—¡Ya oíste las instrucciones de la reina! ¡No hubo ningún error!
Madouc contuvo su irritación con esfuerzo.
—Dile a la reina que me resulta de lo más desagradable cambiarme ahora de ropa, especialmente porque este vestido me sienta muy bien.
—En absoluto.
—De cualquier modo, apártate. Hay alguien con quien deseo hablar.
—¿A quién te refieres?
—Por favor, Kylas. Esa pregunta es irrelevante —Madouc la esquivó, pero se encontró con que Dhrun se había perdido de nuevo entre la abigarrada muchedumbre de notables y cortesanos.
Madouc se retiró a un lado del salón. Miró a izquierda y derecha, examinando a cada individuo. Las llamas de cinco candelabros realzaban los mil colores del desfile de indumentarias: granza y azafrán; azul acerado y verde musgo; blanco limón, marrón, pardo y rosado; también el destello de la plata y el fulgor del oro, y por doquier el centelleo de las joyas. Los rostros nadaban bajo el fulgor de las velas como desleídas medusas en una marea de luz: rostros de todas clases, cada cual símbolo del alma que ocultaba. Pero ninguno, ni a izquierda ni a derecha, era el rostro de Dhrun. Una voz le habló al oído.
—¿Por qué me evitas así? ¿Soy ahora tu odiado enemigo?
Madouc se volvió para encontrarse con Dhrun.
—¡Dhrun! —Apenas logró contener un acto impulsivo—. ¡Te he buscado por todas partes! Pero adondequiera iba, desaparecías. Era como perseguir una sombra.
—Al fin me has encontrado, y yo te he encontrado a ti, y estoy azorado.
Madouc sonrió de pura felicidad.
—¡Dime por qué!
—¡Tú sabes por qué! Si dijera más, me sentiría avergonzado.
—Dime de todos modos.
—Muy bien. Supe hace tiempo que te volverías bella… pero no creí que ocurriría tan pronto.
Madouc rió discretamente.
—¿Por qué estás avergonzado?
Dhrun también rió.
—No pareces ofendida ni turbada.
—Entonces diré algo y tal vez yo me avergüence.
Dhrun le cogió ambas manos.
—Escucharé, y prometo no ofenderme.
—Me alegra oír lo que has dicho —susurró Madouc—, pues tu opinión es la única que me importa.
—Si tuviera valor, te besaría —dijo impulsivamente Dhrun.
La timidez embargó a Madouc.
—¡Ahora no! ¡Nos verían todos!
—¡Cierto! ¿Pero qué importa?
Madouc le estrechó las manos.
—Escucha. Tengo algo importante que decirte, pero debes prestarme mucha atención.
—¡Cuentas con ella!
Alguien se acercó a Madouc. La princesa se volvió y se topó con los inquisitivos ojos negros de Kylas.
—¿Vienes a cambiarte de ropa, como desea la reina? —preguntó Kylas.
—No ahora —dijo Madouc—. Explica a la reina que el príncipe Dhrun y yo celebramos una profunda deliberación, y él me consideraría una excéntrica si de pronto echara a correr para cambiarme el vestido.
Se alejó con Dhrun, dejando a Kylas boquiabierta.
—Kylas es bastante insufrible —dijo Madouc—. Vigila cada uno de mis movimientos y los comunica a la reina, aunque no sé con qué propósito, pues la reina no tiene la menor idea de lo que quiero decirte.
—¡Dime, pues! ¿Qué es tan importante?
—¡Tu vida! No soportaría que la perdieses.
—Siento lo mismo que tú. Continúa.
—¿Sabes algo sobre Persilian el Espejo Mágico?
—Mi padre lo ha mencionado.
El rey Audry se acercó a ambos y se detuvo. Miró a Madouc extasiado.
—¿Quién es esta sílfide de cabello brillante? La vi en la mesa, conversando con el príncipe Jaswyn.
—Majestad, permíteme presentarte a la princesa Madouc de Lyonesse.
