Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (61 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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Subió corriendo a las ruinas de su cuarto. Las escaleras que conducían al tejado crujían bajo su peso. Pisando con el mayor cuidado posible, avanzó hacia arriba. Oyó la exclamación de Glyneth y quiso darse prisa. Las escaleras cedían bajo sus pies. Se dio impulso y trepó aferrándose a una viga astillada. La pálida Glyneth estaba encima de él; empuñó un trozo de madera rota y le golpeó la cabeza con todas sus fuerzas. Aturdido, Carfilhiot cayó hacia atrás y se quedó colgado de un brazo sobre la viga del techo; luego, estirando con desesperación el otro brazo, aferró el tobillo de Glyneth y la atrajo hacia sí.

Dhrun se les acercó y tendió la mano en el aire.

—¡Dassenach! ¡Mi espada Dassenach! ¡Ven a mí!

Desde más allá del Bosque de Tantrevalles, desde el matorral donde Carfilhiot la había arrojado, la espada Dassenach acudió a la mano de Dhrun, quien la alzó y atravesó la muñeca de Carfilhiot, clavándola a la viga. Glyneth se zafó y trepó al techo. Carfilhiot soltó un grito de dolor y quedó colgando de su muñeca atravesada.

Por la cuerda, montado en un nudo, llegó un hombre macizo de hombros anchos y semblante oscuro y huraño. Cayó en el tejado, luego fue a mirar a Carfilhiot; otro hombre se deslizó desde el Tac. Alzaron a Carfilhiot y lo maniataron en el tejado con cuerdas. Acto seguido se dirigieron a Glyneth y Dhrun.

—Yo soy Yane, éste es Cargus —dijo el más pequeño de los dos—. Somos amigos de tu padre.

—¿Mi padre? —preguntó Dhrun.

—Allá está, junto a Shimrod.

Por la línea llegó otro hombre. Los soldados de Carfilhiot trataron de disparar flechas desde abajo, pero la configuración de las aspilleras les impedía llevar a cabo tiros certeros.

Tintzm Fyral estaba vacío. La espada, el fuego, la asfixia y el hacha del verdugo habían dado cuentas de los defensores. Robnet, capitán de la guardia, se había encaramado a la muralla que rodeaba la plaza de armas. Se irguió con las piernas abiertas, y el viento le hizo ondear los rizos grises.

—¡Venid! —bramó—. ¿Quién me retará espada en mano? ¿Dónde están vuestros valientes campeones, vuestros héroes, vuestros nobles caballeros? ¡Venid! ¡Chocad vuestro acero conmigo!

Los guerreros troicinos lo miraron unos instantes.

—¡Baja, anciano! —gritó Cargus—. El hacha te espera.

—¡Venid a capturarme! ¡Probad vuestro acero contra el mío! —Cargus hizo una seña a los arqueros. Robnet murió con seis flechas que le sobresalían del cuello, el pecho y los ojos.

La pajarera presentó problemas especiales. Algunos cautivos aletearon esquivamente y treparon a perchas altas para eludir a los que venían a rescatarlos. El rey Deuel intentó levantar un elegante vuelo a través de la jaula, pero las alas le fallaron. Cayó al suelo y se rompió el cuello.

Las mazmorras ofrecían imágenes que aterrarían para siempre a quienes las exploraron. Se arrastró a los torturadores hasta la plaza de armas. Los ulflandeses pidieron que los empalaran, pero el rey Aillas de Troicinet y Ulflandia del Sur había prohibido el tormento, y el hacha les cortó la cabeza.

Carfilhiot ocupó una jaula en la plaza de armas, al pie del castillo. Se erigió una gran horca, con el brazo a dieciocho metros del suelo. Un nublado mediodía con viento del este, Carfilhiot fue llevado a la horca. De nuevo se oyeron voces apasionadas.

—Paga un precio demasiado bajo —Aillas no prestó atención.

—Colgadlo bien alto.

