio de ejercicios, métodos, esquemas y dibujos escritos en lenguajes antiguos o incluso imaginarios. Usando una lente diseñada para el ojo de un sandestin, Shimrod leía estas inscripciones como si estuvieran en lenguaje ordinario.

Para alimentarse, Shimrod se valía de un mantel de la abundancia que, tendido sobre la mesa, producía una comida deliciosa. Para entretenerse aprendía el uso del laúd, una habilidad apreciada por las hadas de Tuddifot Shee
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, en el otro extremo del prado de Lally. Las hadas amaban la música, aunque sin duda por razones equivocadas. Construían violas, guitarras y flautas de buena calidad, pero en el mejor de los casos su música era una dulzura plañidera e indisciplinada, como el cascabeleo de campanillas distantes. En el peor de los casos producían un alud de estridencias discordantes, que no podían distinguirse de sus mejores notas. Aun así, eran muy vanas. Los músicos-hada, al descubrir que un paseante humano les había oído, le preguntaban si le había gustado la música, y ay del tonto que dijera la verdad, porque lo hacían bailar sin pausa una semana, un día, una hora, un minuto y un segundo. Sin embargo, si el oyente se declaraba cautivado, podía recibir una recompensa de los vanidosos semihumanos. A menudo, cuando Shimrod tocaba el laúd, encontraba criaturas feéricas, grandes y pequeñas
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sentadas en la cerca, envueltas en abrigos verdes con bufandas rojas y sombreros de pico. Si él reconocía su presencia, manifestaban su aprobación y pedían más música. En ciertas ocasiones, querían tocar el cuerno para acompañarlo. Shimrod se negaba cortésmente; si permitía tal dueto se encontraría tocando para siempre: de día, de noche, en el prado, en las copas de los árboles, entre espinos y setos, en los pantanos, en los palacios de las hadas
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. Shimrod sabía que el secreto consistía en no aceptar nunca los términos de las hadas, sino siempre cerrar trato según las propias estipulaciones, pues de lo contrario sería desfavorable.

Una de las que escuchaba tocar a Shimrod era una bella hada de melena castaña. Shimrod trató de atraerla a su casa ofreciéndole golosinas. Un día ella se acercó y se quedó mirándolo, la boca curvada y los ojos relucientes de picardía.

—¿Por qué deseas que entre en esta gran casa?

—¿Puedo ser franco? Me gustaría hacerte el amor.

—¡Ah! Pero esa es una dulzura que jamás deberías probar, pues podrías enloquecer y seguirme para siempre con vanos requiebros.

—¿Vanos, y para siempre? ¿Y te negarás cruelmente?

—Tal vez.

—¿Y si descubrieras que el cálido amor humano es más agradable que vuestros apareamientos de pájaro? ¿Entonces quién suplicaría y seguiría a quién para siempre, haciendo los vanos requiebros de un hada enferma de amor?

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