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Authors: Eduardo Mendicutti

Mae West y yo (2 page)

BOOK: Mae West y yo
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Había llegado a Jerez en un tren que ahora tarda tres horas y media desde Madrid. La duración del viaje está al borde de lo desagradable, pero se puede sobrellevar sin mucho mérito -siempre que no haya en el coche algún niño destemplado- gracias a los periódicos, un libro y ese sucedáneo de almuerzo que dan en clase preferente. Además, en el tren, durante un trayecto de tres horas y media, puedo levantarme un par de veces para ir al baño y, de paso, estirar un poco las piernas sin molestar mucho a nadie. Los humillantes trámites del control de pasajeros, las limitaciones impuestas en el equipaje de mano y el equipaje facturado, y los retrasos que pueden ir de la desconsideración al ensañamiento han convertido en intolerables los viajes en avión.

En la estación de ferrocarril de Jerez cogí un taxi que me llevó a Sanlúcar y me dejó en Villa Horacia, en la puerta de Los Zarzales, el chalé de mi primo Jerónimo Hidalgo, apenas pasadas las cuatro y media de la tarde. El taxista me ayudó a bajar las maletas y, mientras le pagaba una cantidad que superaba bastante lo que indicaba el taxímetro -«los suplementos», me dijo el hombre, sin especificar-, vi al chico. Un chico alto, seguramente algo mayor de los quince o los dieciséis años que aparentaba gracias a unas facciones aniñadas pero muy sensuales -los ojos grandes y pardos, la nariz poderosa, los labios llenos y humedecidos por el sudor y la saliva, el mentón bien dibujado-, fuerte, rubio, con un color acaramelado por ese efecto que produce en las pieles claras el sol cuando se toma mientras se hace ejercicio -y no tumbado como un bistec, sobre una sartén en forma de toalla-, con un pelo dorado y voluminoso, lleno de rizos en los que resultaba difícil calcular el último corte de tijera. Me entretuve un poco en la absurda tarea de poner en orden las maletas por tamaños, y así pude seguir con la vista al muchacho, por entre el enrejado de la cancela, hasta que entró en la casa. Había llegado en bicicleta y se había bajado de la máquina -como dicen en las retransmisiones de carreras ciclistascon una parsimonia, una suavidad y una armonía que recordaban a las de esos trapecistas de músculos largos y flexibles que logran ralentizar sus volteretas en el aire y dibujar con el cuerpo escorzos flotantes y muy delicados. Llevaba unas calzonas deportivas de pemiles muy cortos y anchos -poco adecuados para correr en bicicleta, pensé- que dejaban al descubierto, hasta casi las ingles, unos muslos alargados y tersos, resplandecientes. La camiseta sin mangas, pegada al torso, enmarcaba unos brazos acostumbrados, sin duda, a deportes manuales o que exigen un notable esfuerzo de cintura para arriba: windsurf, parapente, tenis, quizás remo, tal vez balonmano, o balonvolea playero junto a la orilla, mientras se chapotea alegremente en el rompeolas. Empujó la verja con el hombro, y apenas se volvió para dejarla entornada antes de alejarse -despacio, a pie, con la bicicleta habilidosamente conducida por el sillín por el camino de grama y piedra rosada que lleva a la puerta de su casa. Porque he dado por hecho que el chico vive ahí. Sólo espero que no sea el hijo de una muy bella condesa polaca y viuda