El rey Audry enarcó las cejas y se atusó el bigote.
—¿Ésta es la criatura sobre quien nos han contado tantas historias extraordinarias? ¡Me deja sin habla!
—Sin duda esas historias eran exageradas, majestad —dijo cortésmente Madouc.
—¿Todas ellas?
—Es posible que en ocasiones mi conducta haya carecido de docilidad y razonamiento. Mi reputación ha sufrido por esa causa.
El rey Audry meneó la cabeza y se acarició la barba.
—¡Triste situación, por cierto! ¡Pero aún tienes tiempo para redimirte!
—Majestad, me has dado nuevas esperanzas —dijo tímidamente Madouc—. ¡No me dejaré vencer por la desesperación!
—Sería una lástima que lo hicieras —declaró el rey Audry—. Vayamos al salón de baile, donde pronto comenzarán las danzas. ¿Cuáles son tus pasos favoritos?
—¡No tengo ninguno, majestad! Nunca me molesté en aprenderlos, y ahora no sé distinguirlos.
—Sin duda sabrás bailar la pavana.
—Sí, majestad.
—Es uno de mis favoritos, pues es grave al tiempo que elegante, y susceptible de mil bonitas complejidades, y ésa será la primera danza.
El príncipe Jaswyn pasó y se inclinó ante Madouc.
—¿Puedo tener el honor de bailar la pavana contigo, alteza?
Madouc miró con tristeza a Dhrun, pero dijo:
—Será un placer, príncipe Jaswyn.
La pavana llegó a su fin. El príncipe Jaswyn condujo a Madouc hasta un lado de la habitación. Madouc buscó a Dhrun; como anteriormente, no estaba a la vista, y chascó la lengua con exasperación. ¿Por qué no se quedaba en un sitio? ¿No comprendía la urgencia de lo que debía revelarle? Madouc miró hacia todas partes, tratando de ver sobre las cabezas de los caballeros y entre los vestidos de las damas. Al fin descubrió a Dhrun en compañía del príncipe Cassander; los dos acababan de entrar en la cámara. Madouc presentó precipitadas excusas al príncipe Jaswyn. Atravesando la habitación, se acercó a ambos príncipes.
Cassander la vio venir con disgusto y la saludó con arrogancia.
—¡Bien, Madouc! ¡Estarás en tu elemento! Ahora tienes la oportunidad de codearte con la sociedad de Avallen.
—Ya lo hice.
—¿Entonces por qué no estás bailando, paseándote e impresionando a los jóvenes con tu ingenio?
—Podría preguntarte lo mismo a ti.
Cassander respondió con hosquedad:
—Esta noche esas diversiones no congenian con mi estado de ánimo, ni con el del príncipe Dhrun. Dada esa circunstancia…
Madouc miró a Dhrun.
—¿También tú estás harto de la vida mundana?
—Tal vez no hasta el punto indicado por el príncipe Cassander —dijo Dhrun, sonriendo.
Cassander frunció el ceño.
—Allí está el príncipe Raven de Pomperol —dijo—. ¿Por qué no comentas con él tus teorías?
—Ahora no. Me siento algo fatigada. ¿Adónde fuisteis ambos, para eludir las exigencias de la vida social?
—Fuimos a otra parte —dijo fríamente Cassander—, para disfrutar de unos instantes de silencio.
—¡Cassander, eres ingenioso! En una celebración de tal magnitud, ¿dónde hallaste un lugar privado?
—Aquí, allá o en otra parte —dijo Cassander—. No tiene importancia.
—Pero despiertas mi curiosidad.
—El príncipe Cassander quiso visitar el Salón de los Héroes —dijo Dhrun—, para honrar una antigua tradición.
—Vaya, surge la verdad —señaló Madouc—. Cassander no es tan frívolo como aparenta. ¿Qué tradición deseabas honrar?
—Es sólo un capricho, nada más —rezongó Cassander—. Los príncipes de sangre real que se sientan apenas un instante en el trono Evandig se aseguran una larga vida y un reinado dichoso… así dice la leyenda.
