—¿Puedo inquirir dónde está el rey? —preguntó Cassander.
La reina Sollace, sin reparar en la presencia de Madouc, respondió:
—Asistió temprano al tribunal, para despachar los necesarios actos de justicia antes de nuestro viaje a Avallen.
Cassander hizo avanzar a Madouc y anunció con forzada jovialidad:
—¡Tengo una grata sorpresa! ¡Mira a quién encontramos en el camino!
La reina contempló boquiabierta a Madouc. Las damas cuchichearon y soltaron chillidos de sorpresa. La reina Sollace cerró la boca bruscamente.
—¡Así que nuestra revoltosa ha decidido regresar!
Cassander sugirió con voz cortés:
—Majestad, creo que será mejor que hables en privado con la princesa.
—En efecto —dijo Sollace—. Damas, tened la bondad de dejarnos.
Las damas, con disimuladas miradas de curiosidad hacia Madouc y de velado fastidio hacia Cassander, abandonaron la cámara.
La reina Sollace se volvió nuevamente hacia Madouc.
—Bien, tal vez ahora nos expliques tu ausencia. Nos ha causado gran preocupación. Dinos dónde te ocultabas.
—Con todo respeto, majestad, debo aclarar que estás mal informada. No me ocultaba, ni he realizado ningún acto maligno. En realidad, partí en una búsqueda autorizada por el rey, y me alejé de tu presencia y de Haidion impulsada por sus propias palabras.
La reina Sollace parpadeó.
—¡Yo no recuerdo nada de eso! ¡Estás inventando historias! ¡El rey estaba tan perplejo como yo!
—Sin duda él recordará las circunstancias. A petición suya partí para averiguar la identidad de mi padre y la condición de mi linaje. Sólo actué dentro del margen que vosotros me permitisteis.
Sollace no cedió.
—Es posible que alguno de ambos hiciera un comentario distraído que tú decidiste deformar de acuerdo con tus deseos. ¡Deploro esa táctica!
—Lamento oírlo, majestad, especialmente cuando esa táctica ha redundado en tu beneficio.
La reina Sollace la miró con renovada sorpresa.
—¿He oído bien?
—¡Claro que sí, majestad! ¡Prepárate para un anuncio que te abrumará de alegría!
—¡Ja! —masculló Sollace—. No puedo decir que abrigue grandes esperanzas.
El príncipe Cassander, sonriendo con aire divertido, comentó:
—¡Escuchamos con suma atención! ¡Haz tu anuncio!
Madouc hizo avanzar al caballero Pom-Pom.
—Majestad, permíteme presentarte a Pymfyd, al cual he nombrado «caballero Pom-Pom», dada la valentía que ha demostrado a mi servicio. El caballero Pom-Pom me sirvió como leal escolta, y también emprendió una búsqueda en tu nombre. En Thripsey Shee oímos hablar del Santo Grial, e inmediatamente prestamos atención a lo que se decía.
La reina Sollace irguió el cuerpo.
—¿Qué? ¿Es posible? ¡Habla deprisa! ¡Dices las palabras más entrañables que pudieran sonar en mis oídos! ¿Esa información era pertinente? ¡Cuenta con exactitud qué averiguaste!
—Oímos el rumor de que el Santo Grial estaba custodiado por el ogro Throop de las Tres Cabezas, y que cien bravos caballeros habían muerto en el intento de recobrarlo.
—¿Y dónde está ahora? ¡Habla! ¡Dilo de una vez! ¡No puedo contener la ansiedad!
—¡Calma, majestad! Throop ocultó el Grial en una alacena del castillo de Doldil, en el corazón del Bosque de Tantrevalles.
—¡Esa noticia es importantísima! ¡Debemos reunir un grupo de buenos caballeros y emprender una expedición liberadora! Cassander, corre a avisar al rey. Todo lo demás es trivial.
