—Hijo mío, vuestro padre, al morir, ha dejado al convento una suma considerable. Es un bien mal adquirido al cual no tenéis ningún derecho. Está en las manos de Dios y debe emplearse en mantener a sus servidores. Sin embargo, hemos osado sustraer de él algunos escudos que dimos al capitán español que se ha encargado de vuestros hermanos. En cuanto a vos, no podremos daros asilo en el convento por respeto a la señora princesa de Roccafiorito, nuestra ilustre bienhechora. Pero iréis, hijo mío, a la granja que tenemos al pie del Etna, donde pasaréis dulcemente los años de vuestra infancia. Después de hablar así, el capellán llamó a un hermano laico y le dio órdenes relativas a mi suerte.
Al día siguiente partí con el hermano laico. Llegamos a la granja, donde me instalé. De tiempo en tiempo me enviaban a la ciudad para comisiones que tenían relación con la economía del convento. Durante esos cortos viajes hice todo lo posible para evitar al Principino. Una vez, sin embargo, mientras yo compraba castañas en la calle, me reconoció y me hizo fustigar rudamente por sus lacayos. Algún tiempo después me introduje disfrazado en su casa y allí, sin duda, me hubiera sido fácil asesinarlo, cosa que no hice y de lo cual me arrepiento todos los días. Pero entonces no estaba aún familiarizado con procedimientos de esa especie, y me contenté con maltratarlo. Durante los primeros años de mi juventud no pasaron seis meses, ni siquiera cuatro, sin que nos encontráramos con el maldito Principino, quien, frecuentemente, tenía sobre mí la ventaja del número. Por fin llegué a los quince años, y era un niño por la edad y la razón, pero casi un hombre por la fuerza y el coraje, lo cual no debe sorprender si se considera que el aire de mar y en seguida el de las montañas habían fortificado mi temperamento.
Tenía pues quince años cuando vi por primera vez al valiente y digno Testalunga, el más honesto y virtuoso bandido que haya habido en Sicilia. Mañana, si me lo permitís, os hablaré de este hombre, cuya memoria vivirá eternamente en mi corazón. Por el momento, me veo obligado a dejaros, porque el gobierno de mi caverna exige atentos cuidados a los cuales no puedo sustraerme.
Soto nos dejó, y cada uno de nosotros hizo sobre su relato reflexiones parecidas a su propio carácter. Confesé no poder negar una suerte de estima a hombres tan valientes como los que acababa de pintarnos. Emina sostuvo que el valor sólo merece nuestra estima cuando se emplea para hacer respetar la virtud. Zebedea dijo que un pequeño bandido de dieciséis años era muy capaz de inspirar amor.
Cenamos, y después cada cual se acostó. Las dos hermanas volvieron a mi departamento a sorprenderme. Emina me dijo:
—Alfonso mío, ¿serías capaz de sacrificar algo por nosotras? Se trata de vuestro interés, antes que del nuestro.
—Hermosa prima —le respondí—, todos esos preámbulos no son necesarios. Decidme derechamente lo que deseáis.
—Querido Alfonso —replicó Emina—, estamos molestas, heladas, por la alhaja que lleváis al cuello, y que decís que es un trozo de la verdadera cruz.
—¡Oh —respondí en seguida—, no me pidáis esta alhaja! He prometido a mi madre llevarla siempre conmigo y cumplo mis promesas. No es a vosotras a quienes corresponde dudar de ello.
Mis primas no respondieron, parecieron enojarse un poco, después se suavizaron, y la noche transcurrió más o menos como la anterior. Es decir, que los cinturones permanecieron en su sitio.
A la mañana siguiente me desperté más temprano que la víspera. Fui a ver a mis primas. Emina leía el Corán, Zebedea ensayaba collares de perlas y chales. Interrumpí esas graves ocupaciones con dulces caricias, que eran tanto muestras de amistad como de amor. Después comimos. Terminada la comida, Soto volvió a tomar el hilo de su historia en los términos siguientes:
—Había prometido hablaros de Testalunga. Cumpliré mi palabra. Mi amigo era un apacible habitante de Val Castera, pequeño burgo al pie del monte Etna. Tenía una mujer encantadora. El joven príncipe de Val Castera, al visitar un día sus dominios, vio a esta mujer, que había venido a cumplimentarlo junto con las otras mujeres de los notables de la localidad. El presuntuoso joven, en vez de ser sensible al homenaje que sus vasallos le ofrecían por intermedio de la belleza, sólo pareció preocuparse de los encantos de la señora de Testalunga. Le explicó directamente el efecto que causaba a sus sentidos y le metió la mano en el justillo. En ese instante el marido se encontraba detrás de su mujer. Sacó un cuchillo del bolsillo y lo hundió en el corazón del joven príncipe. Creo que en su lugar cualquier hombre de honor habría hecho otro tanto.
