Read Manuscrito encontrado en Zaragoza Online

Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

Manuscrito encontrado en Zaragoza (11 page)

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
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—Señor Soto, aquí hay veinte cequíes más. Tened la bondad de apuñalar a mi mujer. Pero mi padre respondió:

—Señor, os habéis equivocado respecto a mí. Espero a las gentes en una esquina o las ataco en el bosque, como conviene a un hombre de honor, pero no hago el oficio de verdugo.

Después de haber hablado de esta guisa, mi padre echó las dos bolsas a los pies del vindicativo esposo. Éste no insistió más, hizo vendar los ojos de mi padre y ordenó a sus servidores que lo condujeran a las puertas de la ciudad. Acción tan noble y generosa honró mucho a mi padre, pero poco después realizó otra que fue más elogiada aún. Había en Benevento dos señores muy apreciados. Uno se llamaba el conde Montalto; el otro, el marqués Serra. El conde Montalto hizo llamar a mi padre y le prometió quinientos cequíes por asesinar a Serra. Mi padre aceptó, mas pidió cierto tiempo, porque sabía que el marqués estaba muy alerta.

Dos días después, el marqués Serra hizo llamar a mi padre a un lugar retirado, y le dijo:

—Soto, he aquí una bolsa con quinientos cequíes. Os pertenece, pero dadme vuestra palabra de honor de apuñalar a Montalto.

Mi padre cogió la bolsa y le dijo:

—Señor marqués, os doy mi palabra de honor de matar a Montalto, pero debo confesaros que también le he dado palabra de haceros perecer. El marqués dijo riendo:

—Espero que no lo haréis.

Mi padre respondió muy seriamente:

—Excusadme, señor marqués, pero lo he prometido y lo haré.

El marqués retrocedió y sacó su espada, pero mi padre sacó una pistola del cinto y le hizo saltar los sesos. En seguida fue a casa de Montalto y le anunció que su enemigo había muerto. El conde lo abrazó y le dio los quinientos cequíes prometidos. Entonces mi padre, un poco turbado, le confesó que el marqués, antes de morir, le había dado quinientos cequíes para asesinar al conde Montalto. El conde le dijo que estaba encantado de haberse anticipado a su enemigo.

—Señor conde —replicó mi padre—, de nada os servirá, porque he dado mi palabra. Al mismo tiempo, le asestó una puñalada. El conde, al caer, lanzó un grito que atrajo la atención de sus servidores. Mi padre se libró de ellos a puñaladas y huyó a las montañas, donde encontró a la banda de Monaldi. Todos los valientes que la componían no tuvieron palabras suficientes para elogiar una tan sagrada lealtad a la palabra empeñada. Os aseguro que este rasgo todavía está, por así decirlo, en boca de todos, y que durante mucho tiempo se hablará de él en Benevento.

Habiendo llegado Soto a este punto de su relato, uno de sus hermanos vino a pedirle órdenes concernientes a nuestra partida. Soto nos dejó, pues, pidiéndonos permiso para retomar al día siguiente el hilo de su historia. Pero lo que nos había contado me dio mucho que pensar. No había cesado de alabar el honor, la delicadeza, la celosa probidad de individuos que hubieran merecido la horca. El abuso de esas palabras, de las que se servía tan confiadamente, confundía todas mis ideas.

Emina, advirtiendo mi silencio, me preguntó en qué pensaba. Le respondí que la historia de Soto me recordaba lo que había oído decir, dos días antes, a cierto ermitaño, o sea que la virtud tiene bases más firmes que el honor. Emina me respondió:

—Querido Alfonso, respetad a ese ermitaño, y creed lo que os dice. Volveréis a encontrarlo más de una vez en el curso de vuestra vida.

Después las dos hermanas se levantaron y se retiraron con sus negras al interior del departamento, es decir a la parte del subterráneo que les estaba destinada. Volvieron para cenar, y acabada la cena nos fuimos a dormir.

Pero cuando se hizo el silencio en la caverna, vi entrar a Emina que llevaba, como Psique, una lámpara en una mano y con la otra conducía a su hermanita, más bella que el mismo amor. Sentáronse las dos al borde de mi cama. Después Emina me dijo:

—Querido Alfonso, os dije que os pertenecíamos. Que el gran jeque nos perdone si nos anticipamos un poco a su autorización.

—Hermosa Emina —le respondí—, perdonadme vos misma. Si es ésta una nueva prueba a que sometéis mi virtud, temo que no salga bien parada de ella.

