Yane señaló los caballos con asombro.
—¡Ved esa maravilla! ¿Son monstruos, u obra de la magia?
—Personalmente —dijo Cargus—, preferiría algo menos ostentoso —Aillas se levantó de un brinco para mirar el carromato. Se volvió a sus compañeros.
—¿Habéis visto al conductor?
—Claro: un joven noble bromista.
—O un joven advenedizo con pretensiones de nobleza —Aillas se sentó reflexivamente.
—Lo he visto antes… en extrañas circunstancias. —Alzó la jarra y la encontró vacía—. ¡Muchacho, trae más cerveza! Beberemos, y luego seguiremos al Nunca-falla por lo menos hasta el linde de la ciudad.
Los tres guardaron silencio, observando el tráfico de la calle y del parque. El camarero les sirvió cerveza; en ese mismo instante un hombre alto con pelo de color arena y aspecto desencajado se les acercó. Se detuvo para hacerle una pregunta al camarero.
—Soy el doctor Fidelius. ¿No ha pasado por aquí mi carromato? Va tirado por un par de caballos negros bicéfalos.
—No he visto tu carromato, señor. Estaba ocupado sirviendo cerveza a estos caballeros.
—Señor —dijo Aillas—, tu carromato pasó hace sólo unos minutos.
—¿Y viste al conductor?
—Me fijé especialmente en él: un hombre de tu edad, de pelo oscuro, rasgos armoniosos y una actitud entre arrogante y temeraria. Creo que lo he visto antes, aunque no recuerdo dónde.
Yane señaló.
—Fue hacia el sur por el Camino de Icnield.
—Entonces tendrá que detenerse en Cambermouth. —Se volvió hacia Aillas—. Si yo nombrara a Faude Carfilhiot, ¿eso te refrescaría la memoria?
—Por supuesto. —Aillas evocó un período de afanes, fugas y vagabundeos—. Lo vi una vez en su castillo.
—Has confirmado mis peores temores. Muchacho, ¿puedes conseguirme un caballo?
—Debo ir a ver al establero, señor. Cuanto mejor sea el caballo, más dinero pedirá.
Shimrod le arrojó una corona de oro.
—Tráeme el mejor, y deprisa.
El muchacho se fue a la carrera. Shimrod se sentó a esperar. Aillas lo miró de soslayo.
—¿Qué harás cuando lo alcances en Slange?
—Haré lo que deba hacerse.
—Tendrás las manos ocupadas. Él es fuerte y sin duda está bien armado.
—No tengo alternativa. Ha secuestrado a dos niños que quiero mucho, y podría hacerles daño.
—Creería cualquier cosa de Carfilhiot —dijo Aillas. Reflexionó sobre sus propias circunstancias y tomó una decisión. Se puso de pie—. Cabalgaré contigo hasta Slange. Mi propia misión puede aguardar un par de horas. —El Nunca-falla aún le colgaba de la muñeca. Aillas lo miró incrédulamente—. ¡Mirad el diente! —exclamó.
—¡Ahora apunta al sur!
Aillas se volvió despacio hacia Shimrod.
—Carfilhiot se dirigía hacia el sur con dos niños. ¿Cómo se llaman?
—Glyneth y Dhrun.
Los cuatro hombres cabalgaron hacia el sur a la luz del atardecer, y la gente que iba por el camino, al oír el trepidar de los cascos, se apartaba para dejarlos pasar y luego se volvía intrigada, preguntándose por qué esos jinetes cabalgaban con tanta prisa por el Camino de Icnield.
Los cuatro atravesaron el brezal y subieron a las Alturas Ribereñas, donde frenaron los caballos. El Cambermouth refulgía a la luz del crepúsculo. La barcaza no había esperado la marea baja. Para aprovechar la luz del día había zarpado de Slange con el cambio de marea y ya estaba en medio del río. El carromato del doctor Fidelius había sido el último en abordarla. Había un hombre de pie junto al carromato, presumiblemente Faude Carfilhiot.