Después de asestar la cuchillada, Testalunga se retiró a una iglesia, donde permaneció hasta la noche, pero considerando que debía tomar algunas medidas para el porvenir, resolvió unirse a un grupo de bandidos que desde hacía algún tiempo se había refugiado en las cumbres del Etna. Allí fue, y los bandidos lo reconocieron como jefe. El Etna había vomitado por entonces una prodigiosa cantidad de lava, y fue en medio de torrentes inflamados donde Testalunga fortificó su banda, en aquellos refugios cuyos caminos sólo él conocía. Cuando de esa manera hubo proveído a su seguridad, el valiente jefe se dirigió al virrey y le pidió que lo perdonara y perdonase a sus compañeros. El gobierno no le concedió la gracia por temor, supongo, de comprometer su autoridad. Entonces Testalunga entró en tratos con los principales granjeros de las tierras vecinas. Les dijo:
—Robemos en común. Yo vendré, os pediré, y vosotros me daréis lo que queráis, y por ello no estaréis menos a cubierto ante vuestros amos.
Era siempre robar, pero Testalunga compartía el botín con sus compañeros y no guardaba para sí más que lo absolutamente necesario. Por el contrario, cuando atravesaba una aldea, pagaba todo al doble de su valor, de modo que muy pronto se convirtió en el ídolo del pueblo de las Dos Sicilias.
Os he dicho que muchos bandidos de la banda de mi padre fueron a reunirse con Testalunga, quien, durante algunos años, se mantuvo en el mediodía del Etna para hacer sus recorridos en el Val di Noto y en el Val di Mazara. Pero en la época en que os hablo, es decir cuando cumplí quince años, la banda volvió al Val Demoni, y un buen día los vimos aparecer en la granja de los monjes.
Todo lo que podáis imaginar de diestro y brillante sería poco tratándose de los hombres de Testalunga: uniformes de migueletes, pelo envuelto en una redecilla de seda, y al cinto pistolas y puñales; una larga espada y un fusil, tal era poco más o menos su uniforme de guerra. Durante tres días comieron nuestras gallinas y bebieron nuestro vino. Al cuarto, uno de ellos vino a anunciarles que un destacamento de dragones de Siracusa avanzaba con la intención de rodearlos. La noticia los hizo reír de buena gana. Se emboscaron en un atajo, atacaron al destacamento y lo dispersaron. Con relación a los dragones, su proporción era de uno contra diez, pero cada bandido abundaba en armas, y todas de la mejor calidad.
Después de la victoria, los bandidos volvieron a la granja, y yo, que los había visto combatir desde lejos, me eché a los pies del jefe para conjurarle que me dejara unirme a ellos. Testalunga preguntó quién era. Respondí que era el hijo del bandido Soto. Al oír ese querido nombre, todos aquellos que habían servido bajo las órdenes de mi padre lanzaron un grito de alegría. Después uno de ellos, tomándome en brazos, me sentó sobre la mesa y dijo:
—Camaradas míos, el oficial de Testalunga ha sido muerto en combate, y no encontramos con quién reemplazarlo. Que el pequeño Soto sea nuestro oficial. ¿Acaso no se dan regimientos a los hijos de los duques y los príncipes? Hagamos por el hijo del valiente Soto lo que se hace por ellos. Yo respondo de que será digno de este honor. El orador mereció grandes aplausos, y fui proclamado por unanimidad. Al principio mi grado no era más que una broma, y cada bandido estallaba de risa al llamarme signor tenente. Pero tuvieron que cambiar de tono. No sólo era yo siempre el primero en el ataque y el último en cubrir la retirada, sino que ninguno de ellos sabía tanto como yo cuando se trataba de espiar los movimientos del enemigo o de asegurar el descanso de la banda. Ya escalaba las cumbres de los peñascos para divisar una extensión mayor y hacer desde allí las señales convenidas, ya pasaba días enteros en medio del campo enemigo, bajando sólo de un árbol para trepar a otro. Hasta me sucedió, con frecuencia, pasar las noches en los más altos castaños del Etna. Y, cuando no podía resistir el sueño, me ataba a las ramas con una correa. Todo ello no era difícil para mí, puesto que había sido grumete y deshollinador.
Tantas fueron mis hazañas que la seguridad común me fue confiada enteramente. Testalunga me quería como a su hijo, pero yo, si me atrevo a decirlo, adquirí un renombre que sobrepasaba casi el suyo, y las proezas del pequeño Soto se convirtieron en el tema de todas las conversaciones de Sicilia. La gloria no me volvió insensible a las dulces distracciones que me inspiraba mi juventud. Ya os he dicho que, entre nosotros, los bandidos eran los héroes del pueblo, y bien pensaréis que las paisanas del Etna no me disputaban su corazón, pero el mío estaba destinado a rendirse a más delicados encantos, y el amor le reservaba una conquista más halagadora.
Era oficial desde hacía dos años y tenía diecisiete cumplidos cuando nuestra banda fue obligada a volver hacia el sur porque una nueva erupción del volcán había destruido nuestros refugios ordinarios.
Al cabo de cuatro días llegamos a un castillo llamado Roccafiorita, feudo y solar principal del Principino, mi enemigo.
