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Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

Manuscrito encontrado en Zaragoza (14 page)

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
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Había pasado cuatro meses con Silvia, cuando me fue forzoso abandonarla para reconocer los cambios que la última erupción había hecho en el norte. En este viaje encontré encantos a la naturaleza que antes me pasaron inadvertidos. Observé prados, grutas, umbrías, en lugares en que antes sólo había visto emboscadas o puestos de defensa. Por fin Silvia había enternecido mi corazón de bandido. Pero éste no tardó en recuperar su ferocidad.

Vuelvo a mi viaje al norte de la montaña. Me expreso así porque los sicilianos, cuando hablan del Etna, dicen siempre Il monte, o el monte por antonomasia. Dirigí al principio mi marcha hacia lo que nosotros llamamos la torre del filósofo, pero no pude llegar a ella. Un abismo, abierto en los flancos del volcán, había vomitado un torrente de lava que, dividiéndose un poco arriba de la torre y uniéndose mil metros debajo, formaba una isla por completo inabordable.

Comprendí en seguida la importancia de esta posición y, por añadidura, en la torre misma teníamos un depósito de castañas que yo no quería perder. A fuerza de buscar, encontré un camino subterráneo por donde había pasado otras veces y que me condujo hasta el pie o, más bien, a la torre misma. Inmediatamente resolví alojar en esta isla a toda nuestra población femenina. Hice construir chozas de hojas. Adorné una de ellas tanto como pude. Después volví al sur, y traje desde allí a toda la colonia, que se mostró encantada de su nuevo asilo.

Ahora, cuando rememoro el tiempo que pasé en ese lugar dichoso, vuelvo a verlo como aislado en medio de las crueles agitaciones que han asaltado mi vida. Estábamos separados de los hombres por torrentes de llamas. Las del amor abrasaban nuestros sentidos. Allí todo obedecía a mis órdenes y todo estaba sometido a mi querida Silvia. Por último, para llevar mi felicidad al colmo, mis dos hermanos vinieron a encontrarme. A los dos les habían ocurrido aventuras interesantes y me atrevo a asegurar que, si alguna vez queréis oírlas de sus labios, tendréis más satisfacción que escuchando mi relato. Hay pocos hombres que en su vida no puedan contar días hermosos, pero no sé si hay hombre alguno que en ella pueda contar hermosos años. Mi felicidad no alcanzó a durar un año entero. Los valientes de la banda eran muy honestos entre sí. Ninguno hubiera osado fijar los ojos en la querida de un camarada, y menos aún en la mía. Los celos estaban pues desterrados de nuestra isla, o mejor sería decir que por cierto tiempo lo estuvieron, porque esta pasión furiosa encuentra demasiado fácilmente el camino de aquellos lugares que habita el amor.

Un joven bandido llamado Antonino se enamoró de Silvia, y siendo muy fuerte su pasión, no pudo ocultarla. Yo mismo lo advertí, pero al verlo tan triste, juzgué que mi querida no respondía a sus requerimientos, y permanecí tranquilo. Sólo que hubiese querido curar de su amor a Antonino, a quien apreciaba a causa de su valentía. Por el contrario, y a causa de su cobardía, yo detestaba a otro bandido llamado Moro, y si Testalunga me hubiese creído, lo habría echado tiempo ha.

Moro supo conquistar la confianza del joven Antonino, y le prometió beneficiar su amor. También supo hacerse escuchar por Silvia y persuadirla de que yo tenía una querida en una aldea vecina. Silvia temió explicarse conmigo. Atribuí su humor contrito a una mudanza de sus sentimientos. A la vez, e instruido por Moro, Antonino redobló sus asiduidades con Silvia, y tomó un aire satisfecho que me hizo pensar que ella lo hacía dichoso.