El verdugo sujetó las manos de Carfilhiot, le pasó el nudo por encima de la cabeza, y el condenado subió meciéndose y pateando: una grotesca sombra negra en el cielo gris.

Rompieron las estacas de empalamiento y quemaron los fragmentos. Arrojaron el cuerpo de Carfilhiot a las llamas, donde se retorció como si muriera por segunda vez. Desde el fuego se elevó un mórbido vapor verde que se perdió en el viento, por el Valle Evander y encima del mar. El vapor no se disipó. Se condensó convirtiéndose en un objeto semejante a una gran perla verde, que cayó al mar y fue devorado por un rodaballo.

Shimrod empacó los artefactos que le habían robado y otros objetos. Cargó los baúles en una carreta y con Glyneth a su lado bajó por el valle hasta la vieja Ys. Aillas y Dhrun los acompañaban a caballo. Cargaron los baúles a bordo de la nave que los llevaría de vuelta a Troicinet.

Una hora antes de zarpar, Shimrod montó impulsivamente a caballo y cabalgó al norte a lo largo de la playa: un camino que había recorrido tiempo atrás en sueños. Se acercó al palacio a orillas del mar y encontró a Melancthe de pie en la terraza, casi como si lo estuviera esperando.

A poca distancia de Melancthe, Shimrod frenó el caballo. Se quedó mirándola desde la silla de montar. Ella no dijo nada, y él tampoco. Luego volvió grupas y regresó lentamente hasta Ys.

32

A principios de la primavera de ese año, los enviados del rey Casmir llegaron a Miraldra y solicitaron una audiencia con el rey Aillas. Un heraldo anunció sus nombres:

—Majestad, recibid a Nonus Román, sobrino del rey Casmir, y al duque Aldrudin de Twarsbane, y al duque Rubarth de Jong, y al conde Fanishe del castillo Stranlip.

Aillas bajó del trono para recibirlos.

—Caballeros, bienvenidos a Miraldra.

—Gracias, majestad —dijo Nonus Román—. Traigo conmigo un pergamino con las palabras del rey Casmir de Lyonesse. Si me permites, te las leeré.

—Lee, por favor.

El escudero entregó a Nonus Román un tubo tallado en marfil. Nonus Román desplegó un rollo. El escudero se adelantó grácilmente y Nonus Román se lo entregó. Nonus Román se dirigió a Aillas:

—Majestad, las palabras de Casmir, rey de Lyonesse. El escudero leyó con voz vibrante:

Para su majestad el rey Aillas, en su palacio de Miraldra, Dorareis, estas palabras:

Confío en que la ocasión te encuentre gozando de buena salud.

Deploro las condiciones que afectaron adversamente la tradicional amistad entre nuestros dos reinos. El presente recelo y discordia no aporta ventajas a ninguno de los dos, de modo que propongo un inmediato cese de las hostilidades y una tregua de un año durante la cual ninguno de ambos bandos emprenderá esfuerzos armados ni actos militares de ninguna clase sin previa consulta con la otra parte, excepto en el caso de un ataque exterior.

Al cabo de un año la tregua continuará con validez, a menos que una parte notifique lo contrario a la otra. Espero que entretanto se resuelvan nuestras diferencias y que nuestras relaciones futuras se basen en el amor fraternal y la concordia.

De nuevo, con mis respetos y mejores deseos.

Casmir, en Haidion, ciudad de Lyonesse.

Al regresar a la ciudad de Lyonesse, Nonus Román entregó la respuesta del rey Aillas.

A Casmir, rey de Lyonesse, estas palabras de Aillas, rey de Troicinet, Dascinet y Ulflandia del Sur.

Accedo a tu propuesta de una tregua, según las siguientes condiciones:

En Troicinet no tenemos deseos de derrotar, conquistar ni ocupar el reino de Lyonesse. No sólo nos disuade la fuerza superior de tus ejércitos, sino también nuestro repudio por tal empresa.

Ignoramos si Lyonesse utilizará el respiro acordado por una tregua para construir una fuerza naval capaz de desafiar la nuestra.

