—¿Qué te propones, Pom-Pom, con esos saltos extravagantes? —dijo Madouc—. ¿No te pedí que te ocultaras hasta que te llamase?
—¡Sólo quería cerciorarme de que estabas a salvo! —rezongó Pom-Pom—. No quise molestarte, al margen de lo que hicieras. Pero, por alguna razón, tuve que brincar en el aire.
—Por favor, no te molestes de nuevo —dijo Madouc—. Regresa con Travante.
Pom-Pom se marchó compungido, y Madouc se dispuso a esperar.
Pasaron quince minutos. Un sonido tintineante llegó a sus oídos. Se puso de pie y aguardó. Por el camino del Bamboleo llegaba desde el norte una criatura que corría a galope tendido. La cabeza era como la de un gran caballo marino, y se elevaba sobre un torso cubierto de escamas amarillas. Sobre la criatura cabalgaba un fauno de rostro artero y pardo, con cuernos pequeños y piernas recubiertas de tosca pelambre marrón. De la silla y la brida colgaban cien cencerros que tintineaban con el andar de la exótica montura.
El fauno frenó a la criatura y miró fijamente a Madouc.
—¿Te sientas tan tranquila junto al Poste de Idilra?
—Soy tranquila por naturaleza.
—Es tan buena razón como cualquiera. ¿Qué piensas de mi noble montura?
—Nunca había visto criatura semejante.
—Ni yo, pero es bastante dócil. ¿Quieres cabalgar conmigo? Me dirijo a la isla de la laguna de Kallimanthos, donde cuelgan uvas silvestres en racimos purpúreos.
—Debo esperar aquí.
—Como desees —el fauno puso la montura en movimiento. Pronto se perdió de vista y cesaron los campanilleos.
El sol se hundía en el oeste. Madouc empezaba a sentir miedo e intriga; no deseaba pasar las largas horas de la noche junto al Poste de Idilra.
Desde el este, por la calzada de Munkins, llegó un trepidar de cascos. A poca distancia de la encrucijada el ruido se silenció cuando el caballo empezó a andar al paso. Poco después apareció un caballero montado en un caballo bayo.
El caballero frenó la montura. Estudió a Madouc un momento, se apeó y sujetó el caballo a un árbol. Se quitó el yelmo de la cabeza y lo colgó de la silla. Era un hombre de cierta edad y cara tristona, con pelo amarillo y lacio. Los ojos de pesados párpados se curvaban en las comisuras; los bigotes largos y amarillos se mecían a ambos lados de la boca, creando una impresión de congoja.
El caballero efectuó una gentil reverencia.
—Permíteme presentarme. Soy el caballero Jaucinet, del Castillo de Nube. ¿Puedo preguntar tu nombre y condición, y por qué te hallas en este difícil trance, ya que aguardas junto al Poste de Idilra como si necesitaras socorro?
—Claro que puedes preguntar —dijo Madouc—. Respondería gustosamente si no fuera porque está anocheciendo, y cuanto antes termine con mi deplorable deber, mejor será.
—¡Bien dicho! —declaró Jaucinet—. ¿Debo entender que puedo colaborar?
—En efecto. Ten la amabilidad de acercarte. No, no es preciso que te quites la armadura en este mismo instante.
—¿Estás segura? —preguntó dubitativamente Jaucinet.
—Muy segura, pero acércate unos pasos más.
—¡Con gusto! Eres una bellísima doncella. ¡Déjame besarte!
—Jaucinet, en otras condiciones, te consideraría muy directo o atrevido. Pero aun así…
Jaucinet se acercó y poco después se reunía con Nisby en el pabellón.
Madouc reanudó su vigilia. El sol se hundía cuando Pom-Pom apareció nuevamente y sin disimulo en medio del camino.
—¿Cuánto debemos esperar aquí? —preguntó—. Se acerca el anochecer; no quiero mezclarme con criaturas de la noche.
