Dos horas antes del alba el viento amainó y la calma reinó en el mar. Con Ys en las cercanías, se recogieron las velas y los remeros se arquearon sobre los remos. Punta Istaie y el Templo de Atlante se distinguían contra el cielo de la aurora mientras las naves se deslizaban sobre aguas de color peltre, cerca de la escalinata que bajaba del templo al mar. Giraron donde la playa se curvaba al entrar en el estuario del Evander y descargaron tropas en la arena; luego, los transportes se acercaron a los muelles para bajar el cargamento.
Desde las terrazas de sus jardines, los terratenientes de Ys observaban el desembarco con interés distante, y la gente de la ciudad continuaba con sus tareas, como si las incursiones desde el mar fueran un hecho cotidiano.
En la balaustrada de su palacio, Melancthe miraba el arribo de las naves. Pronto dio media vuelta y entró en la penumbra del palacio.
Glide de Fairsted, con un solo acompañante, montó a caballo y cabalgó valle arriba, entre campos y huertos, con montañas abruptas a ambos lados. Los dos hombres atravesaron villas y villorrios sin despertar siquiera curiosidad.
Las montañas convergieron en el valle que finalmente culminaba bajo esa altura llana conocida como Cerro Tac, con Tintzin Fyral al costado. Había en el aire un hedor cada vez más fuerte, y los dos jinetes pronto descubrieron su origen: seis estacas de gran altura, con seis cadáveres empalados.
El camino que pasaba bajo las estacas atravesaba un prado que exhibía nuevas muestras de la severidad de Carfilhiot hacia sus enemigos: un caballete de seis metros de altura donde colgaban cuatro hombres con pesadas piedras sujetas a los pies. Al lado de cada uno había un marcador que indicaba una medida en centímetros.
Un garito custodiaba la entrada. Un par de soldados con el traje negro y púrpura de Tintzin Fyral les salió al paso cruzando alabardas. Un capitán los siguió y habló con Glide.
—Señor, ¿para qué te acercas a Tintzin Fyral?
—Somos una delegación al servicio del rey Aillas —dijo el caballero—. Solicitamos una reunión con Faude Carfilhiot, y también su protección antes, durante y después de dicha reunión, con el propósito de expresarnos con toda libertad.
El capitán les saludó sin mayor ceremonia.
—Señores, comunicaré de inmediato vuestro mensaje. —Montó a caballo y trepó por un camino angosto que atravesaba el peñasco. Los dos soldados aún les cerraban el paso con las alabardas cruzadas.
—¿Has servido mucho tiempo a Faude Carfilhiot? —preguntó Glide a uno de los guardias.
—Sólo un año, señor.
—¿Eres ulflandés?
—Ulflandés del Norte, señor —Glide señaló el caballete.
—¿Cuál es la razón para estas prácticas? &mdsah;el guardia se encogió de hombros.
—Faude es acosado por los nobles de la región, que se niegan a someterse a él. Recorremos la comarca, alertas como lobos, y cuando salen para cazar o inspeccionar sus tierras los capturamos. Y luego Faude da un ejemplo para disuadir e intimidar a los demás.
—Sus castigos revelan ingenio.
De nuevo el guardia se encogió de hombros.
—Lo mismo da. De un modo u otro, es la muerte. Y los ahorcamientos, incluso los empalamientos, terminan por aburrir a todos.
—¿Por qué miden a esos hombres con marcadores?
—Son grandes enemigos. Allí ves a Jehan de Femus, sus hijos Waldrop y Hambol, y su primo Basil. Fueron capturados y Faude los sentenció a una exhibición punitiva, pero también demostró clemencia. Ordenó: «Que se pongan marcadores, y cuando estos malhechores hayan crecido hasta alcanzar el doble de su estatura, que los suelten y se les permita regresar libremente al castillo de Femus».
—¿Y cómo están?
El guardia ladeó la cabeza.
—Están débiles y angustiados, y todavía tienen que crecer por lo menos sesenta centímetros más.