Los cuatro bajaron la colina hasta Slange, donde se enteraron de que la barcaza viraría hacia el norte poco después de medianoche, cuando la marea subiera nuevamente, y no cruzaría a Piedra Dentada hasta el amanecer.
—¿No hay otro camino a través del agua? —preguntó Aillas al empleado del puerto.
—Con vuestros caballos no.
—¿Pero podemos cruzar sin ellos?
—Tampoco, mi señor. No hay viento para hinchar las velas, y nadie se atrevería a cruzar a remo con la corriente en plena bajamar, aunque ofrecieras oro y plata. Terminaría en la isla de Whanish, o más allá. Regresa al amanecer y viaja cómodamente.
De vuelta en la cima, vieron cómo la barcaza atracaba en Piedra Dentada. El carromato bajó a la costa, tomó por la carretera y se perdió de vista.
—Allá van —dijo Shimrod—. No podremos alcanzarlos ahora, pues los caballos correrán toda la noche. Pero conozco su destino.
—¿Tintzin Fyral?
—Primero se detendrá en Pároli para visitar al mago Tamurello.
—¿Dónde queda Pároli?
—En el bosque, a poca distancia. Puedo comunicarme con Tamurello desde Avallon, por intermedio de un tal Triptomologius. Al menos velará por la seguridad de Glyneth y Dhrun si Carfilhiot los lleva a Pároli.
—Mientras tanto están a su merced.
—Así es.
El Camino de Icnield, pálido como pergamino a la luz de la luna, atravesaba una tierra oscura y silenciosa donde no se veía un solo destello de luz. Los dos caballos bicéfalos arrastraban el carromato del doctor Fidelius hacia el sur, con ojos desorbitados y narices resoplantes, locos de odio por esa criatura que los conducía como nadie lo había hecho.
A medianoche Carfilhiot hizo un alto junto a un arroyo.
Mientras los caballos bebían y pastaban junto al camino, fue a la parte trasera del carromato y abrió la puerta.
—¿Cómo anda todo ahí?
Después de una pausa, Dhrun respondió desde la oscuridad:
—Bien.
—Si queréis beber o aliviar el vientre, bajad, pero no intentéis nada, pues no tengo paciencia.
Glyneth y Dhrun hablaron en susurros, y convinieron en que no había razones para viajar incómodamente. Bajaron cautelosamente del carromato.
Carfilhiot les concedió diez minutos, luego les ordenó que subieran de nuevo al carromato. Dhrun entró primero, callado y tenso de furia. Glyneth se detuvo con un pie en el escalón inferior de la escalerilla. Carfilhiot daba la espalda a la luna.
—¿Por qué nos has secuestrado? —preguntó Glyneth.
—Para que Shimrod, a quien vosotros conocéis como el doctor Fidelius, no use su magia contra mí.
—¿Piensas liberarnos? —preguntó Glyneth, tratando de que no le temblara la voz.
—No enseguida. Sube al carromato.
—¿Adónde vamos?
—Nos internaremos en el bosque y viajaremos hacia el oeste.
—¡Por favor, déjanos ir!
Carfilhiot la estudió a la luz de la luna. Una bonita criatura, pensó, lozana como una flor silvestre.
—Si te portas bien —repuso—, te ocurrirán cosas agradables. Por ahora entra en el carromato.
Glyneth entró, y Carfilhiot cerró la puerta.
Una vez más, el carromato se puso en marcha por el Camino de Icnield. Glyneth habló a Dhrun al oído:
—Ese hombre me asusta. Estoy segura de que es enemigo de Shimrod.
—Si pudiera ver —masculló Dhrun—, lo atravesaría con mi espada.
—Yo no sé si podría hacerlo —dijo Glyneth con voz vacilante—. A menos que intentara hacernos daño.
—Entonces sería demasiado tarde. Supongamos que te apostas junto a la puerta. Cuando él abra, ¿podrás atravesarle el cuello?
—No.