que ha venido a pasar el verano en esta lujosa urbanización junto al mar, con sus tres hermosas hijas y su guapísimo hijo, eso sí, dudosamente adolescente. No me importaría -todo lo contrario- acabar mis días en una terraza frente a la desembocadura del Guadalquivir y el coto de Doñana, sentado en una butaca de mimbre y con una mantita sobre las piernas, pero no pintarrajeado como una tapia a merced de los grafiteros, y suspirando por una mirada, por una sonrisa, por una sola palabra, no diré por una caricia, de un jovenzuelo radiante, ensimismado y desdeñoso. Cierto es que, de momento, el jovenzuelo responde a esas características. Ya no es que no me saludara -ni un fugaz movimiento con la mano, ni un gesto con la cabeza-, es que ni siquiera me miró. Supongo que un ejemplar tan joven y tan magnífico no está para reparar en nadie que no sea él mismo, y mucho menos en un señor mayor -un anciano de más de sesenta años, pensaría, si se fijase- que está en medio de la calle, en una urbanización de casas rigurosamente protegidas -el chico había cometido la juvenil imprudencia de no cerrar la cancela con llave-, a las cuatro y media de la tarde, bajo el solazo de primeros de julio, vestido con chaqueta azul y pantalón gris y ridiculamente preocupado por ordenar sus maletas de mayor a menor. Bastante hacía un chico como él con permitir, sin disgustarse, que hasta algún anciano de más de sesenta años le siguiera con mirada libidinosa. A fin de cuentas, tenía una espalda y un culo maravillosos. «Maravillosa espalda, maravilloso culo», susurré. Y entonces ocurrió. Entonces pensé que sentiría el picotazo excitante e impaciente del deseo. Qué ingenuo. Como si no conociera de sobra el efecto del tratamiento de la enfermedad. Había esperado aquel picotazo, y el picotazo no estaba allí. Fue como si de pronto se abriera un gran boquete alrededor de mí y de mis disciplinadas maletas. Y sentí, agigantado, un vértigo similar al que uno siente cuando mete la mano en el bolsillo interior de la chaqueta en busca de la cartera, pero la cartera no está. Un punzante sentimiento de pérdida. Tuve de pronto la sensación de estar fuera de lugar. Busqué angustiosamente las llaves de Los Zarzales, como si necesitara esconderme enseguida de mí mismo, del espejismo de sentirme tan bien. Abrí el portón. Arrastré como pude, todas a la vez, las maletas hasta la casa. En el recibidor, en el salón, en la cocina olía a atmósfera ligeramente fermentada. No había televisión, me perdería el encuentro de semifinales del Mundial de Sudáfrica entre las selecciones de España y Paraguay. Por fortuna, ya no necesitaba recordar durante toda la noche, como un calmante, sentado en una butaca junto a la ventana de mi dormitorio abierta de par en par, algún hermoso partido del Real Madrid, seguramente un remedio estrambótico, pero el mejor que llegué a encontrar contra la ansiedad y el insomnio: el lexatín, muy leve, que me había recetado el médico de cabecera sólo me producía una desagradable sensación de abatimiento físico y no me permitía conciliar el sueño. Aquí, en el dormitorio principal, gracias a que las persianas estaban entreabiertas y a que el sol ya daba de lleno sobre el ventanal de la habitación, el aire olía como si estuviera recién tostado y resultaba tranquilizante y acogedor. Me miré en el espejo de la cómoda. Me dije, en voz alta:

