Carfilhiot tocó la áspera piedra de los parapetos para tranquilizarse. ¡Estaba a salvo! ¿Cómo caería ese magnífico castillo? En las bóvedas había provisiones para un año o más; tenía agua suficiente gracias a un manantial subterráneo. Una cuadrilla de mil zapadores, trabajando día y noche, podría, teóricamente, excavar la base del peñasco para derribar el castillo. En la práctica la idea era absurda. ¿Y qué podían lograr sus enemigos desde la cima del Cerro Tac? El castillo estaba protegido por la anchura del abismo: un largo tiro de ballesta. Los arqueros del Cerro Tac sólo podían molestar hasta que se levantaran escudos contra las flechas, con lo cual sus esfuerzos serían fútiles. Tintzin Fyral parecía vulnerable sólo desde el norte. Desde el ataque ska Carfilhiot había aumentado sus defensas, presentando ingeniosos sistemas nuevos contra quien tuviera esperanzas de usar un ariete.
Así se tranquilizaba Carfilhiot. Más aún, y mucho más importante, Tamurello se había comprometido a respaldarlo. Si se le acababan las provisiones, Tamurello podría renovarlas mediante su magia. Tintzin Fyral podría resistir para siempre.
Carfilhiot echó otro vistazo y bajó a su cuarto de trabajo, pero Tamurello, por ausencia, negligencia o designio, no habló con él.
Por la mañana, Carfilhiot observó cómo las tropas troicinas avanzaban casi hasta el pie de Tintzin Fyral, evadiendo sus emboscadas al marchar en fila de uno en uno bajo una pantalla de escudos. Talaron las estacas de empalamiento, liberaron a los hombres del castillo de Femus de sus pesas, y acamparon en el prado. Caravanas de vituallas subieron por el valle y por el risco. Sus lentos y metódicos preparativos causaron a Carfilhiot nuevas aprensiones a pesar de sus razonamientos. Había mucha actividad en la cima del Cerro Tac, y Carfilhiot vio cómo cobraban forma los esqueletos de tres enormes catapultas. Había pensado que el Cerro Tac no representaba ningún peligro, a causa de sus empinados declives, pero los malditos troicinos habían encontrado el sendero y como hormigas, poco a poco, habían llevado hasta la cima las tres grandes catapultas que ahora se recortaban en el cielo. Sin duda estaban a excesiva distancia. Las piedras que arrojaran rebotarían en las murallas del castillo y amenazarían el campamento troicino que estaba a los pies. Así se tranquilizaba Carfilhiot. En el risco norte estaban construyendo otras seis máquinas de asalto, y de nuevo Carfilhiot se inquietó al ver la eficacia de los ingenieros troicinos. Las máquinas eran macizas, diseñadas con gran precisión. A su debido momento las acercarían al borde del peñasco, tal como habían hecho los ska. Al pasar el día, Carfilhiot empezó a dudar, y las dudas se convirtieron en rabia; las máquinas se instalaron a buena distancia de su explanada mortal. ¿Cómo se habían dado cuenta de ese peligro? ¿A través de los ska? ¡Todo estaba saliendo mal! Algo chocó estrepitosamente contra el lateral de la torre causando una conmoción.
El pasmado Carfilhiot dio media vuelta. En el Tac, el brazo de una de las grandes catapultas subía y se detenía con un chasquido. Una roca saltó en el aire, trazó un arco lento y bajó hacia el castillo. Carfilhiot se tapó la cabeza con las manos y se agachó. La piedra pasó a poca distancia de la torre y cayó cerca del puente levadizo. El yerro no le causó placer; sólo estaban afinando la puntería.
Corrió escalera abajo y envió a un grupo de arqueros al tejado. Subieron a las almenas, apoyaron los arcos en los merlones, estiraron y sostuvieron los arcos con el pie. Los tensaron al máximo y dispararon. Las flechas trazaron un gran arco sobre el abismo y luego cayeron hacia las laderas del Tac. Un ejercicio fútil.