Por tanto, accedo a la tregua si desistes de toda construcción naval, la cual debemos considerar como un preparativo para invadir Troicinet. Tú reposas en la fuerza de tus ejércitos, nosotros en la fuerza de nuestra flota. Ninguna de ambas es ahora una amenaza para la otra; convirtamos esta mutua seguridad en la base para la tregua.

Aillas.

Una vez la tregua en vigor los reyes de Troicinet y Lyonesse intercambiaron visitas ceremoniales.

Primero fue Casmir a Miraldra.

Al encontrar a Aillas cara a cara, sonrió, frunció el ceño y puso cara de asombro.

—Te he visto antes en alguna parte. Nunca olvido una cara. —Aillas se encogió de hombros.

—Majestad, no discutiré sobre la capacidad de tu memoria. Recuerda que visité Haidion cuando era niño.

—Sí, es posible.

Durante el resto de la visita Aillas sorprendió a menudo a Casmir mirándolo atenta y reflexivamente.

Mientras cruzaban el Lir en su visita recíproca a Lyonesse, Aillas y Dhrun se pararon en la proa de la nave. Adelante, Lyonesse era un perfil oscuro e irregular en el horizonte.

—Nunca te he hablado de tu madre —dijo Aillas—. Tal vez sea hora de que conozcas la historia. —Miró hacia el oeste, hacia el este y nuevamente hacia el norte. Señaló—. Allá, a unos quince o treinta kilómetros, mi cruel primo me empujó al agua del golfo. Las corrientes me arrastraron a la costa, mientras estaba al borde de la muerte. Volví a la vida y creí que había muerto y que mi alma había llegado al paraíso. Estaba en un jardín donde una bella doncella vivía sola por culpa de la crueldad de su padre. El padre era el rey Casmir; la doncella era la princesa Suldrun. Nos enamoramos profundamente y planeamos escapar del jardín. Nos traicionaron; por orden de Casmir me arrojaron a un profundo pozo, y él debe creer que morí allí. Tu madre te dio a luz, y a ti te llevaron lejos de Casmir. Apenada y compungida, tu madre se suicidó, y por esta angustia infligida a alguien tan inocente como la luz de la luna odiaré siempre a Casmir con todo mi corazón. Y así son las cosas.

Dhrun miró hacia el agua.

—¿Cómo era mi madre?

—Es difícil describirla. Era poco sociable y feliz con su soledad. Yo pensaba que nunca había visto una criatura tan bella.

Mientras recorría los salones de Haidion, Aillas evocaba imágenes del pasado, de él mismo y de Suldrun, tan vividas que creía oír el murmullo de sus voces y el susurro de sus vestimentas; las imágenes de los amantes parecían mirar a Aillas de soslayo, sonriendo enigmáticamente con ojos relucientes, como si los dos sólo disfrutaran, con todo inocencia, de un juego peligroso.

En la tarde del tercer día, Aillas y Dhrun salieron de Haidion por el naranjal. Subieron por la arcada, atravesaron el vencido portal de madera y bajaron por las rocas al viejo jardín.

Recorrieron el sendero con lentitud, en un silencio que parecía arraigado en el lugar como el silencio de los sueños. Se detuvieron en las ruinas y Dhrun miró maravillado alrededor. El heliotropo perfumaba el aire; Dhrun nunca volvería a oler ese perfume sin un arrebato de emoción.

Cuando el sol se ponía entre nubes áureas, los dos bajaron a la costa y miraron el oleaje que lamía los guijarros. El crepúsculo llegaría pronto; subieron la colina. Ante el tilo, Aillas aminoró la marcha y se detuvo. Sin que Dhrun pudiera oírlo, susurró:

—¡Suldrun! ¿Estás aquí? ¡Suldrun!

Creyó oír un susurro, tal vez sólo el murmullo del viento entre las hojas.

—Suldrun —dijo Aillas en voz alta.

Dhrun se le acercó y le apretó el brazo. Dhrun ya amaba profundamente a su padre.

