Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (27 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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Pasaron varias semanas. El hermano Umphred preparó mil planes, pero ninguno le ofrecía demasiadas ventajas, así que contuvo la lengua.

Suldrun comprendía las especulaciones del hermano Umphred. Su preocupación crecía a medida que se acercaba el día del alumbramiento. Tarde o temprano el hermano Umphred hablaría con el rey Casmir para revelar, con esa rara mezcla de humildad e impudor, el precioso secreto.

¿Qué haría entonces? Su imaginación no se atrevía a llegar tan lejos. Ocurriera lo que ocurriese, no sería de su agrado.

El tiempo se acortó. Presa del pánico, Suldrun subió camino arriba y se encaramó a la pared. Se ocultó en un sitio desde donde podía mirar a los campesinos que iban y venían del mercado.

El segundo día interceptó a Ehirme, quien, tras susurrar exclamaciones de asombro, trepó por las piedras y entró en el jardín. Lloró y abrazó a Suldrun, y quiso saber por qué había fallado el plan de fuga. ¡Todo había estado tan bien preparado!

Suldrun lo explicó como pudo.

—¿Qué sucedió con Aillas?

Suldrun lo ignoraba. El silencio era siniestro. Daban a Aillas por muerto. Juntas lloraron de nuevo y Ehirme maldijo al tirano que infligía tales desdichas a su hija.

Ehirme contó los meses y los días. Calculó el tiempo según los ciclos lunares, y así determinó una probable fecha de alumbramiento. Esa fecha estaba cerca: quizá cinco días, quizá diez; no más, y todo sin los menores preparativos.

—¡Escaparás esta noche! —declaró Ehirme. Suldrun rechazó la idea enfáticamente y dijo:

—Serías la primera sospechosa, y te ocurrirían cosas terribles.

—¿Qué será del niño? Te lo arrebatarán.

Suldrun no pudo contener el llanto, y Ehirme la abrazó.

—¡Escucha esta idea tan astuta! Mi sobrina es retrasada. Tres veces ha quedado encinta del palafrenero, otro retrasado. Los dos primeros niños murieron enseguida, por pura confusión. Ella ya tiene los síntomas y pronto dará a luz a su tercer hijo, a quien nadie quiere, y menos ella. ¡Alégrate! De algún modo salvaremos la situación.

—Hay muy poco que salvar —dijo Suldrun con tristeza.

—Ya veremos —dijo Ehirme.

La sobrina de Ehirme dio a luz a su bebé: una niña, según lo que se veía. Como sus predecesores, sufrió convulsiones, soltó unos chillidos y murió sofocada.

Guardaron el cadáver en una caja, el hermano Umphred le dedicó unas palabras pías —la sobrina se había convertido al cristianismo— y Ehirme se llevó la caja para enterrar a la niña.

Al mediodía del día siguiente, comenzaron para Suldrun los dolores de parto. Cuando la puesta de sol era inminente, ojerosa, demacrada pero relativamente alegre, dio a luz un varón a quien llamó Dhrun, por un héroe danaan que regía los mundos de Arcturus.

Ehirme lavó a Dhrun y le vistió con ropa limpia. Por la noche regresó con una pequeña caja. Bajo los olivos cavó una fosa donde sepultó sin ceremonias a la niña muerta. Rompió la caja y la quemó en el hogar. Suldrun esperaba ansiosamente, acostada en el diván.

Ehirme esperó a que las llamas murieran y el niño estuviera dormido.

—Ahora debo irme. No te diré adonde irá Dhrun, por si acaso, para protegerlo de Casmir. En un par de meses, tú desaparecerás, irás al encuentro de tu hijo y vivirás sin más pesares, o eso espero.

—¡Ehirme, tengo miedo! —murmuró Suldrun. Ehirme encogió los robustos hombros.

—A decir verdad, yo también tengo miedo. Pero, ocurra lo que ocurra, hemos hecho todo lo que podíamos hacer.

