Se le ocurrió otra idea, una noción borrosa que se volvió más precisa, siniestra y temible a medida que cobraba dimensión. En Falu Ffail estaban la Mesa Redonda Cairbra an Meadhan y Evandig, el viejo trono de los reyes Palaemon. El primogénito de Suldrun —rezaba la profecía de Persilian, el Espejo Mágico— se sentaría en Cairbra an Meadhan y gobernaría desde Evandig antes de su muerte. Esta profecía, según Twisk, se había convertido en tormento y preocupación del rey Casmir, quien pasaba los días obsesionado con perversas conspiraciones y consagraba las noches a planes asesinos.
En Falu Ffail, el rey Casmir, la Mesa Redonda, el trono Evandig y el príncipe Dhrun estarían en mutua proximidad, una circunstancia que el rey Casmir no podía haber pasado por alto; de hecho, según Cassander, había sido Casmir quien había propuesto la conferencia al rey Audry.
Madouc se incorporó de un salto. Debía formar parte de la comitiva que viajaría a Avallen. De lo contrario, partiría nuevamente de Haidion, esta vez para no volver nunca.
Madouc encontró a la reina en sus aposentos privados, en compañía del padre Umphred. Madouc entró tan silenciosamente que la reina Sollace no reparó en su presencia. En el centro de una mesa, sobre una bandeja dorada, descansaba el sagrado cáliz azul. La reina Sollace contemplaba arrobada el fabuloso objeto. El padre Umphred, los regordetes brazos a la espalda, también estaba enfrascado en el examen del Grial. En otras partes de la sala varias favoritas de la reina cuchicheaban en voz baja, para no turbar las ensoñaciones de la reina. El padre Umphred reparó en la llegada de Madouc. Se inclinó para hablar al oído de la reina. Sollace irguió la cabeza y miró en torno. Vio a Madouc y la saludó.
—¡Acércate, princesa! Hay muchas cosas que deseamos saber.
Madouc se acercó y se inclinó en una grave reverencia.
—Estoy a tu disposición, majestad, y tengo mucho que contarte. Estoy segura de que la historia te fascinará.
—¡Habla! ¡Deseamos oírla toda!
—¡Majestad, permíteme una sugerencia! La narración ahuyentará el tedio durante el viaje a Avallon. Si te cuento episodios fragmentarios, no apreciarás los alcances de nuestra aventura ni los peligros que afrontamos para conquistar el Grial.
—Aja —dijo la reina—. No esperaba que vinieras con nosotros. Pero, ahora que lo pienso, parece muy apropiado. Habrá muchos notables presentes en la corte del rey Audry, y quizá llames favorablemente la atención de alguno.
—En ese caso, majestad, debo ampliar de inmediato mi guardarropa, pues ninguno de mis viejos vestidos resulta adecuado.
—Al instante nos encargaremos de ese asunto. Tenemos dos noches y un día antes de la partida. Es tiempo suficiente —la reina llamó a una de sus criadas—. Ordena a la costurera que se ponga a trabajar de inmediato. No sólo requiero prisa y buena artesanía, sino colores y estilos apropiados para la edad y la inocencia de Madouc. No es preciso que haya ornatos de gemas preciosas ni amarillo oro; tales accesorios pasarían inadvertidos en esta criaturilla tan poco femenina.
—¡Cómo ordenes, majestad! Sugiero que la princesa me acompañe, para que el trabajo comience de inmediato.
—¡Sensato y atinado! Madouc, tienes mi venia para acompañarla.
Las modistas sacaron sus paños y deliberaron acerca de la naturaleza y los alcances de la empresa. Madouc, aún irritada por las despectivas instrucciones de la reina, escuchó ladeando la cabeza, y al fin decidió intervenir:
—¡Habláis en vano! No quiero ese amarillo cetrino, ese crudo pastoso ni ese verde vómito de caballo, y debéis reconsiderar el estilo.
Hulda, la costurera principal, habló con preocupación.
—¿Por qué, alteza? Debemos coser algo delicado y apropiado.
—Debéis coser lo que yo prefiera llevar, de lo contrario habréis trabajado en balde.
—¡Desde luego, alteza! Queremos que te sientas dichosa y cómoda con tus prendas.
—Entonces haced lo que os digo. No llevaré esos pantalones abolsados ni esos corpiños insípidos de que habláis.
—Alteza, es lo que suelen lucir las jóvenes doncellas de tu edad.
—No me interesa.
—Bien —suspiró Hulda—. ¿Qué deseas vestir, alteza?
Madouc señaló un paño de azul aciano y otro de lino blanco.
—Tomad esto y esto. ¿Y qué es esto otro? —Extrajo de la caja un exiguo paño de terciopelo rojo oscuro, de suave textura y de un color tan profundo que era casi negro.
—Es un tono conocido como «rosa negra» —dijo Hulda con voz abatida—. Es muy inapropiado para una persona de tu edad, y además esto es apenas un jirón.
Madouc no le prestó atención.
—Es una tela hermosa. Además, parece haber suficiente para envolverme el cuerpo.