—Déjame hablar, majestad, pues aún no he concluido —intervino Madouc—. Siguiendo consejos de mi madre, Pom-Pom y yo nos presentamos en el castillo de Doldil; y allí, con incomparable gallardía, Pom-Pom dio muerte a Throop y conquistó el Santo Grial, el cual ha traído a la ciudad de Lyonesse envuelto en seda púrpura, y el cual pondrá de inmediato ante ti. Caballero Pom-Pom, puedes presentar el Santo Grial.
—¡No puedo creerlo! —exclamó la reina Sollace—. ¡Estoy en estado de embeleso, un éxtasis del noveno orden!
Pom-Pom se adelantó y gravemente quitó el envoltorio de seda púrpura; poniéndose de hinojos, dejó el cáliz sobre la mesa, ante la reina Sollace.
—¡Majestad, te ofrezco el Santo Grial! Espero que lo atesores con alegría, y también que me otorgues el premio que deseo, tal como lo afirmaba la proclama del rey.
La reina Sollace, los ojos fijos en el Grial, estaba sorda a todo lo demás.
—¡Gloria de glorias! ¡Me maravilla que esta bendición se me haya concedido! ¡Estoy abrumada por la emoción! ¡Es increíble y extraordinario!
—Majestad —dijo Madouc—, te recordaré que debes a Pom-Pom gratitud por haberte traído el Grial.
—¡Claro que sí! ¡Ha prestado un magnífico servicio a la Iglesia, y en nombre de la Iglesia le doy mi más profundo y regio agradecimiento! ¡Será bien recompensado! Cassander, entrega al joven una pieza de oro como anticipo.
Cassander extrajo una moneda de oro y la puso en la mano de Pom-Pom.
—¡No me lo agradezcas a mí! ¡Agradece a la reina su generosidad!
La reina Sollace ordenó al lacayo que aguardaba inmóvil junto a la puerta:
—¡Trae de inmediato al padre Umphred, para que pueda compartir nuestra alegría! ¡Apresúrate! ¡Dile solamente que le aguardan gloriosas nuevas!
Mungo, el senescal, entró en el cuarto.
—Majestad, informé al rey sobre la llegada de la princesa Madouc. Desea que les lleve a ella y a su compañero a la sala del tribunal.
La reina Sollace gesticuló distraídamente.
—Tenéis mi venia para partir. Madouc, tú también has trabajado para el Bien, y en mi gran felicidad te eximo de culpa por tus transgresiones. ¡Pero en el futuro debes aprender a comportarte!
—Majestad —intervino Pom-Pom—, ¿qué hay del premio prometido por el rey? ¿Cuándo daré a conocer mis deseos, y cuándo se me otorgará esa recompensa?
La reina Sollace frunció el ceño con impaciencia.
—A su debido momento se harán los arreglos necesarios. Entretanto, ya tienes lo mejor de todo: el conocimiento de que has servido bien a nuestra Iglesia y a nuestra Fe.
Pom-Pom balbuceó incoherentemente, se inclinó y retrocedió.
—Princesa Madouc —dijo Mungo—, puedes venir conmigo, junto con tu compañero.
Mungo los condujo a ambos por un corredor lateral que llegaba hasta el salón viejo; atravesaron un portal en una pared de piedra húmeda, cruzaron un rellano, bajaron por una rampa de piedra que descendía entre monumentales columnas pétreas hasta los solemnes espacios de la sala del tribunal.
El rey Casmir estaba sentado sobre una tarima baja, vestido con el tradicional atuendo de juez: túnica negra, guantes negros, un cuadrado de terciopelo negro en la cabeza, con borlas de oro y faja de oro. Ocupaba un trono macizo con una pequeña mesa delante; a ambos lados de la tarima había un par de guardias con camisa y pantalones de cuero negro, y charreteras y brazaletes de hierro negro. Yelmos de hierro y cuero enmarcaban sus caras, confiriéndoles un aspecto siniestro. Los desdichados que aguardaban el juicio estaban sentados en un banco a un lado de la sala, con rostro sombrío. Los que ya habían sufrido torturas miraban el vacío con ojos huecos.
