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Authors: Eduardo Mendicutti

Mae West y yo (4 page)

BOOK: Mae West y yo
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Un año después del diagnóstico, los resultados de los análisis siguen siendo reconfortantes. «Se morirá con esto, pero no de esto», me dijo uno de los médicos, el mismo día en que conocí con detalle el dictamen del patólogo, y me aseguró que tenía un paciente que ya llevaba veinte años con la enfermedad cronificada, gracias al tratamiento que seguramente me pondrían a mí. Algunos días después, pensé: «Un paciente, pero ¿cuántos se le habrán quedado por el camino?». La pregunta me asaltó a las cuatro de la madrugada, mientras estaba desvelado, empapado en sudor, y tuve que levantarme y asomarme imprudentemente a la ventana del dormitorio abierta de par en par, y aspirar hondo el aire nocturno y caluroso de finales de junio que se resistía con reconcentrada inclemencia a prestarme un poco de consuelo. Sin embargo, cuando el médico amable mencionó la posibilidad de una larga vida, me abracé con todas mis fuerzas a un pronóstico tan benigno y a la probabilidad de sobrevivir veinte años sin demasiadas pesadumbres. «Eso sí, se quedará impotente», añadió, sin modificar lo más mínimo el tono afable de su voz, «eso no tiene remedio.» Lo oí con absoluta claridad, pero no le di la menor importancia a tamaña catástrofe. Si ése era el precio que debía pagar para seguir vivo, bien estaba. En absoluto me pareció un precio demasiado alto. «Hay que ver, con lo putas que hemos sido, cariño», susurró Mae West, desde el «dormitorio de las chicas». Y pensé, con una sonrisilla supongo que extemporánea: «Tendremos que echarle imaginación para vestirnos de santas». No sé cómo interpretaría el médico amable, con el que me había puesto en contacto un amigo común, aquella media sonrisa. Apenas veinte minutos antes, otro médico, el especialista que a partir de aquel momento se encargaría de mí, me había dado la pésima noticia del resultado de la biopsia con una brusquedad rayana en la crueldad, en un tono gritón y destemplado, casi ofensivo, como si le causara una irritación intolerable el tener que ocuparse de un fulano con el que no iba a poder lucirse porque el pronóstico era desastroso. Al cabo de tres revisiones, todas alentadoras, he desarrollado un apego extraño hacia él, un tipo que quizás aún no tenga cuarenta años, delgado, nada feo, con un pelo ya canoso pero abundante y siempre medio revuelto, y con un evidente gusto por la informalidad desinhibida en la manera de expresarse -llama mear a lo que es mear- y en la manera de vestir, evidente bajo la bata, además de una actitud que en ocasiones recuerda la de algunos médicos desenvueltos y guaperas de ciertas series de televisión. Con el tiempo, el apego se ha convertido casi en afecto, tal vez porque, conforme las pruebas han ido arrojando resultados benévolos, él se ha ido relajando, satisfecho de su acierto en el planteamiento de la terapia, y, sin duda, porque para creer en un futuro mínimamente acogedor es imprescindible que yo confíe sin vacilaciones en quien tiene la obligación de cuidarme.

Sé lo primero que me preguntará Alvaro, haciéndose doña madrina angustiada, cuando le diga que he visto a la madre del guapo chico de la bicicleta: «¿Se parece a Silvana Mangano?». Alvaro está convencido de que, si algo se le da bien, es saber lo que no me conviene. Cuando, hace un año, le conté por teléfono -intentando, sin el menor éxito, controlar el pánico que, al regreso del hospital tras las primeras pruebas, seguía mordiéndome la boca, los pulmones, el estómago, el corazón- que las pastillas que acababa de recetarme el médico me inflamarían un poco los pechos y sentiría en ellos algo de picor, como les pasa a los adolescentes, me dijo: «Qué suerte, hijo, vas a terminar hecho una Lolita, con lo que se llevan ahora». Luego le dije: «A mediados de agosto tengo que ponerme una primera inyección. El médico me ha explicado que eso es, en realidad, una castración química y que no me extrañe si, de pronto, no siento nada cuando vea por la calle a una chica guapetona. Me encantó». Las risotadas de Alvaro debieron de escucharse en las mismísimas consultas externas del hospital. Que conste que el médico no dijo absolutamente nada sobre si, a partir de entonces, me causarían poca o nula impresión los chicos guapos.