—Una leyenda muy oscura. Dhrun, ¿también has honrado esa tradición?
Dhrun rió incómodamente.
—El príncipe Cassander insistió en que compartiera con él esos beneficios.
—¡El príncipe Cassander es muy amable! ¿Y te sentaste también a la Mesa Redonda?
—Por un instante.
Madouc suspiró.
—Bien, ahora que esa ceremonia privada os ha calmado, ¿recuerdas que prometiste bailar conmigo?
Dhrun quedó sorprendido, pero respondió:
—¡Claro que sí! Príncipe Cassander, mis excusas.
Cassander hizo un brusco ademán con la cabeza.
—¡Bailad a gusto!
Madouc no llevó a Dhrun a la pista de baile, sino a las sombras de un costado del salón.
—Piensa ahora —dijo—. ¿Hablaste al sentarte en el trono?
—Sólo para cumplir con los términos de la tradición, según me explicó Cassander. Cuando él se sentó en el trono impartió una orden, diciéndome que yo avanzara un paso. A mi vez, yo hice lo mismo.
Madouc cabeceó resignadamente.
—Pues ahora debes temer por tu vida. Puedes morir en cualquier momento.
—¿Qué dices?
—Traté de hablarte de la profecía de Persilian. ¡Ella guía cada hora de tu vida!
—¿Cuál es la profecía?
—Dice que el hijo de la princesa Suldrun, o sea tú, ocupará su legítimo puesto en Cairbra an Meadhan y gobernará desde el trono Evandig antes de haber fenecido. ¡Acabas de cumplir la profecía! Te has sentado a la mesa e impartiste una orden sentado en Evandig, y ahora Casmir puede enviar a sus sicarios. ¡Quizá te asesinen esta misma noche!
Dhrun guardó silencio unos instantes.
—¡La conducta de Cassander me pareció extraña! ¿El conoce la profecía?
—Es difícil saberlo. Es vanidoso y necio, pero no del todo malo. Aun así, obedecería las órdenes del rey Casmir, sin reparar en las consecuencias.
—¿Aunque condujeran al asesinato?
—Obedecería órdenes. Pero no es preciso que él lo haga, pues el rey Casmir trajo a otros sujetos con las habilidades necesarias.
—¡Es un pensamiento escalofriante! ¡Estaré en guardia! Tres buenos caballeros de Troicinet me acompañan, y ellos permanecerán junto a mí.
—¿Cuándo llega tu padre?
—Creo que mañana. ¡Me alegrará verlo!
—También a mí.
Dhrun escrutó el rostro de Madouc. Inclinó la cabeza y la besó en la frente.
—Hiciste lo posible por salvarme de este peligro. Te lo agradezco, querida Madouc. Eres tan lista como bonita.
—Este vestido tiene mucho éxito —dijo Madouc—. El color se llama «rosa negra», y por alguna razón combina bien con mi pelo. El estilo también parecer realzar lo que deberé llamar mi porte. ¡Me intriga, me intriga!
—¿Qué te intriga?
—Recordarás al rey Throbms, desde luego.
—Lo recuerdo bien. En general era benigno, aunque un poco tonto.
—En efecto. Por ciertas razones, me ofreció un hechizo que causó gran revuelo y, a decir verdad, me intimidó con su tremendo poder. Para anularlo, yo debía tirarme de la oreja derecha con los dedos de la mano izquierda. Ahora me intriga saber si tiré con suficiente fuerza.
—Es difícil decirlo —dijo Dhrun.
—Podría hacerlo de nuevo, para ser honesta y para estar tranquila. Pero si al instante me transformara en un flacucha insípida y este bello vestido me colgara sin gracia, sentiría desolación… especialmente si te alejaras y retiraras todos tus cumplidos.
—Quizá sea mejor dejar las cosas como están —dijo Dhrun—. De todos modos, sospecho que ésta eres tú, la parte y el todo.
—Me aseguraré de una vez por todas. El honor lo impone. ¿Estás mirando?