Dhrun guardó silencio. Al cabo de un momento cogió su gaita y comenzó a tocar suaves notas y melodías para poder pensar.
—Es raro —dijo al cabo de un momento—. Aquí está oscuro, ¿verdad?
—Muy oscuro.
—Tal vez nunca toqué en la oscuridad. O tal vez nunca lo noté. Pero cuando toco, las abejas doradas revolotean como si estuvieran molestas.
—Tal vez les impides dormir.
Dhrun se puso a tocar con más entusiasmo. Tocó una jiga, y luego otras danzas.
Carfilhiot gritó por la ventanilla:
—¡Deja de soplar ese instrumento! Me pone los nervios de punta.
—¡Asombroso! —le murmuró Dhrun a Glyneth—. Las abejas se irritan. Al igual que él —señaló con el pulgar—, no tienen oído para la música.
Se llevó la gaita a los labios, pero Glyneth lo detuvo.
—¡No, Dhrun! ¡Nos va a hacer daño!
Los caballos corrieron toda la noche sin fatigarse, pero aun así enfurecidos contra el demonio que los sometía a ese esfuerzo. Una hora después del alba, Carfilhiot hizo otro alto de diez minutos. Ni Dhrun ni Glyneth quisieron comer; Carfilhiot encontró pan y pescado seco en la despensa del fondo del carromato; comió unos bocados y nuevamente reanudó la marcha.
El carromato avanzó todo el día por los gratos paisajes del sur de Dahaut: una comarca llana de vasta extensión bajo un cielo ventoso.
Al caer el día, el carromato cruzó el río Tam por un puente de piedra de siete arcadas, y así entró en Pomperol, sin objeciones del único oficial de fronteras de Dahaut ni de su corpulento colega pomperano, ambos preocupados por su partida de ajedrez, en una mesa situada precisamente sobre la frontera, en el centro del puente.
El paisaje cambió; bosques y colinas aisladas y redondas, cada cual coronada por un castillo, redujeron las vastas perspectivas de Dahaut a una escala humana.
Al anochecer los caballos empezaron a perder el resuello; Carfilhiot supo que no podría hacerlos andar otra noche entera. Viró hacia el bosque y se detuvo junto a un manantial. Mientras desenganchaba los caballos y los ataba donde pudieran beber y pastar, Glyneth preparó una fogata, colgó la olla de hierro del trípode e improvisó una sopa con lo que había a mano. Sacó los gatos del cesto y les permitió corretear por una zona bien delimitada. Mientras comían la modesta cena, Dhrun y Glyneth hablaban en voz baja. Carfilhiot, del otro lado de la fogata, los observaba con ojos entornados, sin decir nada.
La actitud de Carfilhiot inquietaba cada vez más a Glyneth. Cuando el crepúsculo oscureció el cielo, llamó a sus gatos y los guardó en sus cestos. Carfilhiot, con aparente pasividad, contemplaba sus curvas tenues pero insinuantes, las gracias y los elegantes ademanes que volvían a Glyneth tan singular y atractiva.
Glyneth lavó la olla de hierro, la guardó en el armario con el trípode. Carfilhiot se puso de pie, se desperezó. Glyneth lo miró de reojo mientras él se dirigía a la parte trasera del carromato para sacar un jergón que tendió junto al fuego.
Glyneth susurró algo al oído de Dhrun. Ambos fueron al carromato.
—¿Adónde vais? —preguntó Carfilhiot.
—A acostarnos —dijo Glyneth—. ¿A qué otro sitio podríamos ir? —Carfilhiot aferró a Dhrun y lo metió en el carromato, luego cerró y atrancó la puerta.
—Esta noche —le dijo a Glyneth— te acostarás conmigo junto al fuego, y mañana tendrás mucho en qué pensar.
Glyneth trató de escabullirse, pero Carfilhiot le aferró el brazo.
—Ahorra tu energía —le dijo—. Pronto te sentirás cansada, pero no querrás parar.