Carfilhiot soltó un juramento y agitó los brazos en un desafío. Dos de las catapultas dispararon al mismo tiempo; dos pedrejones subieron en el aire, trazaron sus arcos, descendieron y se hundieron en el tejado. La primera mató a dos arqueros y quebró el techo; la segunda pasó a pocos pasos de Carfilhiot y atravesó el techo para caer en una sala alta. Los arqueros supervivientes corrieron escalera abajo seguidos por Carfilhiot.
Durante una hora las piedras llovieron sobre el tejado de la torre, destruyendo las almenas, abriendo boquetes en el techo y quebrando las vigas, cuyos fragmentos sobresalían en el aire o colgaban a poca distancia del piso de abajo.
Los ingenieros modificaron la puntería de sus máquinas y empezaron a demoler las murallas de la torre. Era obvio que en pocos días las máquinas del Cerro Tac derribarían la torre de Tintzin Fyral.
Carfilhiot corrió a su cuarto de trabajo y logró establecer contacto con Tamurello.
—El ejército ataca desde las alturas con armas enormes. ¡Ayúdame o estoy condenado!
—Muy bien —dijo Tamurello con voz pesada—. Haré lo que se debe hacer.
En el Tac, Aillas permanecía en el mismo lugar donde había estado antes, en otra época de su vida. Observaba cómo las piedras cruzaban el abismo para demoler Tintzin Fyral.
—La guerra ha terminado —le dijo a Shimrod—. No tiene adonde ir. Desmantelaremos el castillo piedra por piedra. Es hora de parlamentar nuevamente.
—Sometámoslo a esto una hora más. Siento su estado de ánimo. Es furia, pero todavía no es desesperación.
Una luz crepuscular surcó el cielo. Se posó en la cima del Tac y explotó con un débil sonido. Tamurello, cuya estatura superaba en una cabeza la de los hombres comunes, estaba frente a ellos. Llevaba un traje de relucientes escamas negras y un yelmo de plata con forma de cabeza de pez. Sus ojos redondos relucían bajo las cejas negras, con anillos blancos alrededor del negro iris. Se erguía sobre una esfera de fuerza fluctuante que desapareció poco a poco, bajándolo al suelo. Miró a Aillas y a Shimrod.
—Cuando nos conocimos en Pároli, no reconocí tu alta investidura.
—En ese momento carecía de ella.
—¡Y ahora te expandes hasta Ulflandia del Sur!
—La tierra es mía por derecho de linaje, y ahora por fuerza de conquista. Ambos son títulos válidos.
Tamurello hizo un ademán.
—En el apacible Valle Evander, el duque Faude Carfilhiot goza de popularidad. Conquista otras tierras, pero contén la mano aquí. Carfilhiot es mi amigo y aliado. Retira tus ejércitos, o tendré que practicar mi magia contra ti.
—Calla, antes de que te crees una situación difícil —dijo Shimrod—. Soy Shimrod. Bastará una palabra mía para que acuda Murgen. Me estaba prohibido hacerlo a menos que tú interfirieras. Como te has entrometido, ahora puedo pedir la intercesión de Murgen.
Un relámpago de llamas azules alumbró la cima de la montaña y Murgen se acercó.
—Tamurello, estás violando mi edicto.
—Protejo a alguien que me es querido.
—En este caso, no puedes hacerlo. Has jugado una partida maligna, y tiemblo con deseos de destruirte.
Los ojos de Tamurello irradiaron un negro resplandor. Avanzó un paso.
—¿Te atreves a amenazarme, Murgen? Estás fláccido y senil, te asustan temores imaginarios. Mientras tanto, mi fuerza crece.
Murgen pareció sonreír.
—Primero invocaré a los Estragos de Falax, luego a la Capa de Carne de Miscus; tercero, a la Escuálida Plenitud. Reflexiona. Sigue tu camino, y agradece mi moderación.
—¿Qué dices de Shimrod? ¡Él es tu criatura!
—Ya no lo es. En todo caso, tú generaste la ofensa. Él tiene derecho a restaurar el equilibrio. Tus actos no fueron abiertos, y te castigo de esta manera: regresa a Pároli, no abandones tu residencia en cinco años, so pena de obliteración.