Glide echó un vistazo al valle y las laderas.
—No parece difícil cabalgar valle arriba con treinta hombres para efectuar un rescate.
El guardia sonrió mostrando sus dientes rotos.
—Eso parecería. Pero no olvides que Faude es un maestro en estratagemas. Nadie invade su valle y escapa libre e indemne.
Glide examinó de nuevo las montañas que se elevaban abruptamente desde el suelo del valle. Sin duda estaban llenas de túneles, puestos de observación y refugios.
—Sospecho que el duque Faude consigue más enemigos de los que puede matar.
—Es posible —dijo el guardia—. ¡Qué Mitra nos proteja! —La conversación, a su entender, estaba concluida; ya había demostrado demasiada afabilidad.
Glide se reunió con su compañero, un hombre alto vestido con una capa negra y un sombrero de alas anchas calado sobre la frente para ocultar una cara enjuta de nariz larga. La persona, aunque armada sólo con una espada y carente de armadura, se comportaba con el aplomo de un noble, y Glide lo trataba como a un igual.
El capitán bajó del castillo e interpeló a Glide.
—Señor, he comunicado fielmente tu mensaje a Faude Carfilhiot. Os permite entrar en Tintzin Fyral y garantiza vuestra seguridad. Seguidme, por favor. Os recibirá de inmediato. —Así diciendo, volvió grupas y se alejó al galope. Los delegados lo siguieron al trote. Subieron por el peñasco, por un camino serpenteante, y en cada etapa descubrían instrumentos defensivos: troneras, trampas, piedras, maderas tensadas para arrojar al intruso al vacío, poternas y fosas.
Subieron por el camino zigzagueante, que al final se ensanchó. Los dos hombres desmontaron y entregaron sus caballos a los palafreneros.
El capitán los llevó al salón más bajo de Tintzin Fyral, donde aguardaba Carfilhiot.
—Caballeros, ¿sois dignatarios de Troicinet? Glide asintió.
—Correcto. Yo soy el caballero Glide de Fairsted y porto credenciales del rey Aillas de Troicinet, que ahora te entrego. —Le alcanzó un pergamino. Carfilhiot le echó una ojeada y se lo pasó a un chambelán menudo y gordo.
—Lee —le ordenó.
El chambelán leyó con voz aguda:
A Faude Carfilhiot de Tintzin Fyral:
Por la ley de Ulflandia del Sur, por poder y por derecho, me he convertido en rey de Ulflandia del Sur, y por tanto te solicito la lealtad debida al soberano reinante. Te presento al caballero Glide de Fairsted y a otro, ambos consejeros de confianza. Glide te explicará mis requerimientos y hablará en mi nombre. Puedes confiarle cualquier mensaje que desees, aun los más confidenciales, si los tienes.
Confío en que responderás rápidamente a mis exigencias, tal como las expresará Glide de Fairsted. Añado mi firma y el sello del reino.
Aillas, rey de Ulflandia del Sur y Troicinet.
El chambelán devolvió el pergamino a Carfilhiot, quien lo estudió con el ceño fruncido, mientras organizaba sus pensamientos.
—Desde luego, me interesan los conceptos del rey Aillas —dijo al fin con tono grave—. Hablemos de esto en mi pequeño salón.
Carfilhiot condujo a Glide y su compañero escalera arriba. Pasaron ante una pajarera de diez metros de altura y cinco de diámetro, equipada con perchas, nidos, cuencos y columpios. Los habitantes humanos de la pajarera ejemplificaban los antojos de Carfilhiot en su expresión más implacable; había amputado los miembros de varios cautivos, tanto varones como mujeres, y los había sustituido por garras y garfios de hierro, con los que se aferraban de las perchas. Cada cual estaba adornado con diversos plumajes; todos gorjeaban, silbaban y trinaban. Como jefe del grupo, espléndido en sus brillantes plumas verdes, estaba el loco rey Deuel. Ahora se acurrucaba en su percha con expresión compungida. Al ver a Carfilhiot se puso alerta y saltó sobre la percha.
