Manuscrito encontrado en Zaragoza (10 page)

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Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
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—Señor Alfonso, tengo el honor de presentaros a mis dos hermanos, Cicio y Momo. Quizá recordéis sus cuerpos debajo de cierto cadalso, pero no por ello gozan de una salud menos buena y os serán siempre devotos pues están, así como yo, al servicio y a la paga del gran jeque de los Gomélez.

Le respondí que estaba encantado de conocer a los hermanos de un hombre que me había prestado tan importante servicio.

Hubo que resolverse a bajar al pozo. Trajeron una escala de cuerdas, y las dos hermanas descendieron con más facilidad de lo que yo hubiese previsto. Luego que llegamos a las planchas, encontramos una puertecita lateral, por donde sólo podíamos pasar agachándonos mucho. Pero en seguida encontramos una hermosa escalera, tallada en la roca, e iluminada por lámparas. Bajamos más de doscientos peldaños. Por fin entramos en una residencia subterránea compuesta por muchas salas y aposentos. El suelo y las paredes estaban tapizados de corcho para protegerlos de la humedad. Después, en Cintra, cerca de Lisboa, he visto un convento, tallado en la roca, cuyas celdas estaban tapizadas de igual manera y al cual, por ese motivo, se lo llamaba el convento de corcho. Agregaré que varias chimeneas bien dispuestas, y en las que ardía un buen fuego, mantenían una temperatura agradable en el subterráneo de Soto. Los caballos que servían a su caballería estaban dispersos en los alrededores. Sin embargo, en caso de necesidad, se podía también retirarlos del seno de la tierra por una abertura que daba a un valle vecino, y había una máquina especial para izarlos, pero se la usaba rara vez.

—Todas estas maravillas —me dijo Emina— son obra de los Gomélez. Cavaron este peñasco en los tiempos en que eran los amos de la comarca, es decir, acabaron de cavarlo, porque los idólatras, que a su llegada habitaban Las Alpujarras, habían ya adelantado en mucho el trabajo. Los sabios pretenden que en este lugar estaban las minas de oro de la Bética, y las antiguas profecías anuncian que toda la comarca deberá volver un día al poder de los Gomélez. ¿Qué decís de ello, Alfonso? Sería un espléndido patrimonio. El discurso de Emina me pareció inoportuno. Se lo di a entender; luego, cambiando de conversación, le pregunté cuáles eran sus proyectos para el futuro. Emina me respondió que después de lo sucedido, no podrían quedarse más en España, pero que deseaban descansar un poco hasta que hubiesen acabado los preparativos de su próximo viaje.

Nos dieron una cena muy abundante, sobre todo en venado y frutas secas. Los tres hermanos nos servían con la mayor obsequiosidad. Les hice observar a mis primas que era imposible encontrar ahorcados más honestos. Emina convino en ello y, dirigiéndose a Soto, le dijo:

—Vos y vuestros hermanos debéis de haber tenido aventuras muy extrañas; si nos las contarais, nos daríais gran placer.

Soto, después de hacerse de rogar un poco, sentóse junto a nosotros y empezó en los siguientes términos:

HISTORIA DE SOTO

He nacido en la ciudad de Benevento, capital del ducado de ese nombre. Mi padre, que se llamaba Soto como yo, era maestro armero, y muy hábil en su profesión. Pero como había otros dos armeros en la ciudad, y que aun gozaban de mayor reputación, sus ganancias apenas le bastaban para mantener a su mujer y a sus tres hijos, a saber mis dos hermanos y yo.