Tamurello gesticuló bruscamente y desapareció en un remolino de humo que se convirtió en una luz crepuscular, y voló velozmente hacia el este.
—¿Puedes brindarnos más ayuda? —le preguntó Aillas a Murgen—. Preferiría no arriesgar la vida de hombres honestos, ni la de mi hijo.
—Tus deseos hablan bien de ti. Pero estoy comprometido por mi propio edicto. No puedo interceder por quienes amo, así como no puede Tamurello. Sigo un camino estrecho, con una docena de ojos que juzgan mi conducta. —Apoyó la mano en la cabeza de Shimrod—. Ya estás separado de mí.
—Soy tanto el charlatán doctor Fidelius como Shimrod el mago.
Murgen retrocedió sonriendo. La llama azul en que había llegado se materializó y lo envolvió. Desapareció, dejando en el suelo un pequeño objeto. Shimrod lo recogió.
—¿Qué es? —preguntó Aillas.
—Un carrete, con hilo muy fino.
—¿Con qué propósito? —Shimrod probó el cordel.
—Es muy fuerte.
Carfilhiot estaba en su cuarto de trabajo, temblando ante la conmoción que provocaban las piedras que llovían del cielo. El marco circular se alteró para convertirse en la cara de Tamurello, demudado por la emoción.
—Faude, me han derrotado. No puedo interceder por ti.
—¡Pero están destruyendo mi castillo! ¡Y pronto me destruirán a mí!
El silencio de Tamurello colgó en el aire con más pesadez que las palabras. Al cabo de un instante Carfilhiot habló con voz jadeante, suave y exaltada por la emoción:
—Tan gran pérdida y luego mi muerte… ¿Es tolerable para ti, cuando tan a menudo me declaraste tu amor? No puedo creerlo.
—No es tolerable, pero el amor no puede derretir las montañas. Haré todo lo razonable, y más. Prepárate, te llevaré a Pároli.
—¡Mi maravilloso castillo! —exclamó Carfilhiot con voz lastimera—. Nunca lo abandonaré. Debes ahuyentarlos.
—Huye o ríndete —dijo Tamurello con tristeza—. ¿Qué escoges?
—Ninguna de las dos cosas. ¡En nombre de nuestro amor, ayúdame!
—Para obtener mejores condiciones —dijo Tamurello con tono práctico—, ríndete ahora. Cuanto más los lastimes, más duro será tu destino.
Su cara se disolvió en la membrana gris, que se desprendió del marco y desapareció, dejando sólo el panel de madera de haya. Carfilhiot maldijo y arrojó el marco al suelo.
Bajó hasta el piso inferior y caminó de un lado a otro con las manos en la espalda. Se volvió para llamar a su criado:
—Los dos niños: ¡tráelos de inmediato!
En la cima del Tac el capitán de los ingenieros saltó de pronto frente a las catapultas.
—Alto el fuego —Aillas se le acercó.
—¿Qué sucede?
—¡Mira! —El capitán señaló hacia abajo—. Han puesto a alguien en lo que queda del techo.
—Son dos —dijo Shimrod—. ¡Glyneth y Dhrun!
Aillas, a través del abismo, vio a su hijo por primera vez. Shimrod, junto a él, dijo:
—Es un niño apuesto, además de fuerte y valiente. Estarás orgulloso de él.
—¿Pero cómo rescatarlo? Están a merced de Carfilhiot. Ha anulado nuestras catapultas. Tintzin Fyral ha vuelto a ser invulnerable.
Glyneth y Dhrun, sucios, desconcertados, infelices y asustados, tuvieron que salir del cuarto donde los habían encerrado y subir por la escalera de caracol. Mientras subían repararon en un impacto recurrente que hacía vibrar las paredes de piedra de la torre. Glyneth se paró a descansar, y el criado la urgió con ademanes.
—¡Deprisa! El duque tiene prisa.
—¿Qué sucede? —preguntó Glyneth.
—El castillo sufre un ataque, es todo lo que sé. Venid ahora, no hay tiempo que perder.
Les obligaron a entrar en una sala. Carfilhiot dejó de caminar para escudriñarlos. Ya no exhibía su aplomada elegancia. Estaba desaliñado y trastornado.