—¡Un momento! ¡Tengo una sena queja! Carfilhiot se detuvo.
—¿Qué te ocurre ahora? Últimamente has estado quisquilloso.
—¿Por qué no? Hoy me prometieron gusanos, pero sólo me sirvieron cebada.
—Paciencia —dijo Carfilhiot—. Mañana tendrás tus gusanos.
El loco rey Deuel masculló con rencor, saltó a otra percha y se quedó cavilando. Carfilhiot condujo a sus huéspedes a una habitación alfombrada de verde, con paneles de madera clara y ventanas que daban al valle. Señaló una mesa.
—Sentaos, por favor. ¿Habéis cenado?
Glide se sentó. Su acompañante permaneció de pie en el fondo del salón.
—Ya hemos comido —dijo Glide—. Si deseas, podemos ir directamente al grano.
—Adelante. —Carfilhiot se reclinó en la silla y estiró sus largas y fuertes piernas.
—Mi mensaje es simple. El nuevo rey de Ulflandia del Sur ha llegado con sus fuerzas a Ys. El rey Aillas se propone gobernar con severidad y debes obedecerle.
Carfilhiot soltó una risa metálica.
—No sé nada sobre eso. Por lo que sé, Quilcy no dejó herederos; su linaje está muerto. ¿De dónde saca su derecho Aillas?
—Es rey de Ulflandia del Sur por linaje colateral y por ley de la comarca. Ya viene por el valle, y te exhorta a bajar para saludarlo, y a desistir de toda idea de resistirte a su dominio por la fuerza de tu castillo, Tintzin Fyral, pues en tal caso lo someterá.
—Eso ya se ha intentado —dijo Carfilhiot con una sonrisa—. Los atacantes se han ido y Tintzin1 Fyral sigue en pie. En todo caso, el rey Casmir de Lyonesse no permitirá aquí una presencia troicina.
—No tiene opción. Ya hemos enviado una fuerza para que tome Kaul Bocach y así cierre el paso a Casmir.
Carfilhiot reflexionó. Chasqueó los dedos desdeñosamente.
—Debo actuar con determinación. Las circunstancias aún son inciertas.
—Te ruego que te retractes. Aillas domina Ulflandia del Sur. Los barones han aceptado su presencia con gratitud, y han reunido a sus tropas en el castillo de Cleadstone, por si se necesitan para sitiar Tintzin Fyral.
Carfilhiot se levantó, sorprendido e irritado. ¡Ese era el mensaje del mapa mágico!
—¡Los habéis incitado contra mí! ¡Pero en vano! ¡La conspiración fracasará! ¡Tengo amigos poderosos!
El compañero de Glide habló por primera vez.
—Tienes un solo amigo, tu amante Tamurello. El no te ayudará —Carfilhiot se volvió hacia él.
—¿Quién eres tú? ¡Ven aquí! Te he visto en alguna parte.
—Me conoces bien, porque me has causado mucho daño. Soy Shimrod.
—¡Shimrod! —exclamó Carfilhiot.
—Tienes a los dos niños, Glyneth y Dhrun, que me son muy queridos. Ahora me los entregarás. Asaltaste mi mansión Trilda y tomaste mis pertenencias. Tráelas.
Carfilhiot torció los labios en una siniestra sonrisa.
—¿Qué ofreces a cambio?
Shimrod habló con voz suave y opaca.
—Juré que los canallas que saquearon Trilda morirían tras sufrir parte del tormento que infligieron a mi amigo Grofinet. Capturé a Rughalt gracias a sus rodillas. Murió en medio de grandes dolores, pero antes te nombró como su cómplice. Devuélveme mis cosas y a los dos niños, y de mala gana retiraré mi juramento: no morirás por mi mano ni por el dolor que quisiera infligirte. No tengo más que ofrecer, pero es mucho.
