Por una ruta que recordaba de lo que parecía una existencia anterior, llegó a la granja donde vivía Ehirme. Como en la otra ocasión, se detuvo ante el seto y examinó los alrededores; vio hombres y muchachos apilando heno. En el jardín de la cocina una anciana robusta cojeaba entre los repollos, cortando malezas con una hoz. Tres cerdos escaparon de la pocilga y entraron al trote en la parcela de los nabos. La anciana soltó un chillido vibrante y una niña salió de la casa para perseguir a los cerdos, que iban hacia todas partes menos hacia la pocilga.
La niña pasó corriendo junto al portón. Aillas la detuvo.
—Dile a Ehirme que alguien desea hablar con ella.
La niña lo examinó con hostilidad y desconfianza. Llamó a la anciana que desbrozaba el jardín y siguió persiguiendo a los cerdos, ahora acompañada por un pequeño perro negro.
La vieja caminó hacia el portón. Un pañuelo le cubría la cabeza e impedía verle bien los rasgos.
Aillas la miró consternado. ¿Esa criatura vieja y encorvada era Ehirme? Ella se acercó: un paso con la pierna derecha, una sacudida de la cadera, un giro de la pierna izquierda. Se detuvo. La cara revelaba extrañas arrugas y deformidades; los ojos parecían hundidos en las cuencas.
—¡Ehirme! —tartamudeó Aillas—. ¿Qué te ha sucedido?
Ehirme abrió la boca y masculló unas palabras. Aillas no le entendió. Ella hizo un ademán de frustración y llamó a la niña, quien se les acercó.
—El rey Casmir le cortó la lengua y la lastimó por todas partes —explicó la niña.
Ehirme habló; la niña escuchó y tradujo:
—Quiere saber qué te sucedió a ti.
—Me encerraron en una mazmorra. Escapé, y ahora quiero encontrar a mi hijo.
Ehirme habló; la niña meneó la cabeza.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Aillas.
—Cosas sobre el rey Casmir.
—Ehirme, ¿dónde está mi hijo Dhrun?
Ehirme soltó unos graznidos incomprensibles, que la niña tradujo:
—No sabe lo que ha ocurrido. Ella envió el niño a su madre, en el gran bosque. Casmir envió una partida, pero trajeron una niña. Así que el varón debe de estar aún allá.
—¿Y cómo hallaré ese lugar?
—Ve hasta la Calle Vieja, luego viaja al este hasta Pequeña Saffield. Allí toma la carretera lateral y viaja al norte hasta Tawn Timble, y de allí hasta la aldea Glymwode. Luego, debes preguntar por Graithe el leñador y su esposa Wynes.
Aillas hurgó en su morral y extrajo un collar de perlas rosadas. Se lo dio a Ehirme, quien lo aceptó sin entusiasmo.
—Era el collar de Suldrun. Cuando llegue a Troicinet mandaré que os busquen, y viviréis el resto de vuestra vida cómodamente y con tantas satisfacciones como sea posible.
Ehirme soltó un graznido.
—Ella dice que es una amable oferta, pero que no sabe si los hombres querrán abandonar su tierra.
—Arreglaremos esos asuntos más tarde. Aquí soy sólo Aillas el vagabundo, y no tengo nada que ofrecer excepto mi gratitud.
—Así sea.
Al atardecer, Aillas llegó a Pequeña Saffield, una aldea de rústica piedra ocre a orillas de río Timble. En el centro de la aldea encontró la posada del Buey Negro, donde pasó la noche.
Por la mañana tomó por una senda que seguía hacia el norte a lo largo del río Timble, a la sombra de álamos. Volaban cuervos sobre los campos, anunciando su presencia a quienes quisieran escuchar.