Dentro del carromato, Dhrun tomó la gaita y se puso a tocar, con furia e impotente pesar por lo que le sucedía a Glyneth. Las abejas doradas, que estaban a punto de descansar, con sólo un zumbido ocasional para recordar a Dhrun su presencia, revolotearon con rencor, pero Dhrun no dejaba de tocar.
Carfilhiot se levantó y caminó hacia el carromato.
—¡Termina con ese ruido! ¡Me altera los nervios!
Dhrun tocó con un entusiasmo aún mayor que casi lo elevó del asiento. Las abejas doradas revoloteaban en zigzag por todas partes. Al fin, desesperadas, huyeron de los ojos de Dhrun. Dhrun tocó con más fuerza.
Carfilhiot fue hasta la puerta.
—Voy a entrar. Te romperé la gaita y te daré una zurra que te hará callar —Dhrun siguió tocando, y la música excitaba tanto a las abejas que seguían revoloteando frenéticamente dentro del carromato.
Carfilhiot quitó la tranca, Dhrun dejó la gaita y exclamó:
—¡Dassenach, a mí!
Carfilhiot abrió la puerta de par en par. Las abejas salieron y le pegaron en la cara; Carfilhiot retrocedió, lo cual le salvó la vida, pues la hoja le pasó silbando junto al cuello. Soltó una sorprendida maldición, arrebató la espada a Dhrun y la tiró en la maleza. Dhrun le pateó la cara; Carfilhiot le aferró el pie y arrojó a Dhrun en el carromato.
—¡Basta de ruido! —jadeó Carfilhiot—. Basta de golpes y de música, o te haré daño.
Cerró la puerta y la atrancó. Se volvió a Glyneth, que se había encaramado a las ramas de un viejo y macizo roble. Corrió a través del claro pero ella ya estaba fuera de su alcance. Trepó detrás de ella, pero Glyneth subió a mayor altura y llegó hasta la punta de una rama que se encorvó bajo su peso. Carfilhiot no se atrevió a seguirla.
Habló con voz seductora, primero implorante, luego amenazadora, pero ella no respondió, y se quedó en silencio entre las hojas. Carfilhiot soltó una última amenaza que congeló la sangre de Glyneth. Luego Carfilhiot bajó del árbol. De haber tenido un hacha, habría cortado la rama que la sostenía, o el árbol mismo, y la habría dejado morir.
Glyneth permaneció en el árbol toda la noche, acurrucada y tiritando. Carfilhiot, tendido en el jergón junto al fuego, parecía dormir, aunque de cuando en cuando se movía para arrojar leña a la fogata, y Glyneth tenía miedo de bajar.
Dentro del carromato, Dhrun estaba tendido en su cama, eufórico por haber recobrado la vista, pero horrorizado por lo que imaginaba que sucedía afuera junto al fuego.
El alba iluminó lentamente el carromato. Carfilhiot se levantó del jergón y miró hacia el árbol.
—Baja. Es hora de partir.
—No quiero bajar.
—Como quieras. De un modo u otro, me iré.
Carfilhiot enganchó los caballos y los condujo hacia el camino, donde se quedaron temblando y pateando el suelo, enfurecidos contra su nuevo amo.
Glyneth veía los preparativos con creciente preocupación. Carfilhiot la miraba por el rabillo del ojo. Al fin gritó:
—Baja y entra en el carromato. De lo contrario sacaré a Dhrun y lo estrangularé ante tus ojos. Luego subiré al árbol, echaré una cuerda sobre la rama y tiraré hasta partirla. Te atraparé, o tal vez no, y saldrás lastimada. En cualquiera de ambos casos haré contigo lo que desee.
—Si bajo, harás lo mismo.
—En verdad —dijo Carfilhiot—, ya no estoy de ánimo para tu pobre cuerpo dolorido, así que baja.
—Que primero salga Dhrun del carromato.
—¿Por qué?
—Porque te tengo miedo.
—¿Cómo te puede ayudar?
—Encontraría algún modo. No conoces a Dhrun.
Carfilhiot abrió la puerta.