—Han hecho lo necesario para que pueda resistir —dijo la bella africana, y pasando mi mano por su cadera me hizo palpar un cinturón que no era en modo alguno el de Venus, aunque su arte se debiera al genio del esposo de esta diosa. El cinturón estaba cerrado por un candado cuya llave no estaba en poder de mis primas, o a lo menos ellas me lo aseguraron.

Así, a cubierto el centro de toda gazmoñería, no pretendieron disputarme los aledaños. Zebedea recordó el papel de querida que había estudiado en otros tiempos con su hermana. Ésta veía en mis brazos al objeto de sus antiguos amores y entregaba sus sentidos a tan dulce contemplar. La menor, flexible, vivaz, ardiente, me devoraba con el tacto y me penetraba con sus caricias. También llenamos otros momentos con no sé qué, con proyectos sobre los cuales no nos explicábamos, con todo ese dulce parloteo de los jóvenes que oscilan entre el recuerdo reciente y la esperanza de una próxima dicha. Por fin el sueño pesó sobre los hermosos párpados de mis primas, y se retiraron a su departamento. Cuando me encontré solo, pensé que me sería muy desagradable despertarme otra vez bajo la horca. No hice más que reír de esta idea, aunque rondó mi pensamiento hasta el momento en que me dormí.

JORNADA SEXTA

Fui despertado por Soto, quien me dijo que yo había dormido mucho tiempo y que la comida estaba lista. Me vestí a prisa y fui al encuentro de mis primas, que me aguardaban en el comedor. Sus ojos me acariciaban aún, y parecían más ocupadas de la noche anterior que de la comida que les servían. Cuando hubieron levantado la mesa, Soto sentóse entre nosotros y volvió a tomar en los siguientes términos el hilo de su relato:

CONTINUACIÓN DEL RELATO DE SOTO

Cuando mi padre fue a reunirse con la banda de Monaldi, yo podría tener seis años, y recuerdo que me llevaron a la cárcel con mi madre y mis dos hermanos. El jefe de los esbirros se ocupó muy especialmente de nosotros durante nuestra detención, cuyo término abrevió. Mi madre, al salir de la cárcel, fue muy bien recibida por las vecinas y por todo el barrio, porque en el mediodía de Italia los bandidos son los héroes del pueblo, así como los contrabandistas lo son en España. No nos escatimaron una parte de la estima universal, y yo, en particular, fui mirado como el príncipe de los pilluelos de mi calle.

Hacia esa época, Monaldi fue muerto en un asalto, y mi padre, que tomó el mando de la banda, quiso iniciarse con una hazaña estrepitosa. Fue a apostarse en el camino de Salerno para esperar una remesa de dinero que enviaba el virrey de Sicilia. Triunfó en su empresa pero fue herido en los riñones por un tiro de mosquete que lo volvió incapaz de continuar trabajando. El momento en que se despidió de la banda fue extraordinariamente conmovedor. Hasta se dijo que muchos bandidos lloraron, lo que me costaría creer si yo mismo no hubiese llorado una vez en mi vida, y fue después de apuñalar a mi querida, como lo explicaré a su debido momento.

La banda no tardó en disolverse; algunos de nuestros valientes fueron a hacerse ahorcar en Toscana; otros a unirse a Testalunga, que empezaba a adquirir cierta reputación en Sicilia. Mi padre mismo cruzó el estrecho y fue a Mesina, donde pidió asilo a los Agustinos del Monte. Puso su modesto peculio en manos de los monjes, hizo penitencia pública y se estableció bajo el portal de la iglesia, donde llevaba una vida muy apacible, pues tenía libertad de pasearse por los jardines y los patios del convento. Los monjes le daban sopa, y él mandaba buscar un par de platos de un figón vecino. Por añadidura, el frater del convento le curaba las heridas.

Supongo que por entonces mi padre nos enviaba fuertes remesas de dinero, porque la abundancia reinaba en nuestra casa. Mi madre participaba en los placeres del carnaval y para Navidad hacía un pesebre, o presepio, representado por muñequitos, animales de azúcar y otras niñerías de esta especie que están muy de moda en todo el reino de Nápoles y son un objeto de lujo para el burgués. Mi tía Lunardo tenía también su presepio, pero no podía compararse con el de mi madre.