Esta mañana, durante la hora larga que hemos estado hablando por teléfono después del desayuno, Alvaro me ha repetido de todas las maneras posibles que el encendido entusiasmo que yo estaba demostrando por la belleza sublime del chico de la bicicleta estaba por completo fuera de lugar. Por lo que podía imaginarse, aquel mequetrefe se encontraba a años luz de las montañas de músculos lustrosos que a mí me han gustado toda la vida de Dios.

Le había descrito, con esa enjoyada verborrea con la que tanto nos divertimos, la deslumbrante aparición del chico en medio de la hirviente y soleada armonía de la tarde, en un marco tan exclusivo y propicio al florecimiento de bellezas súbitas como es la nueva Villa Horacia, y él me ha dicho: «Aparte de que ya me explicarás más despacio qué clase de sitio es ese que se llama Villa Horacia, que ya es llamarse, o estabas fumado, o algo de lo que te echaron de comer en el tren te sentó pésimo. Por cierto, ¿has vuelto a saber algo de Thiago?». Nada. «¿Sigue sin contestar tus llamadas?» Sigue. «¿Sigues llamándole como treinta veces al día?» Sigo. «Pues entonces, además de celebrar lo que te estás ahorrando en llamadas internacionales gracias a la desconsideración de ese imbécil, olvídate también de ese muñecón con ínfulas de Tadzio calientapollas y búscate un fortachón de pueblo, que son los más sanos, al que no le importe ni poco ni mucho el que tengas la bayoneta lánguida, ya encontrará él por dónde hacerte feliz.» Le he asegurado que tan lánguida no está todavía, sobre todo si yo me empeño de verdad en que no lo esté -cierto que me empeño pocas veces-, y que, por más que, a causa también de las malditas inyecciones, me entren cada dos por tres, entre ríos de sudor, los desagradabilísimos sofocos típicos de las señoras en edad difícil, no me he convertido en una tragadora de sables compulsiva y vertiginosamente versátil. «Soja», me dijo Alvaro, «mucha soja. Mis amigas en edad difícil me dicen que hay que tomar toneladas de soja contra los desarreglos de la menopausia.»