El sol atravesaba la bruma de la madrugada y le entibiaba la cara; ya estaba perdiendo la enfermiza palidez de su cautiverio. Mientras caminaba, un extraño pensamiento le cruzó la mente: «Algún día debo regresar para visitar a mis doce buenos amigos…» Emitió un sonido huraño. ¡Vaya idea! ¿Regresar a ese negro agujero? Jamás… al menos, eso creía. Zerling habría soltado el balde con sus raciones. El pan y el agua permanecerían en el cesto y se pensaría que el pobre diablo había muerto. Quizá Zerling se lo comunicara al rey Casmir. ¿Cómo reaccionaría el rey? ¿Un gesto de indiferencia? ¿Un cosquilleo de curiosidad por el padre del hijo de su hija? Aillas sonrió pensando en las posibilidades que deparaba el futuro.
Hacia el norte el paisaje culminaba en una presencia oscura en el horizonte: el Bosque de Tantrevalles. A medida que Aillas se acercaba, la campiña se alteraba, volviéndose cada vez más accidentada. Los colores eran más variados y fuertes; las sombras eran más enfáticas y mostraban curiosos colores propios. El río Timble, sombreado por sauces y álamos, zigzagueaba en majestuosos meandros; el camino viraba para internarse en la aldea Tawn Timble.
En la posada, Aillas comió un plato de habichuelas y bebió una jarra de cerveza.
El camino de Glymwode atravesaba los prados, cada vez más cercanos al sombrío bosque; unas veces bordeando el linde, y otras paseando entre las arboledas limítrofes.
A media tarde Aillas entró en Glymwode. El dueño de la Posada del Hombre Amarillo le indicó cómo llegar a la casa de Graithe el leñador.
—¿Por qué tantos caballeros visitan a Graithe? —preguntó asombrado—. Es sólo un hombre común, un mero leñador.
—La explicación es simple —dijo Aillas—. Ciertas personas importantes de la ciudad de Lyonesse querían que su hijo fuera criado con discreción, si entiendes a qué me refiero, y luego cambiaron de parecer.
—¡Ah! —El posadero se apoyó el dedo en la nariz—. Ahora está claro. Aun así, es un largo camino tan sólo para ocultar una travesura.
—¡Bah! No se puede juzgar a los de alta alcurnia con criterios de sensatez.
—¡Eso es absolutamente cierto! —declaró el posadero—. Viven con la cabeza por encima de las nubes. Pues bien, ya conoces el camino. No entres en el bosque, especialmente después del anochecer. Podrías encontrar algo que no buscas.
—Quizá regrese antes de que caiga el sol. ¿Tendrás una cama para mí?
—Sí. Si no hay nada mejor, tendrás un jergón en el desván.
Aillas se marchó de la posada, y pronto se encontró la casa de Graithe y Wynes: una pequeña cabaña de dos habitaciones, construida de piedra y madera, con techo de paja, en el linde del bosque. Un delgado anciano de barba blanca intentaba partir un leño con mazo y cuñas. Una mujer corpulenta con una bata tejida en casa y un chal rastrillaba el jardín. Ambos se irguieron en silencio cuando vieron a Aillas.
Aillas se detuvo en el patio de entrada y esperó mientras el hombre y la mujer se acercaban despacio.
—¿Sois Graithe y Wynes? —preguntó.
El hombre cabeceó gravemente.
—¿Quién eres? ¿Qué deseas?
—Vuestra hija Ehirme me envió aquí.
Los dos se quedaron mirándolo, quietos como estatuas. Aillas sintió el olor del miedo.
—No he venido a molestaros —dijo—. Por el contrario. Soy el esposo de Suldrun y el padre de nuestro hijo. Era un varón llamado Dhrun. Ehirme lo envió aquí; los soldados del rey Casmir se llevaron una niña llamada Madouc. Sólo quiero saber dónde está mi hijo Dhrun.
Wynes rompió a llorar. Graithe alzó la mano.
—Cállate, mujer, no hemos hecho nada malo. Amigo, sea cual sea tu nombre, esa historia terminó para nosotros. Nuestra hija sufrió gran angustia. Odiamos con toda el alma a las personas que le causaron dolor. El rey Casmir se llevó a la niña. No hay más que decir.