No era yo diestro para desentrañar esa suerte de intrigas. Apuñalé a Silvia y a Antonino. Éste, que no murió de inmediato, me descubrió la traición de Moro. Llevando el puñal ensangrentado aún, fui a buscar al malvado. Temeroso, Moro cayó de rodillas y me confesó que el príncipe de Roccafiorita le había pagado para hacerme perecer, así como a Silvia, y que sólo se había unido a nuestra banda con el fin de cumplir ese designio. Lo apuñalé. Después fui a Mesina, valiéndome de un disfraz me introduje en casa del príncipe, y lo envié al otro mundo a reunirse con su confidente y con mis otras dos víctimas. Así terminó mi felicidad, y aun mi gloria. Mi valentía pasó a convertirse en una absoluta indiferencia por la vida, y como por la seguridad de mis camaradas tenía la misma indiferencia muy pronto perdí su confianza. Puedo aseguraros que, desde entonces, soy un bandido muy mediocre.

Poco después Testalunga murió de una pleuresía, y toda su banda se dispersó. Mis hermanos, que conocían bien España, me persuadieron de ir. Me puse a la cabeza de doce hombres. En la bahía de Taormina me mantuve escondido tres días. Al cuarto, nos apoderamos de un bergantín, en el cual llegamos a las costas de Andalucía.

Aunque haya en España muchas cadenas de montañas que podían ofrecernos retiros ventajosos, he dado preferencia a Sierra Morena, y no tengo motivos de arrepentirme. Asalté dos caravanas que llevaban reales, e hice otros robos de importancia. Mis éxitos despertaron inquietud en la corte. El gobernador de Cádiz recibió orden de apresarnos, vivos o muertos, y movilizó varios regimientos. Por otro lado, el gran jeque de los Gomélez me propuso entrar a su servicio y me ofreció un retiro en esta caverna. Acepté sin vacilar.

La audiencia de Granada no quiso perder su crédito. Viendo que no podía encontrarnos, capturó a dos pastores del valle y los hizo colgar con el nombre de los dos hermanos de Soto.

Conozco a esos dos hombres y sé que han cometido muchos crímenes. Se dice, sin embargo, que están irritados por haber sido colgados en nuestro lugar y que, por la noche, se libran de la horca para cometer mil desmanes. No he sido testigo de ello y no sé qué deciros. Pero es verdad que muchas noches, bajo el claro de luna, me ha sucedido pasar junto a la horca, y no estaban los dos ahorcados; por la mañana, cuando he vuelto a pasar, estaban de nuevo allí.

He aquí, mis queridos amos, el relato que me habéis pedido. Creo que mis dos hermanos, cuya vida no ha sido tan salvaje como la mía, tendrían cosas más interesantes que deciros, pero me temo que les falte el tiempo para ello porque deben ayudarme a preparar nuestro viaje, y he recibido la orden de partir mañana por la mañana. Soto se retiró, y la hermosa Emina dijo con acento dolorido:

—A este hombre no le falta razón. El tiempo de la dicha ocupa muy poco espacio en la vida humana. Hemos pasado aquí tres días que quizá no volvamos nunca a repetir. La cena no fue alegre, y me di prisa en desearles buenas noches a mis primas. Esperaba verlas de nuevo en mi aposento y entonces disipar su melancolía con mayor felicidad.

Aparecieron más temprano que de costumbre y, para colmo de mi placer, llevaban sus cinturones en la mano. No era un emblema difícil de comprender. Sin embargo, Emina se tomó la molestia de explicármelo:

—Querido Alfonso, no habéis puesto límites a vuestra devoción por nosotras; no queremos nosotras ponerlos a vuestra gratitud. Quizá pronto estaremos separados para siempre. Con ese motivo, otras mujeres se mostrarían severas, pero nosotras queremos vivir en vuestro recuerdo, y si las mujeres que veréis en Madrid nos vencerán por el encanto de su espíritu y por un exterior más amable, no tendrán al menos la ventaja de pareceros más tiernas o más apasionadas. Sin embargo, mi querido Alfonso, es menester que renovéis el juramento que hicisteis de no traicionarnos, y que una vez más nos prometáis no creer todo lo malo que os dirán de nosotras.