—¿Le hablas a mi madre?

—He hablado, pero ella no responde —Dhrun miró en derredor, hacia el frío mar.

—Vámonos. No me gusta este sitio.

—Ni a mí.

Aillas y Dhrun se marcharon del jardín: dos criaturas vivientes y ágiles; y si alguna cosa había susurrado junto al viejo tilo, ahora callaba y el jardín permanecía en silencio en medio de la noche.

Las naves troicinas habían zarpado. Desde la terraza de Haidion, Casmir miraba las velas que se empequeñecían. El hermano Umphred se le acercó.

—Quisiera hablar contigo.

Casmir lo miró con desdén. Sollace, cada vez más ferviente en su fe, había sugerido la construcción de una catedral cristiana para adorar las tres entidades que ella llamaba «Santísima Trinidad». Casmir sospechaba la influencia del hermano Umphred, a quien detestaba.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Anoche llegué a ver a Aillas cuando vino para el banquete.

—¿Y bien?

—¿Su cara no te resulta familiar? —Una sonrisa taimada y sugestiva tembló en los labios del hermano Umphred.

Casmir lo fulminó con la mirada.

—En efecto. ¿Qué hay con eso?

—¿Recuerdas al joven que insistía en que yo lo desposara con la princesa Suldrun?

Casmir abrió la boca. Miró atónito al hermano Umphred, luego miró hacia el mar.

—Lo arrojé al pozo. Está muerto.

—Escapó. Y recuerda.

—Imposible —resopló Casmir—. El príncipe Dhrun tiene diez años.

—¿Y qué edad le das al rey Aillas?

—Calculo que tiene veintidós o veintitrés, no más.

—¿Y engendró un hijo a los doce o trece años?

Casmir caminó de un lado al otro, las manos a la espalda.

—Es posible. Aquí hay un misterio. —Se detuvo a mirar el mar, donde las velas troicinas ya se habían perdido de vista.

Llamó a Mungo, el senescal.

—¿Recuerdas a la mujer a quien interrogamos con referencia a la princesa Suldrun?

—La recuerdo, majestad.

—Hazla venir.

Al poco tiempo Mungo se presentó ante Casmir.

—Majestad, he intentado cumplir con tu deseo, pero en vano. Ehirme, su esposo y su familia han abandonado su granja y se dice que se mudaron a Troicinet, donde ahora son importantes propietarios.

Casmir no respondió. Se reclinó en la silla, cogió una copa de vino tinto y estudió los reflejos que bailaban a la luz del hogar. Murmuró para sí mismo:

—Aquí hay un misterio.

Epilogo

¿Qué sucederá ahora?

De momento, Aillas ha frustrado las ambiciones del rey Casmir, que una vez intentó matarlo, y Casmir ya siente gran odio por Aillas. Sus intrigas continúan. Tamurello, temiendo a Murgen, envía al hechicero Shan Farway a ver a Casmir. En su conspiración utilizan el nombre «Joald» y ambos guardan silencio.

La princesa Madouc, medio hada, es una picara criatura de piernas largas, rizos oscuros y cara de fascinante movilidad. Es una persona de hábitos heterodoxos. ¿Qué será de ella? ¿Quién es su padre? A su requerimiento, un muchacho aventurero llamado Traven inicia una búsqueda. Si él triunfa, ella deberá otorgarle lo que él pida. Osmin el ogro captura a Traven, quien se salva enseñando ajedrez a su captor.

¿Qué será de Glyneth, que ama Watershade y Miraldra pero añora su vida errabunda con el doctor Fidelius? ¿Quién la cortejará y quién la conquistará?

Aillas es rey de Ulflandia del Sur y ahora debe enfrentarse a los ska, quienes han declarado la guerra al mundo. Cuando piensa en los ska recuerda a Tatzel, que vive en el castillo Sank. Conoce un modo secreto de entrar en la fortaleza Poelitetz. ¿Cómo utilizará este conocimiento?

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