Carfilhiot expresó su disgusto enarcando las cejas y entornando los ojos. Habló pacientemente, como quien explica verdades evidentes a un retardado.
—Para mí no eres nada. Me apoderé de tus cosas porque las quería. Y podría hacerlo de nuevo. ¡Cuídate de mí, Shimrod!
—Señor —intervino Glide—, cito nuevamente las órdenes de tu señor el rey Aillas. Te pide que bajes de tu palacio y te sometas a su justicia. No es un hombre cruel y prefiere no derramar sangre.
—¡Ja! ¡Conque ésas tenemos! ¿Y qué me ofrece por este piadoso servicio?
—Los beneficios son muy reales. El noble Shimrod ha hecho requerimientos. Si lo complaces, se compromete a no tomar tu vida. Acepta su propuesta. Por silogismo, te ofrecemos la vida misma: el bien más valioso y concreto que se puede ofrecer.
Carfilhiot se repantigó en la silla. Al cabo de un momento rió.
—Caballero Glide, hablas con habilidad. Alguien menos tolerante que yo podría considerarte insolente; incluso yo estoy pasmado. Vienes aquí sin más protección que un salvoconducto que depende de la propiedad y el decoro. Luego me solicitas amplias concesiones a través de insinuaciones y amenazas que suenan ofensivas. En mi pajarera pronto aprenderás a cantar canciones más agradables.
—Señor, no me propongo irritarte sino persuadirte. Esperaba apelar a tu razón antes que a tus emociones.
Carfilhiot volvió a levantarse.
—Estoy perdiendo la paciencia con tu descaro.
—De acuerdo, no hablaré más. ¿Qué respuesta llevaré al rey Aillas?
—Puedes decirle que Faude Carfilhiot, duque de Valle Evander, reacciona negativamente ante sus propuestas. En su inminente guerra con el rey Casmir, me consideraré neutral.
—Le comunicaré esas exactas palabras.
—¿Y mis requerimientos? —preguntó Shimrod.
Los ojos de Carfilhiot parecieron emitir una luz amarilla.
—Al igual que el caballero Glide, no me ofreces nada y lo deseas todo. No puedo complacerte.
Glide ejecutó la mínima reverencia requerida por el protocolo caballeresco.
—Nuestra gratitud por tu atención.
—Si esperabais despertar mi profunda animadversión, lo habéis lo grado —dijo Carfilhiot—. De lo contrario, sólo habéis perdido el tiempo. Por aquí. —Pasaron frente a la pajarera, donde el rey Deuel dio un brinco para presentar una nueva queja, y fueron al salón de abajo, donde Carfilhiot llamó a su chambelán—. Conduce a estos caballeros hasta sus caballos. —Se volvió hacia ambos—. Me despido de vosotros. Mi palabra os protegerá mientras bajéis por el valle. Si regresáis, os consideraré intrusos hostiles.
—Una última palabra —dijo Shimrod.
—Como desees.
—Salgamos. Lo que tengo que decir resultará enfermizo y sofocante dentro de tu sala.
Carfilhiot lo condujo a la terraza.
—Habla —dijo. Ambos estaban bajo la brillante luz de la tarde.
—Soy un mago del undécimo nivel —dijo Shimrod—. Cuando me robaste en Trilda me distrajiste de mis estudios. Ahora los reanudaré. ¿Cómo te protegerás contra mí?
—¿Te atreverías a enfrentarte a Tamurello?
—Él no te protegerá contra mí. Tiene miedo de Murgen.
—Estoy a salvo.
—No creas. En Trilda me provocaste. Se me permite la venganza. Así es la ley.
Carfilhiot abrió la boca.
—No es aplicable.
—¿No? ¿Quién protegió a Rughalt cuando su cuerpo ardió? ¿Quién te protegerá a ti? ¿Tamurello? Pregúntale. Te hará promesas, pero su falsedad será fácil de detectar. Por última vez: entrégame mis pertenencias y mis dos niños.