—No me someto a las órdenes de nadie.
Shimrod se alejó, cruzó la terraza y montó a caballo. Los dos emisarios descendieron por el camino serpenteante, dejaron atrás el caballete y los cuatro hombres del castillo de Femus, y así bajaron hacia Ys.
Un grupo de quince mendigos harapientos caminaba al sur por el Pasaje de Ulf. Algunos iban encorvados; otros brincaban sobre sus piernas mutiladas; otros llevaban vendajes manchados por heridas purulentas. Al acercarse a la fortaleza de Kaul Bocach, vieron a los soldados de guardia y avanzaron deprisa, gimiendo lastimeramente y pidiendo limosna. Los soldados se retiraron con disgusto y el grupo pasó con rapidez.
Más allá de la fortaleza los mendigos recobraron la salud. Se enderezaron, arrojaron las vendas y dejaron de cojear. En un bosque a kilómetro y medio de la fortaleza extrajeron hachas de entre las ropas, cortaron troncos y construyeron cuatro largas escaleras.
Pasó la tarde. Al anochecer otro grupo se acercó a Kaul Bocach: esta vez una compañía de artistas trashumantes. Acamparon frente a la fortaleza, abrieron un pequeño barril de vino, se pusieron a asar carne en espetones y luego a tocar música mientras seis atractivas doncellas bailaban jigas a la luz del fuego.
Los soldados del fuerte observaban la diversión y piropeaban a las doncellas. Entretanto el primer grupo regresó sigilosamente. Apoyaron las escaleras y treparon a los parapetos sin ser vistos ni oídos.
Pronta y silenciosamente acuchillaron a un par de infortunados guardias que estaban mirando las danzas. Bajaron al cuarto de oficiales, donde mataron a varios soldados que descansaban en sus jergones, luego brincaron a las espaldas de los que observaban la celebración. La actuación se interrumpió en el acto. Los actores se unieron a la lucha y en tres minutos las fuerzas de Ulflandia del Sur volvieron a controlar la fortaleza de Kaul Bocach.
El comandante y cuatro supervivientes fueron enviados al sur con un mensaje:
Casmir, rey de Lyonesse: ¡presta atención!
La fortaleza de Kaul Bocacb está nuevamente en nuestras manos, y los intrusos de Lyonesse han sido muertos y expulsados.
Ni las estratagemas ni todo el coraje de Lyonesse volverán a arrebatarnos Kaul Bocach. ¡Entra en Ulflandia del Sur a tu propio riesgo!
¿Deseas probar tus ejércitos contra el poderío ulflandés? Ven por Poélitetz. Te resultará más fácil y seguro.
Firma:
Goles, del Castillo de Cleadstone, capitán de los ejércitos ulflandeses de Kaul Bocacb.
Era una noche oscura y sin luna; alrededor de Tintzin Fyral las montañas se perfilaban como negras moles contra las estrellas. Carfilhiot cavilaba en su alta torre. Su actitud sugería impaciencia, como si estuviera aguardando una señal o acontecimiento que no se había producido. Al fin se levantó y fue a su cuarto de trabajo. De la pared colgaba un marco singular de poco menos de treinta centímetros de diámetro, que rodeaba una membrana gris. Carfilhiot tiró del centro de la membrana y extrajo un fragmento que creció rápidamente bajo su mano para convertirse en una nariz de tamaño vulgar, luego enorme: un gran órgano rojo y curvo con fosas velludas y resoplantes.
Carfilhiot soltó una protesta; esa noche el sandestin estaba inquieto y jocoso. Tomó la gran nariz roja, la retorció y le dio forma de tosca y abultada oreja, la cual se le escurrió entre los dedos para convertirse en un pie verde y flaco. Utilizó las dos manos para dominar el objeto y de nuevo moldeó una oreja, a la cual dio una brusca orden:
—¡Oye! ¡Escucha y oye! Comunica mis palabras a Tamurello, en Faroli. Tamurello, ¿me oyes? ¡Tamurello, responde!