No pude menos de reír un poco ante la última cláusula, mas prometí lo que quisieron y fui recompensado por las más dulces caricias. Después Emina me dijo:

—Mi querido Alfonso, esa reliquia que lleváis colgada al cuello nos perturba. ¿No podríais quitárosla un instante?

Me negué, pero Zebedea tenía unas tijeras en la mano. Las pasó por detrás de mi cuello y cortó la cinta. Emina se apoderó de la reliquia y la arrojó en una grieta del peñasco.

—La recogeréis mañana —me dijo—. Entretanto, poneos al cuello esta trenza tejida con mis cabellos y los de mi hermana; el talismán que cuelga de ella preserva también de la inconstancia, si es que algo puede preservar de la inconstancia a los amantes. Después Emina sacó un alfiler de oro que retenía sus cabellos y se sirvió de él para cerrar cuidadosamente las cortinas de mi lecho.

Haré como ella, y echaré una cortina sobre el resto de la escena. Bastará saber que mis encantadoras amigas se convirtieron en mis esposas. Hay sin duda casos en que la violencia no puede esparcir la sangre inocente sin cometer un crimen. Pero hay otros en que tanta crueldad beneficia a la inocencia haciéndola aparecer en todo su esplendor. Tal fue lo que nos sucedió, y llegué a la conclusión de que mis primas no habían desempeñado un papel muy real en mis sueños de Venta Quemada.

Poco a poco nuestros ardores se calmaron y estábamos bastante tranquilos cuando un campanario fatal dio las doce. No pude menos de estremecerme un poco, y dije a mis primas que temía que nos amenazara algún acaecer siniestro.

—Lo temo tanto como vos —dijo Emina—, y el peligro está próximo. Pero escuchad bien lo que os digo: no creáis el mal que os dirán de nosotras. No creáis a vuestros mismos ojos.

En ese instante las cortinas de mi lecho se abrieron con estrépito, y vi a un hombre de estatura majestuosa, vestido a la morisca. Tenía el Corán en una mano, y un sable en la otra. Mis primas se echaron a sus pies, diciendo:

—¡Poderoso jeque de los Gomélez, perdónanos!

El jeque respondió con voz terrible:

—¿Dónde están vuestros cinturones?

Luego, volviéndose hacia mí, me dijo:

—Infausto nazareno, has deshonrado la sangre de los Gomélez. Debes hacerte mahometano o morir.

Oí un atroz quejido, y vi al endemoniado Pacheco que me hacía señas desde el fondo del aposento. Mis primas lo vieron también. Se levantaron enfurecidas, se llegaron hasta Pacheco y lo arrojaron del aposento.

—Infausto nazareno —prosiguió el jeque de los Gomélez—, apura de un trago el brebaje contenido en esta copa, o perecerás de una vergonzosa muerte, y tu cuerpo, colgado entre los cuerpos de los hermanos de Soto, será presa de los buitres y juguete de los espíritus de las tinieblas, que se habrán de servir de él en sus infernales metamorfosis. Me pareció que en una ocasión semejante la honra me obligaba al suicidio. Exclamé con dolor:

—¡Oh padre mío, en mi lugar habríais procedido como yo!

Después tomé la copa y la vacié de un trago. Sentí un atroz malestar y perdí el conocimiento.