Tres años después que mi padre se hubo casado, una hermana menor de mi madre esposó a un vendedor de aceite, llamado Lunardo, que por regalo de bodas le dio unos pendientes de oro, con una cadena también de oro para que se pusiese alrededor del cuello. Mi madre, al volver de la boda, pareció hundirse en una negra melancolía. Su marido quiso saber por qué; ella se negó a decírselo durante mucho tiempo; al fin le confesó que moría de envidia por tener unos pendientes y un collar como los de su hermana. Mi padre nada respondió. Tenía un hermoso fusil de caza, con dos pistolas y un cuchillo, también de caza, que hacían juego. El fusil tiraba cuatro tiros sin necesidad de ser vuelto a cargar. Había costado a mi padre el trabajo de cuatro años, y estimaba su valor en trescientas onzas de oro de Nápoles. Fue a casa de un armador, y vendió el juego por ochenta onzas. Después compró unas alhajas iguales a las que deseaba su mujer, y se las regaló.

Mi madre se las mostró ese mismo día a la mujer de Lunardo, y sus pendientes parecieron un poco más lujosos que los de su hermana, lo cual le causó extremado placer. Pero al cabo de ocho días la mujer de Lunardo fue a ver a mi madre para devolverle la visita. Llevaba los cabellos trenzados en forma de caracol y sujetos por una aguja de oro cuya cabeza era una rosa de filigrana enriquecida por un pequeño rubí. Esta rosa de oro hundió su cruel espina en el corazón de mi madre. Volvió a caer en su melancolía anterior y no salió de ella hasta que mi padre le hubo prometido una aguja parecida a la de su hermana. Sin embargo, como mi padre no tenía dinero ni medios de procurárselo, y una aguja semejante costaba cuarenta y cinco onzas, muy pronto se puso tan melancólico como mi madre lo había estado algunos días antes. Entre tanto, mi padre recibió la visita de uno de sus paisanos, llamado Grillo Monaldi, que vino a verlo para hacer limpiar sus pistolas. Monaldi, advirtiendo la tristeza de mi padre, le preguntó por su causa, y mi padre no se la ocultó. Después de un momento de reflexión, Monaldi le habló en estos términos:

—Señor Soto, os debo más de lo que creéis. El otro día, por azar, encontraron mi puñal en el cuerpo de un hombre asesinado en el camino de Nápoles. La justicia ha mostrado ese puñal a todos los armeros, y vos habéis atestiguado generosamente que no lo conocíais. Sin embargo, habíais forjado esa arma y me la habíais vendido. Si hubierais dicho la verdad, me habríais causado alguna molestia. He aquí las cuarenta y cinco onzas de que habéis menester, con el agregado de que mi bolsa os estará siempre abierta. Mi padre aceptó con gratitud, fue a comprar una aguja de oro, enriquecida por un rubí, y se la regaló a mi madre, quien ese mismo día se adornó con ella y fue a lucirse ante los ojos de su orgullosa hermana.

De vuelta a su casa, mi madre no dudaba de que vería muy pronto a la señora Lunardo adornada con alguna nueva alhaja. Pero eran muy otros los proyectos de su hermana. Quería ir a la iglesia seguida de un lacayo a jornal, vestido de librea, y se lo propuso a su marido. Lunardo, que era muy avaro, había consentido en comprar un pedazo de oro que, en el fondo, le parecía tan seguro en la cabeza de su mujer como en su propio cofre. Pero no fue lo mismo cuando le propusieron dar a un gandul una onza de oro para estarse media hora detrás del banco de su mujer. Sin embargo, tan violentas y frecuentes fueron las persecuciones de la señora Lunardo que al fin se determinó a seguirla él mismo con librea de lacayo. La señora Lunardo encontró que su marido era tan bueno como cualquier otro para desempeñar ese papel, y desde el domingo siguiente quiso aparecer en la parroquia seguida por lacayo de tan nueva especie. Los vecinos rieron un poco ante la farsa, pero mi tía atribuyó sus bromas a la envidia que los devoraba. Cuando llegó a la iglesia, oyó la rechifla de los mendigos:

—¡Mirad a Lunardo que hace de criado de su mujer!