La oreja se alteró para convertirse en una de configuración común. En un extremo una protuberancia se torció y se curvó cobrando la forma de la boca de Tamurello. El órgano dijo, con voz de Tamurello:
—Faude, estoy aquí. Sandestin, muestra una cara.
La membrana vibró y se contorsionó transformándose en la cara de Tamurello, excepto la nariz, donde el sandestin, por descuido o por capricho, colocó la oreja que ya había creado.
—¡Los acontecimientos se precipitan! —dijo Carfilhiot—. Ejércitos troicinos han desembarcado en Ys y el rey troicino ahora se considera rey de Ulflandia del Sur. Los barones no lo han detenido, y estoy aislado.
Tamurello emitió un sonido reflexivo.
—Interesante.
—¡Más que interesante! —exclamó Carfilhiot—. Hoy vinieron a mí dos emisarios. El primero ordenó que me someta al nuevo rey. No presentó cumplidos ni garantías, lo cual me parece un mal signo. Desde luego, me negué a aceptar.
—¡Imprudente! Tendrías que haberte declarado un leal vasallo, aunque demasiado enfermo para recibir visitantes o para salir del castillo, con lo cual no presentabas un desafío ni tampoco un pretexto.
—No obedezco las órdenes de nadie —dijo Carfilhiot. Tamurello no hizo comentarios.
—El segundo emisario era Shimrod —continuó Carfilhiot.
—¡Shimrod!
—Nada menos. Vino con el primero, ocultándose en las sombras como un fantasma, y luego me exigió sus dos niños y sus artefactos mágicos. De nuevo rehusé.
—¡Imprudente, imprudente! Debes aprender el arte de la concesión grácil, cuando resulta útil. Los niños no te sirven de nada, y tampoco los artefactos de Shimrod. ¡Podrías haberte asegurado su neutralidad!
—Bah —dijo Carfilhiot—. Él no es nadie comparado contigo… a quien, de paso, despreció y calumnió.
—¿Cómo?
—Dijo que eras inconstante, que tus palabras no eran ciertas y que no me protegerías. Me reí de él.
—Sí, entiendo —murmuró Tamurello—. Aun así, ¿qué puede hacer Shimrod contra ti?
—Puede atacarme con su magia.
—¿Y violar el edicto? Jamás. ¿No eres una criatura de Desmëi? ¿No dispones de artefactos mágicos? Conviértete en mago.
—¡La magia está encerrada en un acertijo! ¡Es inservible! Quizá Murgen no se convenza. Después de todo, los artefactos fueron robados a Shimrod, lo cual es una provocación de un mago a otro.
Tamurello rió.
—Pero recuerda que en ese momento tú no tenías implementos mágicos, de modo que eras un lego.
—El argumento parece rebuscado.
—Es lógico. Ni más, ni menos &mdsah;Carfilhiot aún titubeaba.
—Secuestré a sus niños, lo cual también puede interpretarse como provocación.
La respuesta de Tamurello, aún transmitida por los labios del sandestin resultó bastante seca.
—En tal caso, devuelve a Shimrod sus niños y sus pertenencias.
—Ahora considero a esos niños como rehenes que garantizan mi propia seguridad —dijo fríamente Carfilhiot—. En cuanto a los artefactos mágicos, ¿preferirías que yo los use en colaboración contigo, o que Shimrod los use para respaldar a Murgen? Recuerda que ésa fue tu idea original.
—Un verdadero dilema —admitió Tamurello con un suspiro—. Desde ese punto de vista, tendría que apoyarte. Aun así, los niños no deben sufrir daño en ninguna circunstancia, pues la concatenación de los hechos me llevaría inevitablemente a enfrentarme con la furia de Murgen.
—Sospecho que exageras su importancia —declaró Carfilhiot con su habitual arrogancia.
—No obstante, debes obedecer —Carfilhiot se encogió de hombros.
—Está bien, complaceré tus caprichos.
El sandestin reprodujo con precisión la risa trémula de Tamurello:
—Llámalo como quieras.