Mungo llevó a Madouc y a Pom-Pom ante el rey.
—Majestad, te traigo a la princesa Madouc y a su acompañante, tal como solicitaste.
El rey Casmir se reclinó en el trono y los estudió a ambos con el ceño fruncido.
Madouc hizo una cortés reverencia.
—Majestad, confío en que goces de buena salud.
El rey Casmir no se inmutó.
—Parece que el príncipe Cassander te sorprendió junto al camino —dijo al fin—. ¿Dónde has estado y qué infamia has cometido, para vergüenza de la casa real?
—Majestad —dijo altivamente Madouc—, te han informado mal. Lejos de ser sorprendida por el príncipe Cassander, regresaba presurosamente a la ciudad de Lyonesse. El príncipe Cassander y sus amigos nos encontraron en el camino. No acechábamos ni espiábamos, no nos ocultamos ni huimos ni comprometimos de ningún modo tu dignidad. En cuanto a infamias y vergüenzas, también has sido víctima de informes erróneos, pues no hice más que obedecer tus instrucciones.
El rey Casmir se inclinó hacia adelante. El color ya subía a su rostro.
—¿Te di instrucciones de que te internaras en el bosque sin escolta ni protección adecuadas?
—¡En efecto, majestad! Me ordenaste que descubriese mi linaje como mejor pudiera, y que no te molestara con los detalles.
El rey Casmir volvió la mirada hacia Pom-Pom.
—¿Tú eres el palafrenero que suministró los caballos?
—Sí, majestad.
—Tu irresponsabilidad raya en la negligencia criminal. ¿Te consideras una escolta adecuada para una princesa real en esas circunstancias?
—Sí, majestad, ya que ésa ha sido mi ocupación. Durante largo tiempo he servido fielmente a la princesa y sólo he recibido halagos por la calidad de mis servicios.
El rey Casmir se reclinó nuevamente. Preguntó con voz glacial:
—¿No percibes más riesgos en un largo viaje, de día y de noche, por comarcas extrañas y páramos peligrosos, que en un paseo vespertino por los prados de Sarris?
—Majestad, desde luego que hay diferencias. Pero has de saber que, siguiendo tu proclama, yo ya había resuelto partir en busca de reliquias sagradas.
—Eso no guarda ninguna relación con la incorrección de tu conducta.
—Majestad —intervino Madouc—, yo le ordené tal conducta. Sólo es culpable de obedecer mis órdenes.
—¡Vaya! ¿Y si le hubieras ordenado que incendiara el castillo de Haidion, para que ardiera en rugientes llamas, y él hubiera obedecido, eso haría de él un simple criado obediente?
—No, majestad, pero…
—Para cumplir con su deber, él debió haberlo notificado a alguien con autoridad sobre tus órdenes, y pedir permiso oficial. Ya he oído bastante. Ujier, lleva a esta persona detrás del Peinhador para que le propinen siete azotes, lo cual le inculcará una conducta más prudente.
—¡Un momento, majestad! —exclamó Madouc—. Pronuncias una sentencia tan tajante como precipitada. Pymfyd y yo emprendimos nuestras búsquedas, y ambos tuvimos éxito. Yo averigüé el nombre de mi padre, mientas que Pymfyd realizó un notable servicio para ti y tu reina. Mató al ogro Throop y conquistó el Santo Grial, el cual acaba de presentar a la reina. Ella está embelesada de alegría. ¡Según tu proclama, Pom-Pom ha ganado un premio!
El rey Casmir sonrió apenas.
—Ujier, reduce el castigo a seis azotes y permite que este patán reanude sus tareas en el establo. Esa será su recompensa.
—Ven, amigo —rugió el ujier—. Por aquí —y se llevó al caballero Pom-Pom de la sala.
Madouc miró anonadada al rey Casmir.
—¡Me diste plena autorización para hacer lo que hice! ¡Me dijiste que llevara una escolta, y yo siempre lo llevaba a él!