—No hay tela suficiente para un decoroso vestido de niña, con pliegues, volantes, guirnaldas y la amplitud que imponen la elegancia y el pudor —señaló Hulda.
—Entonces tendré un vestido sin tantos adornos, porque estoy embelesada con el color.
Hulda intentó protestar, pero Madouc no la escuchó. Insistió en que el tiempo era limitado y que el vestido de «rosa negra» se debía cortar y coser antes que todo lo demás.
—¡La tela es escasa! —objetó Hulda—. El vestido resultará más insinuante de lo que tu edad requiere.
—Sea como fuere, creo que el vestido tendrá un gran encanto, y por alguna extraña razón el color combina con mi cabello.
—Debo admitir que quizás el vestido te favorezca —dijo Hulda a regañadientes—. Aunque de manera algo prematura.
El sol se elevó en un cielo lúgubre. Las nubes que se acercaban desde el Lir anunciaban borrascas y lluvias para el viaje a Avallen. Ignorando esas desfavorables perspectivas, el rey Casmir y el príncipe Cassander habían salido de Haidion antes del alba, para visitar el fuerte Mael durante el trayecto. En el castillo de Ronart Cinquelon, cerca de Tatwillow, donde la Calle Vieja se cruzaba con el camino de Icniel, se reunirían con el cortejo principal y continuarían hacia el norte.
A su debido tiempo, la reina Sollace se levantó de la cama bostezando lánguidamente. Desayunó papillas con crema, una docena de dátiles rellenos de queso suave y un estimulante plato de golosinas bañadas en leche y canela. Mientras comía, Mungo el senescal fue a informarle que los carruajes, la escolta, el equipaje y todo lo demás aguardaban en la plaza de armas.
La reina Sollace respondió con una mueca tristona.
—¡No me lo recuerdes, buen senescal! Sólo me esperan incomodidades, hedores y monotonía. ¿Por qué no se pudo celebrar esta reunión en Haidion, al menos para mi comodidad?
—Realmente lo ignoro, majestad.
—¡Ah! ¡Resignación! ¡La he aprendido a la fuerza con los años! ¡Debo soportar las molestias con buena cara!
Mungo se inclinó.
—Te aguardaré en el Octógono, majestad.
Las doncellas vistieron a Sollace, le trenzaron y peinaron el cabello, le bañaron el rostro y las manos en bálsamo de almendras, y por fin estuvo preparada para el viaje.
Los carruajes esperaban bajo la terraza. La reina Sollace salió del castillo y cruzó la terraza, deteniéndose en ocasiones para dar instrucciones de última hora a Mungo, quien respondía a cada requerimiento con gentil ecuanimidad.
La reina Sollace descendió a la plaza de armas y subió al carruaje real. Se apoltronó en los cojines y cubrieron su regazo con un manto de piel de zorro joven.
Luego Madouc abordó el carruaje, seguida por las damas Tryffyn y Sipple y una tal Kylas, a quien habían designado en el último momento para atenderla.
Todo estaba preparado. La reina hizo un seña a Mungo, el cual retrocedió y dio la orden a los heraldos. Tocaron tres veces la fanfarria Retirada real y el cortejo partió del castillo.
La procesión dobló por el Sfer Arct y el grupo se acomodó para el viaje. Madouc iba sentada junto a la reina Sollace. Frente a la princesa viajaba Kylas, una doncella de dieciséis años, de altos principios y probada rectitud, si bien Madouc la encontraba aburrida e insípida. Urgida por la vanidad o por un exceso de sensibilidad, Kylas sospechaba que todos los hombres que se hallaran cerca, jóvenes o maduros, se proponían espiarla o hacerle insinuaciones indecentes. Tal convicción la hacía erguir la cabeza con arrogancia, mirase el hombre en su dirección o no. Ese hábito desconcertaba a Madouc, pues Kylas —con sus hombros flacos y sus caderas anchas, su rostro saturnino y su nariz larga, sus saltones ojos negros y sus mechones negros y rígidos, que colgaban a ambos lados como las orejas de un asno— no ofrecía una imagen de memorable belleza. Kylas tenía por costumbre mirar fijamente hacia un objeto de interés. Madouc, sentada enfrente, no pudo evadir ese escrutinio. Pensó en combatir el fuego con el fuego, y durante cinco minutos concentró su mirada en la punta de la nariz de Kylas, pero en vano. Madouc se aburrió y desvió el rostro, derrotada.
La procesión entró en los Arqueers; en ese momento, el tiempo, que se había anunciado tan desfavorable, comenzó a cambiar; las nubes y la bruma se disolvieron; el sol iluminó el paisaje y la reina Sollace comentó con cierta complacencia:
—Esta mañana rogué que el tiempo fuera benigno con nosotras y nos brindara un viaje seguro y agradable, y así ha ocurrido.
La dama Tryffyn, la dama Sipple y la doncella Kylas manifestaron apropiadamente su sorpresa y su regocijo. La reina Sollace acomodó un cesto de higos bañados en miel en un sitio conveniente y se volvió a Madouc.
—Ahora, querida, puedes narrar todo lo concerniente a la recuperación del Santo Grial.