—Bien —dijo Madouc—. Ve a buscar a Travante; ambos podéis sentaros en el pabellón.
Pom-Pom y Travante se apresuraron a obedecer la sugerencia, y descubrieron que al pabellón se le había añadido otra cámara, donde Nisby y Jaucinet aguardaban con apatía.
El sol desapareció detrás de los árboles. Madouc estiró los músculos entumecidos, se paseó en todas las direcciones, escrutó cada camino, pero la visión era cada vez más borrosa.
Regresó al poste y esperó con nerviosismo.
El crepúsculo envolvió el Bosque de Tantrevalles. Durante un rato Madouc observó el aleteo de los murciélagos. El cielo se oscureció y luego se iluminó cuando despuntó la luna.
Madouc tiritó en el aire fresco. Se preguntó si de veras quería aguardar junto al Poste de Idilra bajo el tenue claro de luna.
Tal vez no. Meditó sobre las razones por las que había ido allí, y pensó en Nisby y Jaucinet, a buen recaudo en el pabellón: dos de tres. Madouc suspiró y miró aprensivamente hacia todas partes. El claro de luna había desvaído todos los colores. Los caminos eran plateados, las sombras eran negras.
La luna trepó en el cielo.
Un búho surcó el cielo del bosque y se perfiló por un instante contra la luna.
Madouc vio una estrella fugaz.
Un graznido extraño sonó en el bosque.
La sombra móvil que Madouc esperaba avanzó lentamente por el camino. Se detuvo a cinco metros de ella. Una capa negra envolvía el cuerpo; un sombrero de ala ancha protegía el rostro. La tensa y silenciosa Madouc se aplastó contra el poste.
La figura se quedó inmóvil. Madouc aspiró lentamente. Trató de discernir un rostro bajo el sombrero, pero no vio nada: sólo una superficie sin rasgos, como si mirara un vacío.
—¿Quién eres, sombra oscura? —preguntó Madouc con voz trémula.
La figura no respondió.
—¿Eres mudo? —insistió Madouc—. ¿Por qué no hablas?
—He venido a liberarte del poste —susurró la sombra—. Hace tiempo hice lo mismo por la tozuda hada Twisk, para gran satisfacción de ella. Se te concederá el mismo placer. Quítate la ropa, para que pueda ver tu forma en el claro de luna.
Madouc aferró la piedra con tal fuerza que temió soltarla, lo cual podría serle fatal.
—Se considera cortés que el caballero se desvista primero —balbuceó.
—Eso no es importante —susurró la figura oscura—. Es tiempo de actuar.
La criatura avanzó y procuró arrancar el vestido de Madouc. Ella apoyó el guijarro en aquel semblante sin rasgos, pero sólo encontró vacío. Presa del pánico, apretó el guijarro contra las manos que la tanteaban, pero las mangas de la capa le impidieron actuar. La sombra le apartó el brazo y la tumbó; el guijarro se soltó y echó a rodar. Madouc gimió y por un instante aflojó el cuerpo, lo cual hubiera sido su ruina. Pero al fin, con un esfuerzo espasmódico, se escurrió hasta liberarse y buscó el guijarro a tientas. La sombra le cogió la pierna.
—¿A qué viene esta enérgica agilidad? ¡Cálmate y quédate quieta! De lo contrario este proceso es agotador.
—Un momento —jadeó Madouc—. Este proceso ya va demasiado deprisa.
—Eso aparte, continuemos.
Madouc cerró los dedos sobre el guijarro. Lo apoyó en la forma negra y tocó una parte de la criatura, que de inmediato se derrumbó.
Madouc se levantó aliviada. Se recompuso el vestido y se pasó los dedos por el cabello; luego se dirigió a la aturdida sombra.
—¡Levántate y sígueme!
Llevó a la tambaleante figura hasta la cámara lateral del pabellón donde Nisby y Jaucinet aguardaban mirando el vacío.
—Entra y siéntate. No te muevas hasta que te lo ordene.