Sin embargo, como los pordioseros no llevaran su audacia más allá de cierto punto, la señora Lunardo entró libremente en la iglesia, donde le rindieron toda suerte de homenajes. Le ofrecieron agua bendita y la hicieron sentar en un banco, en tanto que mi madre permanecía de pie y confundida con las mujeres de la clase más miserable del pueblo.

De vuelta a su casa, mi madre tomó un traje azul de mi padre y se puso a adornarle las mangas con los restos de una bandolera amarilla que había pertenecido a la cartuchera de un miguelete. Sorprendido, mi padre le preguntó qué hacía. Mi madre le contó toda la historia de su hermana, y cómo su marido tuvo la complacencia de seguirla con librea de lacayo. Mi padre le aseguró que él no tendría jamás una complacencia semejante. Pero al domingo siguiente le dio una onza de oro a un lacayo a jornal, que siguió a mi madre a la iglesia, donde ésta desempeñó un papel todavía más brillante que el de la señora Lunardo el domingo anterior.

Ese mismo día, inmediatamente después de misa, Monaldi vino a ver a mi padre y le hizo el siguiente discurso:

—Mi querido Soto, estoy informado de la rivalidad en materia de extravagancias que existe entre vuestra mujer y su hermana. Si no ponéis coto a ello, seréis desgraciado toda la vida. Podéis tomar dos partidos: uno, corregir a vuestra mujer; el otro, abrazar una profesión que os permita satisfacer su afición al derroche. Si tomáis el primer partido, os ofrezco una varilla de avellano, que he utilizado con mi difunta mujer mientras ésta vivió. Hay otras varillas de avellano que, tomadas por los extremos, se hacen girar en la mano y sirven para descubrir fuentes de agua y aun tesoros. Esta varilla no tiene virtudes semejantes. Pero si la tomáis por un extremo y la aplicáis por el otro sobre los hombros de vuestra mujer, os aseguro que la corregiréis fácilmente de sus caprichos. Por el contrario, si tomáis el partido de satisfacer todas sus fantasías, os ofrezco la amistad de los hombres más valerosos de Italia. Se reúnen de buena gana en Benevento, porque es una ciudad fronteriza. Pienso que me entendéis. Reflexionad pues sobre ello. Después de haber hablado de esta suerte, Monaldi dejó su varita de avellano sobre la mesa del taller de mi padre, y se fue.

Durante ese tiempo, mi madre había ido después de misa a mostrar su lacayo a jornal al Corso y a casa de algunas de sus amigas. Por fin volvió, triunfante, pero fue recibida por mi padre de manera muy distinta de la que ella esperaba. Con la mano izquierda la cogió del brazo izquierdo, y con la derecha empezó a poner en práctica los consejos de Monaldi. Su mujer se desmayó. Mi padre maldijo la varilla, pidió perdón, lo obtuvo y la paz se hizo entre ellos.

Algunos días después mi padre fue a buscar a Monaldi para decirle que la varilla de avellano no había surtido buen efecto y que lo relacionara con los hombres valerosos de que le hablara.

Monaldi respondió:

—Señor Soto, es bastante sorprendente que no teniendo ánimo para infligir el menor castigo a vuestra mujer, lo tengáis para aguardar a las personas en un rincón del bosque. Sin embargo, todo es posible, y el corazón humano encierra peores contradicciones. Bien quiero presentaros a mis amigos, pero es menester que antes hayáis cometido por lo menos un asesinato. Todas las tardes, cuando hayáis cerrado vuestro taller, colgaos una espada, poneos un puñal en el cinto, y paseaos con aire un poco altivo bajo los soportales de la Madona. Tal vez alguien quiera emplearos. Adiós. Pueda el cielo bendecir vuestras empresas.