Ahora mismo estoy sudando hasta casi lo repugnante. Mae West se ha echado una larga siesta o se ha quedado muda con todos estos calores. Es raro porque, por lo general, los sudores coinciden con una inquietante desazón de la gran dama de tetas explosivas, chirriante cabello rubio platino y lengua pecaminosa. Es como si la estrujasen. Es como si el líquido amarronado de esa bendita inyección se le hubiese colado a Mae West bajo las faldas y le estuviera royendo, por mi bien, lo que ella llama «el okupa de su consistorio». «Le llamaré Carpanta», me dijo a la hora de comer, «todo me lo está devorando poquito a poco.» He llamado otra vez a Thiago y sigue sin contestar, no lo hace desde finales de marzo. En Goiánia, su ciudad, a unos doscientos kilómetros de Brasilia, ahora son las dos de la tarde. Parece claro que él ya no me necesita y le estorban mis llamadas, por un amigo suyo que sigue en Madrid me ha hecho saber que ha vuelto con una antigua novia que me conoce, y que mis llamadas son motivo constante de pelea entre ambos. No debería pensar en ello. Cuando lo hago, todo se llena de congoja y desánimo. Ahora, en cambio, la tarde está tranquila, y vacía y en paz esta calle de la urbanización, y resulta hospitalaria la atmósfera de este pequeño cuarto de estar orientado al sur. He comido muy temprano y llevo desde entonces en una butaca en la que puedo sentarme con comodidad -algo no tan fácil de conseguir desde que Mae West se las tiene que ver con Carpanta-, junto al cierro de la habitación, tan conveniente para observarlo todo sin ser visto, como en las tradicionales casas andaluzas cuyas fachadas imitan las de este chalé de mi primo Jerónimo. Desde aquí se ven los transparentes encubridores, las tapias y verjas protectoras, algunas cámaras de vigilancia como cernícalos avizor, algún coche aparcado junto al borde de la acera como si no perteneciese a nadie, algún trozo de parcela de césped reluciente o de alguna piscina de agua brillante y de apariencia ligeramente ficticia, los tejados o los pisos altos de las casas de los alrededores. El chalé de enfrente, el chalé en el que vive la familia del muchacho de color dorado, tiene un nombre chocante: Los Zagalejos. No es el nombre que uno imaginaría para una casa tan cara y de diseño tan actual, una elegante construcción de líneas limpias y grandes ventanales apaisados. Tengo curiosidad por saber cómo es el marido de ella, el padre del chico. Ella no ha vuelto a salir de la casa desde que lo hizo para despedir, me pareció que con una mezcla de alivio y disimulo, a aquellos dos tipos que parecían dispuestos a comprarle o venderle algo, aunque necesitaran toda la paciencia del mundo. Tengo que decirle a Alvaro que ella no se parece nada a la Mangano, que no recuerda en absoluto a la suntuosa condesa polaca que dejaba que su hijo atormentara la agonía de un pobre señor neurótico en las arenas dolientes de la playa del Lido de Venecia.

Ella: «Con menos testosterona que Grace Kelly»

5 de julio, lunes

Con un cuarto de kilo de cazón, tomate para freír, patatas de un sitio que se llama La Rijerta, pan, cebolla, todos los demás avíos que hacen falta para preparar el pescado y hacer un salmorejo, sus traviesos y brillantes ojos azules y esa vitalidad saltarina que mantiene a sus años, Carmeli ha traído esta mañana una noticia sensacional: el marido de la señora de la casa de enfrente lleva más de dos meses desaparecido.

-Se habrá fugado con la secretaria -dijo Felipe-. Esa señora puede tener los cuarenta más que cumplidos, aunque muy bien llevados, así que el marido debe de estar en esa edad en la que los hombres creen que rejuvenecen de golpe si se mudan a un
loft
, se compran un deportivo y se lían con una veinteañera vistosa.

-Un cincuentón con una de veinte es como un camastrón con el pelo teñido de negro alquitrán -dijo Carmeli-. A mí me dan mucha grima.

«A mí también», le dije yo a Felipe, al oído. «Aunque todo depende de la segunda cosa que un hombre debe enseñarle enseguida a una mujer: el saldo de la cuenta corriente.»

-El dinero hace milagros contra las náuseas -dijo Felipe.

-Eso es tan verdad como que los burgaíllos dan ardentía -sentenció Carmeli-. Si un fantoche tiene una cartera rumbosa, siempre habrá alguna gachí que no le mire ni el color de la panocha ni el capuchón de la picha. Qué asco.

«Por eso, ¿qué es lo segundo que un hombre tiene que ponerle a una mujer en la mano?», me pregunté a mí misma. Y al momento me respondí: «La tarjeta de crédito».

Felipe se dedicó entonces a discutirle a Carmeli eso de que los burgaíllos, unos bichos de mar a los que en otras partes llaman bígaros, dan ardor de estómago.

-No exageres, mujer -dijo-. Los burgaíllos, aunque sean indigestos, sólo dan ardentía si uno se come un kilo de un tirón.

-Pues yo empiezo a sentir lumbre en el estómago en cuanto me como dos -dijo Carmeli-. Claro que a mí me dan ardentía la mar de cosas. Por ejemplo, los rosarios.

Felipe se echó a reír.