-Sigues asustado.

Luego, comprobé que todo estaba bien. Que no había adelgazado más, que no me habían crecido una barbaridad las tetas -posible y desmesurado obsequio, al parecer, de la inyección que tengo que ponerme cada tres meses-, y respiré hondo para calmarme. Y dije en voz alta la solemne y guasona retahila de mi nombre compuesto y un montón de apellidos, para bromear con el miedo.

Entonces Mae West dijo:

-Cariño, acabarás delgadísima y con unas tetas enormes. El sueño de tu vida.

Allí estaba. Había dejado a mis chicas en casa, pero allí estaba ella. Al menos, allí estaba su voz. Le dije que tenía que portarse bien, que vigilara el escote. Estuvimos ensayando un rato réplicas y contrarréplicas, como hacemos en casa cada vez que decido entretener un poco a los amigos. No estoy en mi mejor forma, pero, al menos, «hago músculo». Me dijo que, si hace falta para que me anime un poco, me teñirá de rubio platino los pelos del consistorio. Así que le dije:

-Bruja, bienvenida a Los Zarzales. Te llamarás Mae West, a ver si te esmeras.

Antes de deshacer las maletas, abrí del todo las persianas, dejé que el sol entrara en la habitación como una riada y, después de ordenar un poco mis cosas, me senté en la butaca que hay junto al ventanal y me puse a recordar cómo era Villa Horacia. Aquí jugaron días felices.

Ella: «Así transita Gloria Mundi»

4 de julio, domingo

Él no quiere que le hable de mujer a mujer, pero si su destino es tener un fachón y grandes tetas, debería ir acostumbrándose.

Hemos cenado a las ocho, casi a la hora americana, en el dormitorio, la única habitación de la casa en la que se puede estar sin que a una se le ponga mustio de pena el moldeado rubio platino. En la nevera no había nada, menos mal que nos trajimos de Madrid unos emparedados, fruta, leche, café y un bizcocho para diabéticos que hacen en una confitería muy apañada del mercado de La Paz, el de la calle Lagasca. Desde que, además de lo otro, le descubrieron que es un poco diabético, mi hombre me cena poquísimo y se mete en el cuerpo unas caminatas aceleradísimas. Después que no me diga que no quiere adelgazar.

Cuando acabamos de cenar dimos un paseo por la playa hasta Montijo, con la marea baja y el sol tiñendo el cielo de color cereza desde el fondo del mar, o eso me parecía a mí. Nos cruzamos con algunas parejas mayores que paseaban con resignación clínica y con una mujer joven con un chándal amarillo y una gorra de los Lakers, que corría al borde mismo del suave oleaje de la orilla. Mi hombre siempre me obliga a caminar a razón de ciento diez pasos por minuto y, claro, volvimos a casa encharcados por el sudor, como ya es costumbre. Otro efecto del tratamiento. Siempre llego empapada de arriba abajo, como Esther Williams, la nadadora de la Metro, sólo que yo también soy una estrella si no estoy mojada. Nos duchamos, él se puso su pijama y yo, Chanel n.° 5, como la pobre Marilyn, a la que él ha dejado en casa sin ningún remordimiento, como a Marlene y a esa Mae West a la que él llama la copia auténtica. Antes de meternos en la cama, cuando todavía no eran las diez, yo le dije, con las manos en las caderas y balanceándome como una mecedora:

-Encanto, los niños buenos, antes de dormir, rezan sus oraciones.

-Más vale no tentar a la suerte -me dijo él-. Los niños buenos le piden a Dios que los lleve al cielo y, la verdad, no veo la necesidad de meterle prisa.

-Entonces, haz como las niñas malas -le dije-. Dile a Dios que el cielo puede esperar y pídele que, de momento, te lleve a Tiffany's.

El levantó la ceja como hacía siempre Marlene cuando algún admirador se quedaba cortito de ingenio a la hora de piropearla, y luego me dijo que, si no era capaz de ser original, al menos no estropease las frases de la verdadera Mae. Pero yo le solté, con todo el cariño del mundo:

-Mi amor, mientras no vuelvas a mirar a la vida como a mí me miraba, de pies a cabeza, el cuerpo entero de marines de los Estados Unidos, y como tú mismo has mirado esta tarde a ese zangolotino de la casa de enfrente, habrá que echar mano de las reservas.

El pobre me reconoció que estaba cansado y con las neuronas como torrijas. Luego, se tomó su pastilla de cada noche. Alguna vez se le olvida, y yo le digo que espero que no le pase lo mismo con la pildora antibeibi cuando, por efecto de los estrógenos que le inyectan trimestralmente, pueda quedarse preñado.

A pesar del cansancio, no ha dormido bien. Por mi culpa, por mi grandísima culpa se ha levantado cuatro veces a soltar chirimiri dorado. Al menos no han sido las seis o siete levantadas de sus peores sueños -total, para cuatro gotitas...- y, cada vez que se movía en la oscuridad a trompicones, camino del baño, yo empezaba a recordarle con retintín el latinajo
-sic transit...-
que a mí me gusta tanto y que a él tan encocorado le pone. Apareció por fin en la cocina a las ocho, pero las últimas dos horas las había dormido bastante a gusto, así que daba alegría verle tan rozagante, casi como el bolsillo de uno de aquellos mafiosos de Chicago que se ponían contentos nada más verme.