El rey Casmir gesticuló bruscamente.
—¡Suficiente! Debes entender el sentido, más que las palabras. Quisiste engañarme, así que la culpa es tuya.
Madouc, mirando los ojos de Casmir, vio nuevos significados y entendió cosas nuevas.
Sintió un escalofrío pero mantuvo la compostura, si bien ahora odiaba a Casmir con todo su ser.
—Así que has averiguado la identidad de tu padre —dijo el rey Casmir—. ¿Cómo se llama?
—Es un caballero, un tal Pelinore de Aquitania, majestad.
El rey Casmir reflexionó.
—¿Pellinore? El nombre me resulta familiar. Me he topado con él en alguna parte, quizá tiempo atrás —se volvió hacia el senescal—. Llama a Spargoy el heraldo.
Spargoy el heraldo se presentó.
—¿Tus deseos, majestad?
—¿Quién es Pellinore de Aquitania? ¿Dónde reside y cuáles son sus conexiones?
—¿Pellinore, majestad? Alguien te ha gastado una broma.
—¿Qué quieres decir?
—¡Pellinore es una criatura de la imaginación! Existe sólo en las románticas fábulas de Aquitania, donde realiza actos extraordinarios, corteja a doncellas solitarias y recorre el mundo en búsquedas maravillosas. Pero Pellinore no es más que eso.
El rey Casmir miró a Madouc.
—¿Pues bien? ¿Qué dices ahora?
—Nada —dijo Madouc—. ¿Tengo tu venia para irme?
—Lárgate.
Madouc regresó abatida a sus aposentos. Se quedó contemplando los objetos que en otro tiempo le habían proporcionado consuelo. Las habitaciones, que otrora le parecieran grandes y aireadas, ahora le resultaban sofocantes. Llamó a una criada y pidió agua caliente para el baño. Usando un suave jabón amarillo importado de Andalucía, se frotó el cuerpo y los bucles cobrizos, y se enjuagó en agua aromatizada con lavanda. Buscando en el ropero, descubrió que sus viejas prendas ahora le quedaban apretadas. ¡Cómo volaba el tiempo! Madouc se estudió las piernas: seguían siendo tensas y delgadas, pero (¿era su imaginación?) se veían algo diferentes de lo que recordaba; y los pechos comenzaban a ser perceptibles, si alguien se molestaba en mirar.
Madouc suspiró con fatalismo. Los cambios eran más rápidos de lo que habría deseado. Por fin halló un vestido que le sentara bien: una falda suelta de tela azul y una blusa blanca con flores azules bordadas. Se soltó los rizos y los sujetó con una cinta azul. Luego se sentó en la silla y miró por la ventana.
Tenía mucho que reflexionar, tanto que la cabeza le daba vueltas con ideas que saltaban de aquí para allá sin cobrar forma. Pensó en Pellinore, en Twisk, en el rey Casmir con su túnica negra y en el pobre Pom-Pom con su rostro demudado. Procuró no pensar en él para no sentir náuseas. Si Zerling le aplicaba los azotes, sin duda lo haría sin demasiado vigor, para permitir a Pom-Pom conservar la carne y la piel de la espalda.
Sus pensamientos revoloteaban como polillas alrededor de una llama. Uno de ellos era más insistente que los demás y reclamaba especial atención, enfatizando su importancia. Se relacionaba con la inminente visita a la familia real de Avallon. Madouc no estaba incluida en la comitiva, y sospechaba que ni la reina Sollace ni el rey Casmir se molestarían en invitarla, aunque el príncipe Cassander estaría presente, junto con príncipes y princesas de otras cortes de las Islas Elder, entre ellos Dhrun de Troicinet. ¡Y ella no estaría allí! La idea le causó una extraña desazón.
Por un tiempo se quedó mirando la ventana y evocando la imagen de Dhrun. Añoraba su compañía. Era una sensación melancólica y dolorosa, pero en cierto modo agradable, así que Madouc se sumió en sus ensoñaciones.