El hermano Umphred estaba sentado a una mesa de ébano y marfil frente a la reina Sollace. Estudiaba con gran concentración un conjunto de tablillas de madera, cada cual tallada con inscripciones herméticas sólo comprensibles para él. A ambos lados de la mesa ardían velas de cera de baya de laurel.

El hermano Umphred se inclinó hacia adelante con asombro.

—¿Cómo es posible? ¿Otro niño nacido dentro de la familia real?

La reina Sollace soltó una risa gutural.

—Eso, Umphred, es una broma o un disparate.

—Los signos son claros. Una estrella azul cuelga en la gruta de la ninfa Merleach. Cambianus asciende hacia la séptima; aquí y allá hay otros nacientes. Querida reina, debes pedir una escolta y realizar una inspección. ¡Qué tu sabiduría sea la prueba!

—¿Inspección? ¿Quieres decir…? —La voz de Sollace se apagó.

—Sólo sé lo que muestran las tablillas.

Sollace se puso de pie y llamó a varias damas de la sala contigua.

—¡Venid! Me agradaría caminar al aire libre.

El grupo, parloteando, riendo y quejándose del inesperado ejercicio, caminó por la arcada, atravesó la poterna y bajó por las rocas hasta la capilla.

Suldrun apareció. Supo de inmediato a qué habían venido.

La reina Sollace la inspeccionó críticamente.

—Suldrun, ¿qué es este disparate?

—¿Qué disparate, real madre?

—Que estabas encinta. Veo que no es así, por lo cual estoy agradecida. ¡Sacerdote, tus tablillas te han engañado!

—Señora, las tablillas rara vez se equivocan.

—¡Pero puedes verlo con tus propios ojos!

El hermano Umphred frunció el ceño y se acarició la barbilla.

—Ahora no está encinta, por lo que parece.

La reina Sollace lo miró un instante, luego se acercó a la capilla y miró adentro.

—Aquí no hay ningún niño.

—Entonces debe estar en otra parte. Exasperada, la reina Sollace se volvió hacia Suldrun.

—¡Dinos la verdad, de una vez por todas!

—Si hay un cómplice, será fácil descubrirlo —añadió pensativamente el hermano Umphred, Suldrun le clavó una mirada de desprecio.

—Di a luz una hija. Abrió los ojos al mundo: vio la crueldad en que se debe vivir esta vida y cerró los ojos de nuevo. La sepulté allá con gran pesar.

La reina Sollace hizo un gesto de frustración y llamó a un paje.

—Ve a buscar al rey. Esto es asunto suyo, no mío. Ante todo, jamás habría encerrado a la muchacha aquí.

El rey Casmir llegó con un pésimo humor que ocultó tras una expresión impasible.

—¿Qué ha sucedido? —le preguntó a Suldrun.

—He tenido una niña. Murió.

Casmir recordó la predicción de Desmëi relacionada con el hijo primogénito de Suldrun.

—¿Niña? ¿Una niña?

A Suldrun le costaba mentir. Asintió con un gesto.

—La enterré en la ladera.

El rey Casmir estudió el círculo de caras y señaló a Umphred.

—Sacerdote, con tus bodas melindrosas y tu cháchara afectada, tú eres el hombre indicado para este trabajo. Trae el cadáver.

Hirviendo de furia contenida, el hermano Umphred agachó humildemente la cabeza y fue hasta la tumba. Bajo los últimos rayos del sol de la tarde, removió la tierra negra con sus manos blancas y delicadas. A un pie de la superficie encontró el paño en que habían amortajado a la niña muerta. Mientras apartaba la tierra, el hermano entreabrió el paño y vio la cabeza. Se detuvo un instante. Imágenes y ecos de presencias pasadas le cruzaron la mente. Las imágenes y ecos se rompieron y desvanecieron. Alzó a la niña muerta, la llevó hasta la capilla y la depositó ante el rey Casmir.

El hermano Umphred miró a Suldrun a los ojos, y en esa sola mirada comunicó a Suldrun todo el rencor que le guardaba por sus rechazos.

