Más que por la fuerza, Masú sometió a los turdules por la persuasión: aprendió su lengua y les enseñó la ley musulmana. Sucesivos matrimonios confundieron la sangre de ambos pueblos: a esa mezcla y al aire de las montañas debemos nuestra tez sonrosada, que distingue a los hijos de los Gomélez. Entre los moros suelen verse mujeres muy blancas, pero son siempre pálidas.
Masú tomó el título de jeque e hizo construir un gran castillo que llamó Casar Gomélez. Antes juez que soberano de su tribu, era accesible en todo momento y hacía de ello su deber, pero el último viernes de cada luna se despedía de su familia, se encerraba en un subterráneo del castillo y permanecía en él hasta el viernes siguiente. Sus desapariciones dieron motivo a diferentes conjeturas: algunos decían que nuestro jeque celebraba entrevistas con el duodécimo Imán, que debe aparecer sobre la faz de la tierra al final de los siglos. Otros creían que el Anticristo estaba encadenado en nuestro subterráneo. Otros pensaban que los siete durmientes reposaban allí con su perro Caleb. Masú no hizo caso de esos rumores; continuó gobernando su pequeño pueblo en tanto sus fuerzas se lo permitieron. Por último, eligió al hombre más prudente de la tribu, lo nombró su sucesor, le dio la llave del subterráneo y se retiró a una ermita, en la que continuó viviendo muchos años aún.
El nuevo jeque gobernó como lo había hecho su predecesor y como él desapareció todos los últimos viernes de cada luna. Todo subsistía como entonces hasta que Córdoba tuvo sus califas particulares, independientes de los de Bagdad. Fue cuando los montañeses de Las Alpujarras, que habían tomado parte en esta revolución, empezaron a establecerse en las llanuras, donde se los conoció con el nombre de Abencerrajes, en tanto que conservaron el nombre de Gomélez aquellos que permanecieron unidos al jeque de Casar Gomélez.
Sin embargo, los Abencerrajes compraron las más hermosas tierras del reino de Granada y las más hermosas casas de la ciudad. Su lujo llamó la atención de la gente y se supuso que el subterráneo del jeque encerraba un tesoro inmenso, pero nada podía saberse a punto fijo porque los mismos Abencerrajes ignoraban la fuente de sus riquezas. Por último, esos hermosos reinos, como atrajeran sobre ellos las venganzas celestes, fueron librados a los infieles. Se tomó Granada, y ocho días después, a la cabeza de tres mil hombres, llegó a Las Alpujarras el célebre Gonzálvez de Córdoba. Hatén Gomélez era entonces nuestro jeque; se adelantó a Gonzálvez y le ofreció las llaves del castillo; el español le pidió las del subterráneo. También nuestro jeque se las dio sin oponer dificultades. Gonzálvez quiso bajar él mismo, y sólo encontró una tumba y libros. Entonces hizo burla de todas las historias que le habían á contado y se apresuró en volver a Valladolid, donde lo aguardaban el amor y la galantería.
Después la paz reinó en nuestras montañas hasta que Carlos subió al trono. Por entonces nuestro jeque era Sefí Gomélez. Este hombre, por motivos que nunca se conocieron bien, hizo saber al nuevo emperador que le revelaría un secreto importante si quería enviar a Las Alpujarras a algún señor que le mereciera confianza. No pasaron quince días antes que don Ruiz de Toledo se presentara a los Gomélez de parte de su majestad, pero se encontró con que el jeque había sido asesinado la víspera de su llegada. Don Ruiz persiguió a algunos individuos, se cansó bien pronto de ello y volvió a la corte. Entretanto, los secretos de los jeques habían quedado en poder del asesino de Sefí. Este hombre, que se llamaba Bilaj Gomélez, reunió a los ancianos de la tribu y les demostró la necesidad de tomar nuevas precauciones para guardar un secreto de tanta importancia. Se decidió instruir a varios miembros de la familia de los Gomélez, pero cada uno de ellos sólo sería iniciado en una parte del misterio, y sólo después de haber dado tantas pruebas de valor, prudencia y fidelidad.