—Sólo esto. Casmir me encerró en una mazmorra de la cual acabo de escapar. Es mi enemigo, no menos que el vuestro, como algún día sabrá. Pido lo que me corresponde. Dadme al niño, o decidme dónde encontrarlo.
—¡Esto no significa nada para nosotros! —exclamó Wynes—. Somos viejos. Sobrevivimos día a día. Cuando nuestro caballo muera, ¿cómo llevaremos nuestra leña a la aldea? Uno de estos inviernos moriremos de hambre.
Aillas buscó en su morral y extrajo otro de los objetos de Suldrun: una pulsera de oro incrustada con granates y rubíes. Añadió también un par de coronas de oro.
—Por ahora sólo puedo daros esto, pero al menos no deberéis temer el hambre. Habladme de mi hijo.
Wynes, vacilando, cogió el oro.
—Muy bien, te hablaré de tu hijo. Graithe entró en el bosque para cortar leña. Yo llevaba al niño en un cesto, y lo dejé en el suelo mientras recogía setas. Ay, estábamos cerca del prado de Madling, y las hadas de Thripsey Shee nos jugaron una mala pasada. Se llevaron al niño y dejaron una niña hada en el cesto. Sólo me di cuenta cuando quise levantarlo y me mordió. Entonces vi a esa niña de pelo rojo y supe que las hadas habían hecho de las suyas.
—Luego llegó la soldadesca del rey —dijo Graithe—. Nos pidieron el niño so pena de muerte y le dimos lo que nos habían dejado, y al demonio con ellos.
Aillas los miró atónito. Luego volvió sus ojos hacia el bosque.
—¿Podéis llevarme a Thripsey Shee? —preguntó al fin.
—Oh, sí, podemos llevarte allí, y si cometes alguna torpeza, te pondrán una cabeza de sapo, como hicieron con el pobre Wilclaw el arriero, o te pondrán los pies en movimiento de tal manera que bailarás para siempre por caminos y carreteras, como sucedió con un joven llamado Díñele, cuando lo sorprendieron comiéndoles la miel.
—Nunca molestes a las hadas —advirtió Wynes—. Agradece que te dejen en paz.
—Pero mi hijo, Dhrun… ¿cómo está?
Tanto dentro como alrededor del Bosque de Tantrevalles había cien o más refugios de hadas, y cada uno de ellos constituía el castillo de una tribu. Cercano al linde del prado de Madling se hallaba Thripsey Shee, gobernado por el rey Throbius y su esposa la reina Bossum. Su reino abarcaba el prado de Madling y buena parte del bosque circundante, como convenía a su dignidad. Había ochenta y seis hadas en Thripsey. Entre ellas estaban las siguientes:
Boab, que tenía aspecto de una joven verde y pálida con alas y antenas de saltamontes. Llevaba una pluma negra arrancada de la cola de un cuervo, y registraba todos los acontecimientos y transacciones de la tribu en hojas hechas con pétalos de lirio.
Tutterwit, un trasgo a quien le gustaba visitar las casas de los humanos y fastidiar a los gatos. También le gustaba espiar por las ventanas, quejándose y haciendo muecas hasta que llamaba la atención de alguien, y entonces desaparecía de golpe.
Gundeline, una esbelta y encantadora doncella de frondoso cabello púrpura y uñas verdes. Gesticulaba, se acicalaba, hacía cabriolas, pero jamás hablaba, y nadie la conocía bien. Lamía azafrán de los pistilos de las amapolas moviendo rápidamente la lengua verde y puntiaguda.
Wone, una dama que se levantaba antes del amanecer para sazonar las gotas de rocío con el néctar de las flores.
Murdock, un duende gordo y pardo que curtía pieles de ratón y con el plumaje de los pichones de búho tejía suaves mantas grises para las hada-niño.
Flink, que forjaba espadas usando antiguas técnicas. Era muy jactancioso y a menudo cantaba la balada que celebraba su famoso duelo con el duende Dangott.