Mi padre hizo lo que Monaldi le había aconsejado y muy pronto advirtió que diversos caballeros de su temple y los esbirros lo saludaban con aire de complicidad. Al cabo de quince días de caminar todas las tardes bajo los soportales, un hombre bien vestido lo abordó y le dijo:

—Señor Soto, aquí hay cien onzas para vos. Dentro de media hora veréis pasar a dos jóvenes con plumas blancas en el sombrero. Os acercaréis a uno de ellos y de manera confidencial le diréis en voz baja: «¿Cuál de vosotros es el marqués Feltri?». Uno de ellos os dirá: «Yo». Entonces le asestaréis una puñalada en el corazón. El otro joven, que es un cobarde, habrá de huir. Entonces ultimaréis a Feltri. Una vez acabado vuestro cometido, no vayáis a refugiaros en la iglesia. Volved tranquilamente a vuestra casa, y yo os seguiré de cerca.

Mi padre siguió puntualmente las instrucciones que le dieron y, cuando estuvo de vuelta en su casa, vio llegar al desconocido cuyo rencor había satisfecho. Este le dijo:

—Señor Soto, os agradezco mucho lo que habéis hecho por mí. He aquí otra bolsa de cien onzas, que os ruego que aceptéis, y he aquí también otra con la misma cantidad que presentaréis al primer empleado de la justicia que se aparezca por vuestra casa. Después de hablar de tal manera, el desconocido se retiró.

Poco después, el jefe de los esbirros se presentó en casa de mi padre, quien le dio las cien onzas destinadas a la justicia, y aquél lo invitó a su vez a una cena de amigos que se haría en su casa. Fueron a una residencia adosada a la prisión pública, donde encontraron por convidados al bargello y al confesor de los presos. Mi padre estaba un poco conmovido, como suele estarse de ordinario después del primer asesinato. Advirtiendo su turbación, el eclesiástico le dijo:

—Señor Soto, reprimid vuestra tristeza. Las misas de la catedral están a doce reales cada una. Se dice que el marqués Feltri ha sido asesinado. Haced aplicar una veintena de misas por el descanso de su alma, y por añadidura os concederán la absolución general. Después de lo cual no se habló más de lo sucedido, y la cena fue bastante alegre. Al día siguiente Monaldi fue a visitar a mi padre y lo cumplimentó por su actuación. Mi padre quiso entregarle las cuarenta y cinco onzas que había recibido en pago, pero Monaldi le dijo:

—Soto, ofendéis mi delicadeza. Si volvéis a hablarme de ese dinero, creeré que me reprocháis no haber hecho bastante para ayudaros. Habéis adquirido mi amistad, y mi bolsa está a vuestro servicio. No os ocultaré que yo mismo soy el jefe de la banda a que aludí. Está compuesta por hombres de honor y de una celosa probidad. Si queréis formar parte de ella, decid que vais a Brescia a comprar cañones para fusiles, y reuníos con nosotros en Capua. Parad en la Croce d’oro y no os preocupéis por lo demás. Mi padre partió al cabo de tres días e hizo una campaña tan honorable como lucrativa.

Aunque el clima de Benevento sea benigno, mi padre, que aún no estaba aguerrido en su profesión, no quiso trabajar durante el mal tiempo. Pasó los cuarteles de invierno en el seno de su familia, y su esposa tuvo un lacayo el domingo, broches de oro en su justillo negro, y un prendedor de oro en forma de garfio del cual colgaban sus llaves. Hacia la primavera, sucedió que mi padre fue llamado en la calle por un servidor desconocido, quien le dijo que lo siguiera hasta la puerta de la ciudad. Allí encontró a un señor entrado en años y cuatro hombres a caballo. El señor le dijo:

—Señor Soto, he aquí una bolsa con veinte cequíes. Os ruego que me sigáis hasta un castillo vecino, y que permitáis que os venden los ojos.

Mi padre consintió en todo, y después de un largo trecho y de muchos rodeos llegaron al castillo del viejo señor. Lo hicieron subir y le quitaron la venda. Entonces vio a una mujer enmascarada, atada a un sillón y con una mordaza. El viejo señor le dijo:

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