—Señor —dijo el sacerdote—, he aquí el cadáver de una niña. No es la hija de Suldrun. Celebré ritos finales sobre esta niña hace tres o cuatro días. Es la hija bastarda de una tal Megweth, y el padre es el palafrenero Ralf.

El rey Casmir soltó una carcajada.

—¿Y así pensaban engañarme? —Miró a su comitiva e interpeló a un sargento—. Ve con el sacerdote y el cadáver a ver a la madre y averigua qué ha sucedido. Si han canjeado los niños, trae contigo al que está vivo.

Los visitantes abandonaron el jardín, dejando a Suldrun a solas a la luz de una luna creciente.

El sargento visitó a Megweth con el hermano Umphred, y la muchacha pronto les dijo que había entregado el cadáver a Ehirme para que lo enterrara. El sargento regresó a Haidion no sólo con Megweth, sino también con Ehirme. Ehirme habló humildemente al rey Casmir:

—Señor, si actué mal, ten la certeza de que lo hice por amor a tu bendita hija, la princesa Suldrun, quien no merece tanta pesadumbre.

El rey Casmir entornó los ojos.

—Mujer, ¿declaras que he juzgado incorrectamente a la desobediente Suldrun?

—Señor, no quiero faltarte el respeto, pero entiendo que deseas oír la verdad de labios de tus súbditos. Creo que fuiste demasiado severo con la pobre niña. Te ruego que le permitas vivir una vida feliz con su propio hijo. Ella agradecerá tu misericordia, así como yo y todos tus súbditos, pues no ha hecho ningún mal en toda su vida.

Se impuso el silencio. Todos los presentes observaban furtivamente al rey Casmir, que a su vez reflexionaba. Desde luego, pensó Casmir, la mujer tenía razón, pero demostrar misericordia era como admitir que había sido excesivamente riguroso con su hija. No pudo ver ninguna salida grácil. Ya que la misericordia no era práctica, sólo podía reafirmar su posición anterior.

—Ehirme, tu lealtad es admirable. Ojalá mi hija me hubiera prestado un servicio similar. No revisaré su caso aquí y ahora, ni explicaré el aparente rigor de su castigo, salvo para declarar que, como princesa real, su primer deber es hacia el reino.

»No hablemos más de este asunto. Ahora me refiero al hijo alumbrado por la princesa Suldrun en lo que parece haber sido un matrimonio legal, con lo cual el niño es legítimo, y por tanto objeto de mi preocupación. Debo ahora pedir al senescal que te envíe con una escolta apropiada, para que podamos recibir al niño en Haidion, su hogar.

Ehirme pestañeó, titubeando.

—¿Puedo preguntar, señor, sin intención de ofenderte, qué será de la princesa Suldrun, ya que el niño es de ella?

De nuevo el Rey Casmir meditó su respuesta. De nuevo habló suavemente.

—Eres admirablemente terca en tu preocupación por nuestra díscola princesa.

»Primero, en cuanto al matrimonio, lo declaro nulo y contrario a los intereses del estado, aunque el niño es indudablemente legítimo. En cuanto a la princesa Suldrun, llegaré hasta aquí: si ella admite sumisamente su error, si afirma su intención de actuar de ahora en adelante en plena obediencia de mis órdenes, puede regresar a Haidion y asumir la condición de madre de su hijo. Pero primero, e inmediatamente, iremos a buscar al niño.

Ehirme se relamió los labios, se enjugó la nariz con el dorso de la mano, miró a diestra y siniestra.

—Majestad —aventuró—, tu edicto es muy bondadoso. Te pido permiso para llevar estas palabras de esperanza a la princesa Suldrun, y aliviar su pena. ¿Puedo ir ahora al jardín?

El rey Casmir asintió hurañamente.

—Puedes hacerlo, en cuanto sepamos dónde encontrar al niño.

—¡Majestad, no puedo revelar el secreto de la princesa! Ten la generosidad de traerla aquí y permitir que ella te dé la buena nueva.

El rey Casmir entornó los ojos.