—Venid por aquí. Al fin me seréis útiles.
Glyneth y Dhrun retrocedieron. El les obligó a subir la escalera hasta el nivel superior de la torre. Arriba, una piedra atravesó el techo roto para dar contra la pared opuesta.
—¡Deprisa! ¡Arriba!
Carfilhiot los empujó por la escalera tambaleante y rota hacia la luz de la tarde. Una vez arriba, los niños se agacharon temiendo la caída de otro proyectil.
—¡Mira la montaña! —exclamó Dhrun.
—¡Es Shimrod! —exclamó Glyneth—. ¡Ha venido a rescatarnos! —Agitó los brazos—. ¡Aquí estamos! ¡Ven a buscarnos! —El techo crujió cuando cedió una viga y se desmoronó la escalera—. ¡Deprisa! —exclamó Glyneth—. ¡El techo se derrumba bajo nuestros pies!
—Por aquí —dijo Dhrun. Llevó a Glyneth cerca de las almenas destrozadas, y los dos miraron a través del abismo con fascinada esperanza.
Shimrod se acercó al borde del peñasco. Sostenía un arco en una mano y una flecha en la otra. Se las dio a un arquero. Glyneth y Dhrun lo observaron maravillados.
—Trata de indicarnos algo —dijo Glyneth—. Me pregunto qué querrá hacer.
—El arquero va a disparar la flecha. Nos indica que tengamos cuidado.
—¿Pero para qué disparará una flecha?
La fuerza de los brazos humanos no podía romper el delgado hilo del carrete de Murgen. Shimrod tendió el cordel en el suelo, en tramos de tres metros, para que pudiera extenderse sin trabas. Alzó el arco y la flecha para que los dos niños, tan cercanos pero tan distantes, adivinaran sus intenciones; luego sujetó una punta del cordel a la flecha.
—¿Puedes disparar esta flecha hacia la torre? —le preguntó a Cargus. Cargus puso la flecha en el arco.
—Si fallo, recoge el cordel y que un hombre mejor lo intente.
Echó la flecha hacia atrás, la elevó para que su trayectoria se prolongara todo lo posible, y la disparó. La flecha surcó el cielo con el cordel detrás. Glyneth y Dhrun corrieron a coger el cordel. A una señal de Shimrod lo sujetaron a un sólido merlón del otro extremo del techo. De inmediato el hilo se engrosó, convirtiéndose en un cable de fibras trenzadas de cinco centímetros de diámetro. En el Tac, una cuadrilla de hombres lo tensó apoyándoselo en los hombros.
En la sala situada tres pisos más abajo, Carfilhiot esperaba melancólicamente, pero con el alivio de creer que había detenido ingeniosamente el ataque. ¿Qué ocurriría a continuación? Todo estaba en movimiento; las condiciones debían cambiar. Ejercitaría su más agudo ingenio, su mejor talento para la improvisación, para que esta situación desfavorable le reportara el mayor beneficio. Pero, a pesar de todo, una inquietante convicción se le deslizó en la mente como una sombra oscura. Tenía muy poco margen de maniobra. Su mayor esperanza, Tamurello, le había fallado. Aunque pudiera mantener a Dhrun y Glyneth en el techo indefinidamente, no podría resistir un sitio para siempre. Soltó una exclamación de angustia. Era hora de hacer concesiones, de actuar con afabilidad y llegar a un trato conveniente. ¿Qué condiciones le ofrecerían sus enemigos? Si entregaba a sus cautivos y los artefactos de Shimrod, quizá lo dejaran controlar el Valle. O tal vez no. ¿Y el castillo? Tampoco, tal vez. Arriba había silencio. ¿Qué sucedería en el Cerro Tac? Carfilhiot imaginó a sus enemigos de pie al borde del peñasco, maldiciendo al viento. Fue a la ventana y miró hacia arriba. Vio el cable que cruzaba el cielo y soltó un grito sobresaltado. En el borde del Tac vislumbró a unos hombres que se disponían a deslizarse por la cuerda. Corrió hacia la escalera y llamó a Robnet, su capitán, pidiéndole que enviara un pelotón al tejado.