El ejército ulflandés, todavía un grupo de pequeñas compañías mutuamente recelosas, acampó al amanecer frente al castillo de Cleadstone. Lo formaban dos mil caballeros y soldados. Fentaral de Castillo Gris, el más respetado entre todos los barones, les impuso orden y disciplina. El ejército inició luego la marcha por los brezales.
Al atardecer del día siguiente se establecieron en el risco que daba a Tintzm Fyral, desde donde los ska habían intentado un ataque en otra ocasión.
Entretanto, el ejército troicino avanzaba valle arriba, seguido por la mirada indiferente de los habitantes. El silencio del valle resultaba inquietante. Ya era tarde cuando el ejército llegó a la aldea de Sarqum, a la vista de Tintzm Fyral. A petición de Aillas, los ancianos de la ciudad se presentaron para deliberar. Aillas se presentó y definió sus objetivos.
—Ahora deseo averiguar algo. Hablad con franqueza, pues la verdad no os hará daño. ¿Sois hostiles a Carfilhiot, sois neutrales, o estáis a su favor?
Los ancianos cuchichearon entre sí y miraron por encima del hombro hacia Tintzm Fyral.
—Carfilhiot es un hechicero —dijo uno—. Es mejor que no tomemos partido. Tú puedes cortarnos la cabeza si no te complacemos. Carfilhiot puede hacer algo peor cuando te hayas ido.
Aillas rió.
—Olvidáis la razón de nuestra presencia. Cuando nos marchemos, Carfilhiot habrá muerto.
—Sí, sí, otros han dicho lo mismo. Ellos se han ido, pero Carfilhiot permanece. Ni siquiera los ska lograron molestarlo.
—Recuerdo bien esa ocasión —dijo Aillas—. Los ska se retiraron por que se acercaba un ejército.
—Es verdad. Carfilhiot movilizó al valle contra ellos. Preferimos a Carfilhiot, que es un mal conocido aunque imprevisible, antes que a los ska, que son más metódicos.
—Esta vez ningún ejército socorrerá a Carfilhiot: no vendrá ayuda del norte, ni del sur, ni del este ni del oeste.
Los ancianos cuchichearon nuevamente.
—Supongamos que Carfilhiot cae —dijeron—. ¿Qué sucederá entonces?
—Conoceréis un gobierno justo y equitativo. Os lo aseguro —l jefe de los ancianos se acarició la barba.
—Es bueno oírlo —admitió, y tras mirar a sus compañeros añadió—: La situación es así. Somos firmemente fieles a Carfilhiot, pero tú nos has aterrado hasta el extremo del pánico, y por tanto debemos obedecer tus órdenes, en contra de nuestras inclinaciones, en caso de que Carfilhiot pregunte alguna vez.
—Así sea. ¿Qué podéis decirme, pues, sobre las fuerzas de Carfilhiot?
—Recientemente ha aumentado la guardia del castillo con asesinos y carniceros. Pelearán a muerte porque no pueden esperar nada mejor en ninguna parte. Carfilhiot les prohibe molestar a la gente del valle. Aun así, a menudo desaparecen muchachas y nunca se oye nada más sobre ellas. Y se les permite tomar mujeres de los brezales, y también practican vicios indescriptibles entre ellos, o eso dicen.
—¿Cuántos son ahora?
—Calculo que entre trescientos y cuatrocientos.
—No es una fuerza numerosa.
—Mucho mejor para Carfilhiot. Sólo necesita diez hombres para con tener a todo tu ejército. Los demás son más bocas para alimentar. ¡Y cuídate de las tretas de Carfilhiot! Se dice que usa la magia en su provecho, y es un experto en emboscadas.
—¿En qué sentido?
—Fíjate allá: se extienden peñascos hacia el valle, y la distancia intermedia es de poco más de un tiro de flecha. Están llenos de túneles. Si pasaras por allí, recibirías una andanada de flechas y en un minuto perderías mil hombres.
—Sí, si tuviéramos la temeridad de pasar bajo los peñascos. ¿Qué más puedes decirme?