JORNADA OCTAVA

Puesto que tengo el honor de contaros mi historia, comprenderéis que no he muerto del veneno que había creído tomar. Me limité a caer desfallecido, e ignoro por cuánto tiempo. Sólo recuerdo que me desperté bajo la horca de Los Hermanos y, por esta vez, me desperté con una suerte de placer, porque a lo menos tenía la satisfacción de ver que no estaba muerto. Tampoco me desperté entre los dos ahorcados: estaba a su izquierda, y vi que a su derecha había otro hombre que tomé, asimismo, por un ahorcado, pues parecía sin vida y tenía una cuerda al cuello. Sin embargo, comprobé por su respiración que estaba dormido, y lo desperté. El desconocido, al ver dónde estaba, se echó a reír y dijo:

—Hay que convenir en que está uno expuesto a enojosas confusiones en el estudio de la cábala. Los malos espíritus suelen tomar tantas formas diferentes que no sabe uno cuál es cuál. Pero —agregó—, ¿por qué tengo una cuerda al cuello? Creí tener una trenza. Después, como me viera, dijo:

—Ah, sois muy joven para ser un cabalista. ¡Pero también tenéis una cuerda al cuello!

Efectivamente, tenía una. Recordé que Emina me había colgado al cuello una trenza tejida con sus cabellos y los de su hermana, y no sabía qué pensar. El cabalista me observó algunos instantes. Después dijo:

—No, no sois de los nuestros. Os llamáis Alfonso, y vuestra madre era una Gomélez; sois capitán en las guardias valonas, valiente, pero todavía un poco simple. Bueno, vamos. Hay que salir de aquí. Después veremos qué habrá que hacer.

La puerta del cadalso estaba abierta. Salimos, y vi de nuevo el valle maldito de Los Hermanos. El cabalista me preguntó a dónde quería ir. Le contesté que estaba decidido a seguir el camino de Madrid.

—Bueno —me dijo—, yo también voy para ese lado, pero empecemos por comer algo. Sacó del bolsillo una taza de oro, un pote que contenía una suerte de opiato y una redoma de cristal con un líquido amarillento. Puso en la taza una cucharada de opiato, echó en ella algunas gotas de licor y me dijo que apurara la mixtura. No me lo hice repetir, porque me sentía desfallecer. El elixir era maravilloso. Me sentí hasta tal punto restaurado que no vacilé en emprender la marcha a pie, lo cual, antes de gustar el brebaje, me hubiese parecido difícil.

El sol estaba alto ya cuando divisamos la malhadada Venta Quemada. El cabalista se detuvo y me dijo:

—He aquí una fonda donde por la noche me han jugado una mala pasada. Pero es menester que entremos. He dejado en ella algunas provisiones que nos servirán. Entramos en la desastrosa venta y en el comedor encontramos una mesa servida. Había un pastel de perdiz y dos botellas de vino. El cabalista parecía tener buen apetito y su ejemplo me alentó, De otro modo no sé si me hubiese atrevido a comer. Todo lo que había visto en los últimos días trastornaba por completo mi ánimo. No sabía ya lo que hacía, y por momentos llegaba a dudar de mi propia existencia.

Cuando acabamos de comer, recorrimos los aposentos y llegamos a aquel donde me acosté el día de mi partida de Andújar. Reconocí mi jergón y, sentándome en él, reflexioné sobre todo lo que me había ocurrido desde entonces y, especialmente, en lo acaecido en la caverna. Recordé que Emina me había advertido de no creer en lo malo que me dirían de ellas.

Estaba ocupado en estas reflexiones cuando el cabalista me hizo observar algo brillante que había entre los tablones mal unidos del piso. Miré de cerca y vi que era la reliquia que las dos hermanas habían quitado de mi cuello. Sabía que lo habían echado en una grieta del peñasco de la caverna, y ahora la encontraba en una hendidura del piso. Imaginé que no había salido en verdad de la maldita venta, y que el ermitaño, el inquisidor y los hermanos de Soto eran otros tantos fantasmas producidos por fascinaciones mágicas. Sin embargo, con ayuda de mi espada, retiré la reliquia y volví a colgármela al cuello.

El cabalista se echó a reír y me dijo:

—Veo que eso os pertenece, señor caballero. Si os acostasteis aquí, no me sorprende que os despertarais debajo de la horca. No importa, debemos ponernos en camino; esta tarde llegaremos a la ermita.

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