Ya no pensaba en las injurias que había recibido de él, pero el nombre del lugar me devolvió intacto mi rencor. Esto no debe sorprenderos: en nuestros climas, los corazones son implacables. Si el Principino hubiera estado en su castillo, creo que habría entrado en él a sangre y fuego. Me contenté con hacer todos los estragos posibles, y mis camaradas, que conocían mis motivos, me secundaron a más y mejor. Los servidores del castillo, que al principio quisieron oponerse, no resistieron al buen vino de su amo, que hicimos correr a mares. Fueron de los nuestros. En suma, convertimos a Roccafiorita en la isla de Jauja. Esta vida duró cinco días. Al sexto, nuestros espías me advirtieron que íbamos a ser atacados por todo el regimiento de Siracusa, y que después el Principino llegaría con su madre y varias señoras de Mesina. Yo hice retirar a mi banda, pero tuve la curiosidad de permanecer e instalarme en la copa de una encina muy tupida que estaba en el extremo del jardín. Sin embargo, había tenido la precaución de cavar un agujero en la muralla del jardín para facilitar mi evasión.
Por último vi llegar al regimiento, que acampó delante de la puerta del castillo, después de haberlo rodeado con sus postas. Llegó también una fila de literas, en las cuales estaban las damas, y en la última estaba el Principino mismo, acostado sobre una pila de almohadones. Descendió con dificultad, sostenido por dos escuderos, y cuando supo que ninguno de nosotros había quedado en el castillo, entró con las damas y algunos hidalgos de su séquito.
Al pie de mi árbol había un fresco arroyo, una mesa de mármol y bancos. Era la parte más adornada del jardín. Supuse que los invitados no demorarían en llegarse hasta allí, y decidí esperarlos para verlos de cerca. En efecto, al cabo de media hora apareció una muchacha de mi edad. Los ángeles no eran más hermosos que ella, y la impresión que me causó fue tan intensa y súbita que tal vez habría caído de lo alto, del árbol si no hubiese tenido la precaución de atarme a él con el cinturón, cosa que hacía en ocasiones para descansar con más seguridad.
La muchacha tenía los ojos bajos y una expresión; de profunda melancolía. Sentóse en un banco, se apoyó en la mesa de mármol y derramó muchas lágrimas. Sin saber yo demasiado lo que hacía, me dejé resbalar por el tronco del árbol y me coloqué de manera de verla y no ser visto. Entonces apareció el Principino, llevando un ramo de flores en la mano. ; Hacía cerca de tres años que no tenía yo el disgusto de verlo. Estaba más robusto. Su rostro, aunque hermoso, era insípido.
Cuando la muchacha lo vio, su rostro expresó el desprecio de una manera que me llenó el corazón de gratitud. El Principino la abordó, sin embargo, irradiando contento de sí mismo, y le dijo:
—Querida prometida, he aquí el ramo que os daré si me aseguráis no hablarme nunca más de ese pequeño harapiento de Soto.
La señorita respondió:
—Señor príncipe, me parece que hacéis mal en poner condiciones a vuestros favores. Por lo demás, aunque yo no os hablara del encantador Soto, toda vuestra casa seguiría ocupándose de él. Vuestra misma nodriza os ha dicho que nunca había visto a un muchacho de tan buen parecer, y sin embargo vos estabais allí.
El Principino, harto amoscado, replicó:
—Señorita Silvia, acordaos que sois mi prometida.
Silvia no respondió y se deshizo en lágrimas.
Entonces, furioso, el Principino exclamó:
—Despreciable criatura, puesto que estás enamorada de un bandido, he aquí lo que te mereces.
Y al mismo tiempo le dio una cachetada. Entonces la señorita exclamó:
—¡Soto, que no puedas castigar a este cobarde!
No había terminado ella sus palabras, cuando aparecí y le dije al príncipe:
—Debes reconocerme. Soy bandido y podría asesinarte. Pero respeto a la señorita que ha dignado llamarme en su auxilio, y accedo a batirme como vosotros, los nobles. Llevaba yo dos puñales y cuatro pistolas. Separé tres y tres, coloqué a diez pasos un grupo de armas y el otro, y dejé al Principino que escogiera. Pero el infeliz había caído desvanecido en un banco.
Entonces Silvia tomó la palabra y me dijo:
—¡Bravo, Soto! Mañana debía casarme con el príncipe, o entrar al convento. No haré ni una cosa, ni otra. Quiero ser tuya para toda la vida.
Y se echó en mis brazos.
Pensaréis bien que no me hice de rogar. Sin embargo, había que impedir que el príncipe turbase nuestro retiro. Cogí un puñal y, sirviéndome de una piedra a modo de martillo, le clavé la mano al banco sobre el cual estaba sentado. Lanzó un grito y volvió a caer desvanecido. Nosotros salimos por el agujero que yo había hecho en el muro del jardín, y después llegamos hasta la cumbre de los montes.
Mis camaradas tenían todos queridas; les encantó que también yo tuviese una, y sus hermosas juraron obedecer ciegamente a la mía.