Madouc aguardó un momento bajo el claro de luna, mirando la encrucijada.
—He triunfado —se dijo—, pero ahora tengo miedo de saber la verdad. Jaucinet parece el más noble y la sombra es el más misterioso. Hay poco que destacar en Nisby, excepto su rústica simplicidad.
Pensó en el hechizo.
—Me vuelve más llamativa de lo que me agrada. Por el momento, me desharé de él —con los dedos de la mano izquierda tiró del lóbulo de la oreja derecha—. ¿Se habrá ido? —se preguntó—. No siento ningún cambio —cuando entró en el pabellón, los semblantes de Pom-Pom y Travante le aseguraron que el hechizo se había esfumado, lo cual le provocó una punzante aunque ilógica sensación, algo parecido al arrepentimiento.
Por la mañana, Madouc, Pom-Pom y Travante desayunaron en el pabellón. Consideraron mejor no despertar a Nisby ni a Jaucinet para darles un alimento que quizá no les apeteciera. Las mismas consideraciones se aplicaban, aun con mejor razón, a la sombría figura de capa negra, que de día era tan exótica e incomprensible como de noche. Bajo la ancha ala del sombrero se abría un vacío que nadie deseaba mirar con demasiada atención.
Después del desayuno Madouc condujo a Nisby, Jaucinet y la sombra al camino. El caballo de Jaucinet había escapado durante la noche y no se veía por ninguna parte.
Madouc transformó el pabellón en pañuelo, y el grupo echó a andar hacia el sur por el camino del Bamboleo, Pom-Pom y Travante a la cabeza, Madouc después seguida por Nisby, Jaucinet y el individuo de la capa negra.
Poco después del mediodía el grupo entró de nuevo en el prado de Madling, que, al igual que antes, semejaba una extensión herbosa con una loma en el centro.
—¡Twisk! ¡Twisk! ¡Twisk! —llamó suavemente Madouc.
Nieblas y vapores confundieron sus ojos, disipándose al poco para revelar el castillo de las hadas, con estandartes en cada torre. Los adornos del festival que celebraba la rehabilitación de Falael ya no eran visibles; en cuanto a Falael, había abandonado el poste por el momento, y se sentaba bajo un haya en el linde de un prado, usando una rama para alcanzar zonas inaccesibles de la espalda.
Twisk se presentó ante Madouc llevando unos pantalones azules ceñidos en las caderas y una blusa blanca y traslúcida.
—No has perdido el tiempo —dijo. Inspeccionó a los cautivos—. ¡Ver a estos tres me trae recuerdos! ¡Pero hay cambios! Nisby se ha transformado en hombre, Jaucinet parece consagrado a la melancólica añoranza.
—Es el efecto de esos ojos tristes y esos bigotes caídos —dijo Madouc.
Twisk apartó los ojos del tercer miembro del grupo.
—En cuanto a esta rara criatura, el rey Throbius juzgará. Ven; debemos interrumpir sus contemplaciones, pero es necesario.
El grupo enfiló hacia el frente del castillo. Las hadas venían desde todas partes, brincando, volando, haciendo piruetas y saltos mortales, apiñándose y barbotando preguntas; fisgoneaban, pellizcaban y hurgaban. Falael se acercó a la carrera y se subió al poste para observar los acontecimientos.
Un par de jóvenes heraldos montaban guardia en la puerta principal del castillo. Lucían espléndidos en sus libreas de lienzo adamascado negro y amarillo, y esgrimían clarines de plata feérica. A petición de Twisk se volvieron hacia el castillo y soplaron tres brillantes fanfarrias de sobrecogedora armonía.
Los heraldos bajaron los clarines y se enjugaron la boca con el dorso de la mano, sonriendo a Twisk.
Remaba un silencio expectante, sólo interrumpido por las risitas de tres duendecillos que intentaban atar ranitas verdes a los bigotes del caballero Jaucinet. Twisk reprendió a los duendecillos y los echó. Madouc fue a desatar las ranas pero la interrumpió la aparición del rey Throbius en un balcón, quince metros por encima del prado.