—Hay poco más que decir. Si te capturan, te sentarán en una estaca hasta que tus carnes sean jirones. Así es como Carfilhiot recompensa a sus enemigos.
—Caballeros, podéis marcharos. Os agradezco los consejos.
—¡Recuerda, sólo hablé en un arrebato de pánico!
—Así serán las cosas.
Aillas hizo avanzar a su ejército otros ochocientos metros. El ejército ulflandés ocupó las alturas detrás de Tmtzin Fyral. Aún no habían recibido noticias de la fuerza enviada para tomar Kaul Bocach; supuestamente había triunfado.
Las salidas y entradas de Tintzin Fyral estaban cerradas. Ahora Carfilhiot debía confiar su vida a la invulnerabilidad de su castillo.
Por la mañana un heraldo con bandera blanca cabalgó valle arriba. Se detuvo ante las puertas y exclamó:
—¿Quién me puede oír? ¡Traigo un mensaje para el duque Faude Carfilhiot!
El capitán de la guardia se asomó por la muralla vistiendo el negro y amarillo de Carfilhiot: un hombre macizo cuyo pelo gris ondeaba al viento.
—¿Quién trae mensajes para el duque Faude? —preguntó con estruendosa voz.
El heraldo se adelantó.
—Los ejércitos de Troicinet y Ulflandia del Sur rodean el castillo. Están a las órdenes de Aillas, rey de Troicinet y Ulflandia del Sur. ¿Comunicarás el mensaje que traigo, o el rebelde bajará a oír con sus propios oídos y a contestar con su propia lengua?
—Comunicaré tu mensaje.
—Di al duque Faude Carfilhiot que, por orden del rey, su mandato en Tintzin Fyral ha terminado, y que ocupa el castillo ilegalmente, sin permiso de su rey. Dile que sus delitos son notorios y que aportan gran vergüenza tanto a él como a sus seguidores, y que habrá represalias. Dile que puede obtener concesiones si se rinde al instante, y que además las tropas ulflandesas dominan Kaul Bocach, para impedir que los ejércitos de Lyonesse entren en Ulflandia, de modo que no puede esperar auxilio del rey Casmir, ni de nadie más.
—¡Suficiente! —exclamó el capitán con voz rugiente—. ¡No puedo recordar más! —Dio media vuelta y bajó de la muralla. Poco después se le vio cabalgando camino arriba hacia el castillo.
Transcurrieron veinte minutos. El capitán regresó y subió nuevamente a la muralla.
—Heraldo —dijo—, escucha bien. Faude Carfilhiot, duque de Valle Evander y príncipe de Ulflandia, no sabe nada sobre Aillas, rey de Troicinet, y no reconoce su autoridad. Exige que los invasores abandonen este dominio que no les pertenece, so pena de cruda guerra y espantosa derrota. Recuerda al rey Aillas que Tintzin Fyral ha conocido una docena de sitios y jamás ha sucumbido.
—¿Se rinde o no?
—No se rendirá.
—En tal caso, anuncia a tus compañeros y a todos los que portan armas en nombre de Carfilhiot, que a todos los que luchen por Carfilhiot y derramen sangre en su nombre se les considerará tan culpables como a Carfilhiot y compartirán su destino.
Una noche oscura y sin luna cayó sobre Valle Evander. Carfilhiot trepó al tejado de su alta torre y se detuvo cara al viento. En el valle un millar de fogatas creaban una alfombra chispeante, como un puñado de estrellas rojas. Mucho más cerca, otras fogatas bordeaban el risco norte y sugerían la presencia de muchas más allende el risco, lejos del viento. Carfilhiot se volvió y descubrió, consternado, más fogatas en la cima del Cerro Tac. Tal vez las hubieran encendido sólo para intimidarlo, y en efecto le intimidaban. Por primera vez sintió miedo: se preguntó si Tintzin Fyral, por una trágica decisión del destino, podría en esta ocasión sucumbir a un sitio. Sintió un frío pegajoso en las entrañas al pensar en lo que sucedería si lo capturaban.