Aquí Zebedea interrumpió a su hermana:
—Querida Emina, ¿no creéis que Alfonso hubiera resistido a todas las pruebas? ¡Ah, quién podría dudarlo! Querido Alfonso, ¡lástima que no seáis musulmán! Quizá inmensos tesoros estarían en vuestro poder.
También sus palabras me hicieron pensar en el espíritu de las tinieblas que, no habiendo podido inducirme en tentación por la voluptuosidad, trataba de hacerme sucumbir por la codicia. Pero las dos hermanas se llegaron a mí, y me pareció que tocaba cuerpos, y no espíritus. Después de algunos momentos de silencio, Emina volvió a tomar el hilo de su historia.
—Querido Alfonso —me dijo—, harto conocéis las persecuciones que hemos sobrellevado bajo el reino de Felipe, hijo de Carlos. Robaban a los niños y los hacían educar bajo la ley cristiana. A ellos se les daba los bienes de sus padres que habían continuado fieles. Fue entonces cuando un Gomélez fue recibido en el Teket de los derviches de santo Domingo y obtuvo el cargo de gran Inquisidor. Oímos el canto del gallo, y Emina dejó de hablar. Un hombre supersticioso habría esperado que las dos bellas desaparecieran por el hueco de la chimenea. No, continuaron a mi lado, pero parecieron soñadoras y preocupadas.
Emina fue la primera en romper el silencio.
—Amable Alfonso —me dijo—, va a despuntar el día, y las horas que tenemos para pasarlas juntas son demasiado preciosas. No vale la pena emplearlas en contar historias. No podemos ser vuestras esposas, a menos que abracéis nuestra ley. Pero si os fuera permitido vernos en sueños, ¿consentiríais en ello?
A todo consentí.
—No es bastante —replicó Emina con aire de gran dignidad—, no es bastante, querido Alfonso; aún es menester que os comprometáis por las leyes sagradas del honor a no traicionar jamás nuestros nombres, nuestra existencia y todo lo que sabéis de nosotras.
¿Osaréis comprometeros a ello solemnemente?
Prometí todo lo que quisieron.
—Es bastante —dijo Emina—; hermana mía, traed la copa consagrada por Masú, nuestro primer jeque.
Mientras Zebedea fue a buscar el vaso encantado, Emina se prosternó y recitó plegarias en lengua árabe. Reapareció Zebedea, con una copa que me pareció tallada en una sola esmeralda, y mojó en ella los' labios. Emina hizo otro tanto y me ordenó beber, de un solo trago, el resto del licor.
Obedecí.
Emina me dio las gracias por mi docilidad y me besó con gran ternura. Después Zebedea apretó su boca contra la mía y pareció no poder despegarla. Por último, ambas me abandonaron diciéndome que las volvería a ver y que me aconsejaban que me durmiera lo antes posible.
Tantos aconteceres extravagantes, tantos relatos maravillosos y sentimientos insospechados hubieran debido, qué duda cabe, hacerme reflexionar toda la noche, pero debo convenir en que los sueños que me habían prometido me interesaron mucho más. Me apresuré a desnudarme y meterme en el lecho, que habían preparado para mí. Una vez acostado, observé con placer que mi lecho era muy ancho, y que los sueños no requieren tanto espacio. Pero no bien hice esta reflexión una necesidad irresistible de dormir pesó sobre mis párpados y todas las mentiras de la noche se apoderaron inmediatamente de mis sentidos extraviados por fantásticas ilusiones; mi pensamiento, arrastrado por las alas del deseo, me transportaba a mi pesar a los serrallos de África y se apoderaba de los encantos encerrados entre sus muros para componer con ellos mis quiméricos goces. Me sentía soñar y tenía, sin embargo, conciencia de no estrechar sombras. Me perdía en la vaguedad de las más locas ilusiones pero me encontraba siempre junto a mis primas. Me adormecía sobre el seno de las bellas, me despertaba entre sus brazos. Ignoro cuántas veces creí pasar por tan dulces alternativas.