-Sí, no te rías -protestó Carmeli-. Oye, no sé qué me pasa, pero yo empiezo a rezar un rosario y me entra al momento una quemazón dentro de la barriga que lo tengo que dejar.

Felipe dijo que no había oído una rareza semejante en toda su vida, pero que no se endemoniase, que él no decía que no fuese verdad, sólo que no lo había escuchado nunca, que ella tenía que saber mejor que nadie si el santo rosario le daba ardores, que a lo mejor sólo era que no respiraba bien, o que tragaba saliva mal, entre los padrenuestros y las avemarias, o algo por el estilo.

Carmeli dijo que el motivo sería el que fuese, pero que a ella los rosarios le daban una ardentía que se ponía a morir. Y empezó a limpiar el pescado para dejarlo en remojo mientras apañaba la casa, y prometió dejarlo todo como los chorros del oro antes de la una de la tarde, porque a ella la faena le cundía más que a cualquier niñata de esas que van con el ojo pintado desde que se levantan y con la falda a la altura del cuscús, que a esas criaturas todo se les va en quejarse del resacón de la fiesta del día anterior y de las molestias de la regla, que menos mal que a ella la dichosa regla se le fue cuando Colón tuvo ictericia, y que hay que ver la suerte que le tocó a los hombres en la rifa de la vida cuando la hemorragia de cada mes no les entró en el reparto de desavíos. A ella, con la regla, le venían y se le iban unos sofocos y unos sudores que la hacían adelgazar por lo menos tres kilos durante los días que le duraban, que no sabían los hombres de lo que se habían librado.

-Bueno, Carmeli, los hombres que se han librado... -dijo Felipe, y enseguida puso cara de comprender que se había ido de la lengua. Porque Carmeli dejó de raspar el cazón, levantó la cabeza, se quitó de un soplido un mechón de pelo pajizo que le caía sobre la nariz, miró a Felipe con la incredulidad empantanada en esos ojos tan azules, y dijo:

-¡No me puedo creer que tú también tengas la regla! Ya me parecía a mí...

-Carmeli, ya te parecía a ti ¿qué? Ella dejó el cazón y el cuchillo, se secó las manos en el delantal, sacó una banqueta de debajo de la mesa de la cocina, se sentó y le dijo a Felipe:

-Siéntate, que tengo yo ganas de aclarar contigo una cosa.

-Mujer, no podemos ahora ponernos a hacer tertulia -protestó Felipe, alarmado-. Se nos puede ir la mañana entera, con la de cosas que los dos tenemos que hacer. Anda, tú a lo tuyo y yo a lo mío, y un día te quedas a comer, o te vienes a media tarde, a merendar, y aclaramos todo lo que quieras.

-Yo ya tenía oídos unos cuantos chismorreos, no te lo voy a negar -Carmeli, como si estuviera sorda-. Y, cuando, de chiquitillo, te pasabas todo el santo día poniendo flores de adelfa en altarcitos, yo me decía: «Este niño va a terminar en sacristán o en sarasa, ya lo verás». Y anoche mismo se lo preguntaba a mi marido: «El señorito Felipe, ¿será o no será?». «¿Será o no será qué?», me preguntó él. Y yo le dije: «Maricón, coño, maricón».

-Ahora se dice gay, Carmeli -le advirtió Felipe cariñosamente, y comprendí que era una buena manera de decirle a Carmeli la verdad.

-Gay se dirá en Madrid -dijo ella-. Aquí seguimos diciendo maricón. Pero lo que yo no había escuchado nunca es que ustedes los mariquitas también tenéis la regla y os dan sofocos de ésos...

-No tenemos la regla, mujer. Se trata de otra cosa, quiero decir en mi caso, pero ya te contaré, ya lo aclararemos otro día.

-Otro día va a ser tardísimo.

-Venga, Carmeli, sigue con lo tuyo, que te va a cundir menos que a una niñata. Luego hablamos.

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