—No antepongas la lealtad a la princesa por encima de tu lealtad hacia mí, tu rey. Haré la pregunta una vez más, solamente. ¿Dónde está el niño?

—Señor —gimió Ehirme—, te suplico que se lo preguntes a Suldrun.

El rey Casmir ladeó la cabeza y movió la mano: señales familiares para sus servidores, que se llevaron a Ehirme del salón.

Esa noche, mientras dormía, Suldrun se sobresaltó al oír alaridos que venían del Peinhador. No pudo identificar el sonido, y trató de no prestarle atención.

Padraig, el tercer hijo de Ehirme, atravesó el Urquial para ir hasta el Peinhador y se arrojó sobre Zerling.

—¡Basta! ¡Ella no te lo dirá, pero yo sí! Acabo de regresar de Glymwode, donde dejé al maldito crío. Allí lo encontraréis.

Zerling dejó de atormentar las estiradas carnes y pasó el informe al rey Casmir, quien de inmediato envió una partida de cuatro caballeros y dos nodrizas en un carruaje para recobrar al niño. Luego preguntó a Zerling:

—¿Dijo algo esa mujer?

—No, majestad. Se niega a hablar.

—Prepárate para cortar una mano y un pie a su esposo y cada uno de sus hijos, a menos que ella diga las palabras.

Ehirme vio los siniestros preparativos con ojos empañados.

—Mujer —dijo Zerling—, una partida se dirige a Glymwode para traer al niño. El rey insiste en que, para obedecer su orden, tú respondas a su pregunta. De lo contrario, tanto tu esposo como tus hijos perderán una mano y un pie. Te pregunto: ¿dónde está el niño?

—¡Habla, madre! —exclamó Padraig—. ¡Ya no tiene sentido que calles!

—El niño está en Glymwode —gimió Ehirme—. Ahí tenéis. Zerling liberó a los hombres y los hizo salir al Urquial. Luego tomó una pinza, tiró de la lengua de Ehirme y la cortó en dos. Cauterizó la herida con un hierro candente, y tal fue el último castigo infligido a Ehirme por Casmir.

En el jardín el primer día transcurrió despacio, como si cada instante se acercara tímidamente, de puntillas, para atravesar el presente y perderse entre las sombras del pasado.

El segundo día fue brumoso, menos tenso, pero el aire parecía henchido de portentos.

El tercer día, aún brumoso, parecía lento y despojado de sensibilidad, pero inocente y dulce, como preparado para la renovación. Ese día Suldrun caminó despacio por el jardín, parándose en ocasiones a tocar un tronco de árbol, o la superficie de una piedra. Recorrió la playa con la cabeza gacha, y sólo una vez se detuvo a mirar el mar. Luego subió por el sendero para sentarse entre las ruinas.

Pasó la tarde: un tiempo dorado de ensoñación, y los riscos de piedra abarcaban el universo entero.

El sol se hundió con suavidad y lentitud. Suldrun cabeceó pensativamente, como si vislumbrara una certidumbre, aunque las lágrimas le bajaban por las mejillas.

Despuntaron las estrellas. Suldrun bajó hasta el añoso tilo y, bajo la pálida luz de las estrellas, se colgó. La luna, asomando sobre el risco, alumbró una forma inerte y un rostro dulce y triste, ya demudado por su nuevo conocimiento.

17

En el fondo de la mazmorra, Aillas ya no se consideraba solo. Con gran paciencia había dispuesto doce esqueletos a lo largo de una pared. En el remoto pasado, cuando esos individuos habían cumplido con su periodo como hombres, y al fin como prisioneros, cada cual había tallado un nombre, y a menudo un lema, en la pared de roca: doce nombres para doce esqueletos. No había rescate, indulto ni fuga: tal parecía ser el mensaje de esa correspondencia. Aillas se puso a escribir su propio nombre, usando el filo de una hebilla. Luego, en un arrebato de furia, desistió. Semejante acto significaba resignación, y presagiaba el decimotercer esqueleto.

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