Por fin me desperté de verdad. El sol quemaba mis párpados: los alcé con trabajo. Vi el cielo. Vi que estaba al aire libre. Pero el sueño pesaba aún sobre mis ojos. No dormía ya, pero todavía no estaba despierto. Imágenes de suplicios se sucedían las unas a las otras. Quedé espantado. Haciendo un esfuerzo logré incorporarme.
¿Cómo encontrar palabras para expresar el horror que se apoderó de mí? Estaba acostado bajo la horca de Los Hermanos, y los cadáveres de los dos hermanos de Soto no colgaban de la horca, sino que yacían a mi lado. Al parecer, había pasado la noche con ellos. Descansaba sobre pedazos de cuerdas, trozos de hierro, restos de esqueletos humanos, y sobre los espantosos andrajos que la podredumbre había separado de ellos. Creí no estar del todo despierto y debatirme en una pesadilla. Volví a cerrar los ojos y traté de recordar dónde había pasado la víspera… Entonces sentí unas garras hundiéndose en mis flancos. Un buitre, posado sobre mí, estaba devorando a uno de mis compañeros de lecho. El dolor que me causó la impresión de sus uñas terminó de despertarme. Pude ver las ropas que me había quitado y me apresuré a vestirme. Después quise salir del recinto del cadalso pero encontré la puerta clavada y en vano traté de romperla. Tuve pues que trepar por esas tristes murallas. Lo conseguí. Apoyándome en una de las columnas del patíbulo, observé la comarca que me rodeaba. Me orienté fácilmente. Estaba a la entrada del valle de Los Hermanos y no lejos de las orillas del Guadalquivir.
Como continuara observando vi cerca del río a dos viajeros; uno preparaba el almuerzo y el otro tenía de las riendas a los caballos. Ver seres humanos me causó tal alborozo que no pude menos de gritarles: «¡Hola, hola!». Los viajeros, al observar las señales que les hacía desde lo alto del cadalso, parecieron por un instante indecisos, pero después montaron de golpe a sus caballos y tomaron a todo galope el camino de Los Alcornoques. En vano les grité que se detuvieran; mientras más gritaba, más espoleaban sus cabalgaduras. Cuando los hube perdido de vista, pensé en dejar mi puesto. Salté a tierra y me lastimé un pie.
Llegué cojeando a las orillas del Guadalquivir, donde encontré el almuerzo que los dos viajeros habían abandonado; nada podía ser más oportuno, pues me sentía extenuado. No faltaba el chocolate ardiente aún, el esponjado empapado en vino de Alicante, el pan y los huevos. Empecé por reparar mis fuerzas, después de lo cual me puse a reflexionar sobre lo que me había sucedido durante la noche. Conservaba de todo ello un recuerdo confuso, pero no había olvidado que me comprometí a guardar el secreto y estaba firmemente resuelto a cumplir la palabra empeñada. Este punto una vez decidido, sólo me quedaba por ver cómo saldría del paso, es decir qué camino debía tomar, y me pareció que las leyes del honor me obligaban más que nunca a pasar por Sierra Morena. Sorprenderá verme tan ocupado de mi gloria y tan poco de los acontecimientos de la víspera, pero esta manera de pensar también era efecto de la educación que había recibido, lo cual podrá comprobarse más adelante, cuando prosiga mi relato. Por el momento, vuelvo al de mi viaje.