-Deberías hacerles un monumento a ese fluido tensor instantáneo y a ese
roll-on
hidraenergético antiojeras -le dije, porque se miró, antes de sacar la leche para el desayuno, en un espejo que hay junto al frigorífico y no hizo ninguna morisqueta de desesperación.

-No está mal -dijo él-. Claro que todos acabamos acostumbrándonos a nuestros deterioros. Y hasta los encontramos elegantes.

-Cariño -le dije-, no hables por mí. La elegancia y yo nos llevamos como Bette Davis y Joan Crawford, pero créeme: un buen vaquero nunca compra por elegante una yegua.

Entonces él dijo que tuviéramos el desayuno en paz y que después habría que empezar a ocuparse de la intendencia. Y yo le dije, adelantando la pechera como un paradisiaco vergel que hay que conquistar:

-De la intendencia te ocupas tú, que yo me ocupo de la artillería.

La casa, a primera hora de la mañana, con todo abierto y buena luz natural, no parecía tan tristona y descuidada como a mí se me antojó la tarde anterior. A las diez ha venido una mujer de confianza, amiga de Felipe desde cuando este sitio se llamaba Villa Horacia a secas, que nos hará la limpieza diaria y la comida. La mujer, bastante mayor de lo que parece, delgada como un sarmiento, despintada más que rubia, con unos ojos celestes que ya los hubiese querido la mosquita muerta de Marion Davies, muy nerviosa y dispuesta, es por lo visto hija de los antiguos caseros de la finca y conoce a Felipito, como lo llama ella, desde que era un renacuajo. Se llama Carmeli y empezó por las buenas a rememorar en voz alta, sin ningún miramiento y como si hubiera ocurrido ayer mismo, cómo llevaba a Felipito a la playa, a bañarlo en cueros vivos. Yo creo que Felipe se puso tan tenso que enseguida llegaron a un acuerdo: Carmeli vendrá a diario, salvo los fines de semana, de nueve de la mañana a una de la tarde, para hacer el cuerpo de casa -los dos llaman así a lo que las feministas llaman trabajo doméstico- y dejar preparado el almuerzo. También puede comer aquí, si quiere. Cobrará ciento cincuenta euros a la semana. Un dineral.

-Baby,
qué atentado más gracioso contra el decoro -le he dicho yo, en cuanto Carmeli se ha marchado, después de despedirse hasta mañana-. Lo que habrán cotilleado las señoras tan elegantes de este sitio tan exclusivo, después de ver a la relimpia de Carmeli fregándote en la playa con el napoleón al aire...

Me ha dicho, bastante distendido para lo suspicaz que se pone a veces por cualquier cosa desde que sabe lo que sabe, que hasta él y yo fuimos niños, y que él tenía entonces cuatro o cinco años y Carmeli, quizás doce, o como mucho trece -nadie diría que tiene ahora más de setenta años; yo pensaba que ese milagro nos estaba reservado a las divinas de Hollywood-, y que entonces Villa Horacia no era ni de lejos el pretencioso Village & Resort para nuevos ricos que ahora es, sino un fincón de ricos de toda la vida ya venidos a menos, donde sólo vivía durante todo el año, en el caserón que ahora es pomposo club social, tía María Bonasera, solterona de nacimiento, con tía Enriqueta Hidalgo, la verdadera dueña, también solterona por designio divino, y la playa era entonces un pedregal lleno de algas y casi desierto aunque, eso sí, con bajamares maravillosas, de modo que aún faltaba muchísimo tiempo para que su napoleón, aunque sólo fuera por debajo del bañador, provocara los cotilleos de algunas señoras algo desnortadas, de bastantes caballeros muy descarriados, y de algún que otro muchacho, de los que se ponen calientes con John Huston haciendo de Noé en
La Biblia,
un muchacho glorioso como el zangolotino que vive en la casa de enfrente. También dijo -y eso me alegró- que todavía falta un poco para que su pobre bonaparte acabe totalmente derrotado, mustio y solo en esta isla de Elba.

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