Shimmir, que había tenido la audacia de burlarse de la reina Bossum y hacer cabriolas a sus espaldas, parodiando su contoneo mientras todos los demás contenían la risa tapándose la boca. La reina Bossum la había castigado poniéndole los pies hacia atrás y pegándole un carbunclo en la nariz.
Falael, que se manifestaba como un trasgo marrón claro con cuerpo de niño y cara de niña. Falael era incansablemente travieso, y cuando los aldeanos entraban en el bosque para recoger fresas y nueces, Falael les hacía explotar las nueces y les convertía las fresas en sapos y escarabajos.
Y luego estaba Twisk, que solía aparecer como una doncella de pelo de color naranja con un vestido de gasa gris. Un día, mientras retozaba en las aguas bajas del lago de Tilhilvelly, fue sorprendida por el duende Mangeon. Él la tomó de la cintura, la arrastró a la orilla, le arrancó el vestido gris y se dispuso para una conjunción erótica. Al ver ese enorme instrumento priápico cubierto de verrugas, Twisk se puso histérica de miedo. Con sacudidas, giros y contorsiones logró burlar los esfuerzos del sudoroso Mangeon. Pero las fuerzas se agotaban y el peso de Mangeon empezó a resultar opresivo. Trató de protegerse con magia, pero en su excitación sólo pudo recordar un hechizo utilizado para aliviar la hidropesía de los animales de granja. A falta de otra cosa, lo pronunció, y resultó eficaz. El hinchado órgano de Mangeon se redujo al tamaño de una bellota y se perdió en los pliegues de su gran vientre gris. Mangeon soltó un grito de consternación, pero Twisk no manifestó remordimiento.
—Zorra, me has causado un doble mal, y recibirás el castigo apropiado —gritó Mangeon enfurecido.
La llevó a un camino que bordeaba el bosque. En una encrucijada preparó una especie de picota y la sujetó allí. Sobre su cabeza puso un letrero: «Haz conmigo lo que quieras», y se quedó mirando.
—Aquí te quedarás hasta que tres viajeros, sean idiotas, pobretones o grandes condes, hagan contigo lo que deseen, y tal es el hechizo que invoco para ti, de manera que en el futuro seas más complaciente con quienes se te acerquen en el lago de Tilhilvelly.
Mangeon se alejó, y Twisk se quedó sola.
El primero en pasar fue el caballero Jaucinet del Castillo Nube de Dahaut. Detuvo el caballo y evaluó la situación con asombro.
—«Haz conmigo lo que quieras» —leyó—. Señora, ¿por qué sufres esta indignidad?
—Caballero, no la sufro por mi voluntad —dijo Twisk—. Yo no me he sujetado a la picota en esta posición, ni he colocado el letrero.
—¿Y quién es el responsable?
—El gnomo Mangeon, para vengarse.
—Entonces haré lo posible para liberarte.
Jaucinet desmontó y se quitó el yelmo, revelándose como un apuesto caballero de pelo rubio y largos bigotes. Intentó aflojar los lazos que sujetaban a Twisk, pero fue en vano.
—Señora —dijo al fin—, estas ligaduras se resisten a mis esfuerzos.
—En este caso —suspiró Twisk—, obedece por favor la instrucción implícita en el letrero. Sólo después de tres encuentros así se aflojarán las ligaduras.
—No es un acto galante —dijo Jaucinet—, pero cumpliré mi promesa. —Dicho esto, hizo lo que pudo para contribuir a su liberación.
Jaucinet se habría quedado para compartir la vigilia de Twisk y ayudarla más si era necesario, pero ella le rogó que se fuera.
—Otros viajeros podrían intimidarse si te vieran aquí, así que debes irte enseguida. Cae el día, y deseo estar en casa antes del anochecer.
—Éste es un camino solitario —dijo Jaucinet—. Aun así, lo transitan ocasionalmente vagabundos y leprosos. Que tengas suerte, señora. Me despido.