Tenía gran curiosidad por saber qué habían hecho los diablos con el caballo que dejé en Venta Quemada, y como estaba por lo demás en mi camino, resolví pasar por ella. Tuve que recorrer a pie todo el valle de Los Hermanos y el de la venta, lo que no dejó de fatigarme y de hacerme anhelar más que nunca encontrar mi caballo. Di con él, en efecto; estaba en el mismo establo donde lo había dejar do y parecía lleno de bríos, bien cuidado y recién almohazado. Ignoraba quién pudo haberse ocupado de él, pero había visto tantas cosas extraordinarias que un prodigio más no me llamó la atención. Me habría puesto en seguida en camino si no hubiese tenido la curiosidad de recorrer nuevamente la posada. Encontré el aposento donde me había acostado; sin embargo, a pesar de mis esfuerzos, no pude dar, con aquel en donde había visto a las bellas africana. Cansado pues de seguir buscando, monté a caballo y continué mi ruta.
Cuando me desperté bajo la horca de Los Hermanos, el sol estaba en su punto más alto. Después tardé dos horas largas en llegar a la venta. Aún hice un par de leguas, y entonces fue menester que pensara en un techo. Sin embargo, como no viera ninguno continué mi marcha. Por fin divisé una capilla gótica, con una cabaña que parecía ser la morada de un ermitaño. Estaba alejada del camino real, pero como yo empezaba a tener hambre no vacilé en hacer ese rodeo para procurarme sustento. Cuando llegué, até mi caballo a un árbol. Después llamé a la puerta de la ermita y vi salir a un religioso de aspecto venerable. Luego de abrazarme con ternura paterna, me dijo:
—Entrad, hijo mío; daos prisa. No paséis la noche afuera, temed al tentador. El señor ha retirado su mano del cielo.
Agradecí al ermitaño la bondad que me demostraba y le dije que sentía una extremada necesidad de comer.
Me respondió:
—¡Pensad en vuestra alma, hijo mío! Pasad a la capilla, prosterna-os ante la cruz. Yo pensaré en las necesidades de vuestro cuerpo. Pero haréis una comida frugal, tal como puede esperarse de un ermitaño.
Pasé a la capilla y recé fervorosamente, pues no era un incrédulo y por entonces hasta ignoraba que los hubiera. Todo eso era también efecto de mi educación. El ermitaño vino a buscarme al cabo de un cuarto de hora y me condujo a la cabaña, donde encontré una comida modesta y sabrosa. Estaba compuesta de excelentes aceitunas, cardos conservados en vinagre, cebollas dulces en salsa y bizcocho en vez de pan. Había también una botellita de vino. El ermitaño me dijo que él nunca bebía vino, pero que lo tenía para el sacrificio de la misa. Entonces, al igual que el ermitaño, me abstuve de beberlo, pero hice honor al resto de la cena. Mientras yo comía, entró en la cabaña un ser más pavoroso que todo lo que había visto hasta entonces. Era un hombre al parecer joven, pero de una horrible flacura. Tenía el pelo erizado, le habían saltado un ojo, del cual manaba sangre, y la lengua, que colgaba de la boca, dejaba caer una espuma babosa. Llevaba un traje negro en buen estado, pero era su única ropa; no llevaba medias ni camisa.
El atroz personaje no habló una palabra y fue a acurrucarse en un rincón, donde permaneció inmóvil como una estatua, con su único ojo fijo en un crucifijo que tenía en la mano. Cuando hube acabado de cenar, le pregunté al ermitaño quién era ese hombre. El ermitaño me respondió:
—Hijo mío, ese hombre es un poseso al que exorcizo, y su terrible historia bien nos prueba el fatal poder que el ángel de las tinieblas usurpa en esta desventurada comarca; su relato puede ser útil a vuestra salvación, y voy a ordenarle que os lo haga. Entonces, volviéndose hacia el poseso, le dijo:
—Pacheco, Pacheco, en nombre de tu redentor, te ordeno contar tu historia. Pacheco lanzó un horrible alarido y comenzó en estos términos.