—Muy atentamente.
—Prepárate para lo peor —Madouc se tiró de la oreja derecha con los dedos de la mano izquierda—. ¿Notaste algún cambio?
—Ninguno.
—Qué alivio. Vayamos a sentarnos en ese diván. Así podré contarte mis aventuras en el Bosque de Tantrevalles.
La noche transcurrió sin alarma ni incidente. Un sol rojo mandarina se elevó por el este, y el día comenzó. Madouc despertó temprano y se quedó en la cama pensando. De pronto se levantó, llamó a la criada, se bañó en la tina de pórfido rosado y se puso un vestido de lino azul con cuello blanco. La criada le cepilló el cabello hasta doblegar los bucles cobrizos transformándolos en ondas brillantes, que sujetó con una cinta azul.
Sonó un golpe en la puerta. Madouc ladeó la cabeza y dio rápidas instrucciones a la criada. Hubo otro golpe, agudo y perentorio. La criada entreabrió la puerta y se topó con dos ojos negros que relucían en una cara narigona y cetrina.
—¿No tienes respeto por la princesa? ¡Ella no recibe a nadie tan temprano! ¡Márchate!
Cerró la puerta, ahogando las protestas.
—¡Soy yo, la doncella Kylas! ¡Soy una persona de rango! ¡Ábreme la puerta!
Al no recibir respuesta, Kylas se marchó a sus aposentos, donde trató de abrir la puerta que comunicaba con el vestíbulo de Madouc, y descubrió que estaba cerrada con llave.
Kylas golpeó y gritó:
—¡Abrid, por favor! ¡Soy Kylas!
En vez de obedecer, Madouc se escurrió por la otra puerta, fue hasta el extremo del jardín, se internó en la galería este y se perdió de vista.
Kylas golpeó de nuevo.
—¡Abrid de inmediato! ¡Traigo un mensaje de la reina Sollace!
La criada al fin le franqueó la entrada. Kylas entró impetuosamente.
—¿Madouc? ¡Princesa Madouc! —Entró en la alcoba, miró a izquierda y derecha y entró en el tocador. Al no hallar rastros de su presa, habló en dirección al cuarto de baño—: ¡Princesa Madouc! ¿Estás ahí? La reina insiste en verte al instante para darte instrucciones. ¿Princesa Madouc? —Kylas miró en el cuarto de baño y se volvió encolerizada hacia la criada—. ¿Dónde está la princesa?
—Ya ha salido, señoría.
—Eso ya puedo verlo por mí misma. ¿Pero a dónde?
—No sé decirte.
Kylas graznó con fastidio y se marchó.
Madouc se había dirigido al Salón Matinal, como había recomendado la noche anterior el príncipe Jaswyn. Era una sala grande, grata y aireada, en la que el sol penetraba por altas ventanas de vidrio. Había un aparador con un centenar de platos, fuentes, cuencos y trincheros, repleto de manjares de muchos tipos.
Madouc encontró al rey Audry y al príncipe Jaswyn ya levantados, desayunando. El príncipe Jaswyn se incorporó galantemente y escoltó a Madouc hasta la mesa.
—El desayuno es informal —dijo el rey Audry—. Puedes servirte o llamar a los camareros, como desees. Yo no pasaría por alto los hortelanos ni las pitorras, pues ambos son excelentes. Pedí liebre y jabalí, pero mis cazadores no tuvieron suerte y hoy deberemos prescindir de ellos. Tampoco comeremos venado, el cual, después de todo, es un tanto excesivo para el desayuno, especialmente en guiso. Por favor, no tomes a mal mi magro ofrecimiento; sin duda comes mejor en Haidion.
—Habitualmente encuentro lo suficiente para comer, de un modo u otro —dijo Madouc—. No suelo quejarme, a menos que las gachas estén quemadas.
—Al último cocinero que quemó las gachas lo mandé azotar —dijo el rey Audry—. Desde entonces no hemos tenido más contratiempos.