Madouc miró a su alrededor. Kylas la estudiaba con ojos de búho; las dos damas de la corte, ostentosamente complacientes, no podían disimular su avidez por historias sensacionalistas que luego transformarían en materia de preciosas habladurías.
—Tal información, majestad —dijo a la reina—, es sólo apropiada para tus reales oídos. Hay secretos que los plebeyos no deberían compartir.
—¡Bah! —gruñó Sollace—. Tryffyn y Sipple son damas de confianza, y no se las puede describir como «plebeyas». Kylas es cristiana bautizada, y nada le interesa tanto como el Santo Grial.
—Es posible, pero aun así hay restricciones.
—¡Pamplinas! ¡Narra tu historia!
—No me atrevo, majestad. Si deseas comprender plenamente mi prudencia, acompáñame a las profundidades del Bosque de Tantrevalles.
—¿Sola? ¿Sin escolta? Eso es descabellado.
Sollace tiró del cordel de la campanilla. El carruaje se detuvo y un lacayo con librea bajó para mirar por la ventanilla.
—¿Qué deseas, majestad?
—Estas damas viajarán un rato en uno de los otros carruajes. Narcissa, Dansy, Kylas: tened la amabilidad de complacerme. Como sugiere Madouc, aquí puede haber asuntos que requieren cierta discreción.
De mal talante, las damas y la doncella se trasladaron a otro carruaje. Madouc se apresuró a ocupar el sitio de la dama Sipple, frente a la reina Sollace. Pronto la procesión reanudó la marcha por el Sfer Arct.
—Pues bien —dijo Sollace, mascando un higo y sin prestar atención al desplazamiento de Madouc—. Puedes continuar. Con toda franqueza, prefiero oír la historia en privado. ¡No pases ningún detalle por alto!
Madouc no veía razones para ocultar ningún aspecto de sus aventuras. Narró la historia tal como la recordaba, y logró despertar la admiración de la reina. Al final de su relato Sollace observaba a Madouc con cierta reverencia.
—¡Asombroso! ¿No sientes añoranza por el shee cuando la mitad de tu sangre proviene de las hadas?
Madouc meneó la cabeza.
—Jamás. Si me hubiera quedado en el shee para comer pan de hadas y beber vino de hadas, me habría transformado en algo parecido a un hada, excepto que la mortalidad me dominaría más rápidamente. A estas alturas, casi todas las hadas tienen una gota de sangre humana en las venas, y por eso se las denomina semihumanos. Se dice que con el tiempo la raza se mezclará con el vulgo y las hadas se extinguirán. Cuando se encuentren entre hombres y mujeres, nadie advertirá que sus antojos y rarezas son un último vestigio de las hadas. En cuanto a mí, soy ante todo mortal, y no puedo cambiar. Así he de vivir y morir, al igual que mis hijos, y pronto la estirpe feérica quedará olvidada.
—¡Para mayor gloria de la Fe! —declaró Sollace—. El padre Umphred afirma que las gentes del Bosque de Tantrevalles son demonios y trasgos satánicos, de mayor o menor venalidad. Junto con los herejes, los paganos, los ateos, los impenitentes y los idólatras, esas gentes están condenadas a los pozos más profundos del Infierno.
—Sospecho que se equivoca.
—¡Imposible! ¡El es versado en todas las fases de la teología!
—Existen otras doctrinas, y otros hombres versados.
—¡Todos son heréticos y embusteros! —declaró la reina Sollace—. ¡La lógica impone esta convicción! Escucha. ¿Cuáles serían los beneficios de los creyentes si todos hubieran de compartir por igual las glorias del más allá? ¡Eso es llevar la generosidad demasiado lejos!
Madouc tuvo que admitir la lógica de esa observación.
—Aun así, no he estudiado ese tema, y mis opiniones cuentan poco.
Una vez que la reina Sollace se hubo explayado a gusto sobre el asunto, detuvo nuevamente el cortejo y permitió que Kylas, Tryffyn y Sipple, todas algo enfurruñadas, regresaran al carruaje. Madouc se deslizó a un costado del asiento, Tryffyn y Kylas ocuparon sus puestos anteriores y a Sipple le correspondió el asiento original de Madouc, frente a Kylas, para gran satisfacción de la princesa.
—La princesa Madouc tenía razón en sus observaciones —declaró la reina Sollace—. Habló de ciertos asuntos que no conviene hacer públicos.
—Debe de ser como dices, majestad —dijo Tryffyn con la boca fruncida—. Debo señalar, sin embargo, que yo, al menos, soy célebre por mi discreción.
—En la fortaleza de Daun Hondo, de donde provengo —dijo altivamente la dama Sipple—, nos acechan tres fantasmas. Acuden cuando despunta la luna para contarnos sus pesares. Me han confiado detalles muy íntimos, sin ninguna reserva.
—¡Así es el mundo! —comentó la reina Sollace—. Ninguno es más sabio que los demás. Hasta Madouc lo admite.
Kylas habló con voz baja y gutural:
—Me agrada descubrir que el pudor se incluye entre las muchas virtudes de la princesa Madouc.
—Te equivocas por partida doble —refunfuñó Madouc—. Tengo pocas virtudes, y el pudor no es una de ellas.