—¿Qué significa esta intempestiva convocatoria? —reprochó a los heraldos—. ¡Estaba sumido en la meditación!
Uno de los heraldos respondió:
—¡Fue Twisk! Ella nos ordenó que turbáramos tu reposo.
El otro heraldo corroboró la afirmación.
—Nos dijo que sopláramos una nota arrolladora que te derrumbara de la cama.
Twisk se encogió de hombros con indiferencia.
—Cúlpame, si quieres, pero actué a insistencia de Madouc, a quien recordarás.
Madouc, con una mirada rencorosa hacia Twisk, se adelantó.
—¡Aquí estoy!
—¡Eso veo! ¿Y qué?
—¿No recuerdas? Fui al Poste de Idilra para averiguar la identidad de mi padre —señaló a los tres prisioneros—. Aquí tenemos a Nisby el campesino y Jaucinet el caballero, y también a esta forma misteriosa, sin categoría ni rostro.
—¡Recuerdo el caso con claridad! —dijo el rey Throbius. Miró la zona con aire desaprobador—. ¡Hadas! ¿Por qué os apiñáis y apretáis con tal tosquedad? ¡Todo el mundo atrás! Bien, Twisk: debes hacer una atenta y cuidadosa inspección.
—Una mirada bastó —dijo Twisk.
—¿Y qué descubriste?
—Reconozco a Nisby y Jaucinet. En cuanto a la sombra, su rostro es invisible, lo cual es de por sí un indicio significativo.
—Es realmente singular. El caso presenta aspectos interesantes.
El rey Throbius se retiró del balcón y un instante después bajó al prado. De nuevo las hadas se apiñaron para parlotear y murmurar, para mofarse y mirar, hasta que el rey Throbius se enfureció y sus súbditos se apartaron intimidados.
—Bien, procedamos —dijo el rey Throbius—. Madouc, ha de ser una feliz ocasión para ti. Pronto podrás declarar a uno de estos tres como tu amado padre.
Madouc evaluó dubitativamente las posibilidades.
—Jaucinet sin duda posee el mejor linaje, pero me cuesta creer que descienda de alguien con aire de oveja enferma.
—Todo se sabrá —dijo confiadamente el rey Throbius. Miró a derecha e izquierda—. ¡Osfer! ¿Dónde estás?
—¡Esperaba tu llamada, majestad! Estaba detrás de tu real espalda.
—Ven, Osfer, delante de mis ojos. Debemos recurrir a tus habilidades. La paternidad de Madouc está en cuestión y hay que resolver el problema de una vez por todas.
Osfer se adelantó: un sujeto maduro, de tez parda y miembros nudosos, con ojos ambarinos y nariz ganchuda.
—Ordena, majestad.
—Ve a tu taller y regresa con platos de nefrita matroniana, en número de cinco; trae sondas, tijerillas y una medida de tu Elixir Número Seis.
—Majestad, pensé en anticiparme a tus órdenes, y ya tengo estos artículos a mano.
—Muy bien, Osfer. Ordena a tus lacayos que traigan una mesa y que la cubran con un lienzo gris.
—La orden está cumplida, majestad. La mesa ya está preparada.
El rey Throbius se volvió para inspeccionarla.
—Bien hecho, Osfer. Ahora trae tu mejor extractor; necesitaremos fibrilos de ida y vuelta. Cuanto todo esté preparado, elaboraremos nuestras matrices.
—¡Sólo unos minutos, majestad! ¡Soy veloz cual un nímodo relampagueante cuando hay urgencia!
—¡Hazlo ahora! Madouc apenas puede contener la ansiedad; es como si danzara sobre espinas.
—Un caso patético, por cierto —dijo Osfer—. Pero pronto podrá abrazar a su padre.
Madouc se dirigió al rey en voz baja:
—Explícate, majestad. ¿Cómo conseguirás las pruebas?