En la medida en que recuerdo a mi madre, me parece que era buena, y a menudo la hemos visto llorar por los peligros a los cuales se exponía su marido, pero unos pocos triunfos obtenidos sobre su hermana o sus vecinas secaban muy pronto sus lágrimas. La satisfacción que le dio su hermoso pesebre fue el último placer que le he visto gustar. No sé cómo contrajo una pleuresía, de resultas de la cual murió a los pocos días. Ignoro qué habría sido de nosotros a su muerte si el bargello no nos hubiese llevado a su casa. Allí pasamos algunos días, después de los cuales nos confió a un arriero que nos hizo atravesar toda Calabria y al cabo de dos semanas llegar a Mesina. Mi padre ya estaba informado de la muerte de su esposa. Nos recibió con gran ternura, nos puso un jergón junto al suyo, y nos presentó a los monjes, que nos sumaron a las filas de sus monaguillos. Ayudábamos a misa, despabilábamos los cirios, encendíamos las lámparas y, acabada nuestra tarea, éramos unos pilletes tan redomados como lo habíamos sido en Benevento. Una vez que comíamos la sopa de los monjes, mi padre nos daba un real a cada uno, con el cual nos comprábamos castañas y rosquetes, nos íbamos a jugar al puerto y no volvíamos hasta la noche. Éramos, en fin, dichosos pilluelos, hasta que un acontecimiento, que hoy mismo no puedo recordar sin un acceso de rabia, decidió para siempre mi destino. Un domingo, como fuera a cantarse vísperas, volví al portal de la iglesia con un paquete de castañas que había comprado para mis hermanos y para mí, y estaba separando las castañas del paquete en tres porciones cuando se detuvo un soberbio coche, llevado por seis caballos y precedido por otros dos del mismo color que corrían en libertad, suerte de lujo que sólo he visto en Sicilia. Se abrió la portezuela y vi salir del coche a un caballero que dio el brazo a una dama; después salió un abate, y por último un niñito de mi edad, de rostro encantador y magníficamente vestido a la húngara, como era frecuente que se vistiera por entonces a los niños. Su capita de terciopelo azul, bordada en oro y guarnecida de cibelinas, le llegaba hasta la mitad de las piernas, y por detrás cubría parte de sus botas, que eran de marroquí amarillo. Su gorra, también guarnecida de cibelinas, era de terciopelo azul y estaba coronada por una borla de perlas que le caía sobre un hombro. En el cinturón tenía cordones y borlas de oro, y su pequeño sable estaba guarnecido de pedrerías. Por último, llevaba en la mano un libro de oraciones engarzado en oro.

Quedé tan maravillado de ver ropas tan hermosas en un muchacho de mi edad, que no sabiendo demasiado lo que hacía me llegué hasta él y le ofrecí dos castañas que tenía en la mano, pero el indigno bribón, en vez de responder a esa amistosa cortesía de mi parte, me pegó en la nariz con el libro de oraciones, poniendo en ello toda la fuerza de su brazo. Quedé con el ojo izquierdo casi negro, y como una abrazadera del libro me entrara en la nariz, la desgarró de tal modo que en un segundo estuve cubierto de sangre. Entonces me pareció oír al señorito lanzar gritos atroces, pero yo había, por así decirlo, perdido el conocimiento. Cuando volví en mí, me encontré junto a la fuente del jardín, rodeado por mi padre y mis hermanos, que me lavaban la sangre y trataban de parar la hemorragia. Entre tanto, como estuviera aún cubierto de sangre, vimos volver al señorito, seguido de su abate, del caballero y de dos lacayos, uno de los cuales llevaba un paquete de vergajos. El caballero explicó en pocas palabras que la señora princesa de Roccafiorita exigía que yo fuera azotado hasta que me saliera sangre en reparación del susto que le había dado, así como al Principino, y acto seguido los lacayos pusieron la sentencia en ejecución. Mi padre, que temía perder su asilo, al principio no se atrevió a protestar, pero después, al ver que me lastimaban implacablemente, ya no pudo contenerse. Dirigiéndose al caballero, y con todo el acento de la furia sofocada, le dijo:

—Haced que acaben de una vez, o recordad que he asesinado a muchos que valían por diez de vuestra especie.

El caballero, considerando que esas palabras encerraban un profundo sentido, ordenó que pusieran fin a mi suplicio; sin embargo, como yo estuviera aún echado sobre el vientre, el Principino se acercó y me dio un puntapié en la cara, diciéndome:

—Managgia la tua faccia de banditu.

Este último insulto colmó mi rabia. A partir de aquel momento puedo decir que dejé de ser un niño, o a lo menos que dejé de gustar las dulces alegrías de la infancia, y mucho tiempo después no podía conservar la sangre fría al ver a un hombre ricamente vestido. Es menester que la venganza sea el pecado original de mi país, porque, aunque yo no tuviese entonces más que ocho años, sólo pensaba noche y día en castigar al Principino. Me despertaba sobresaltado, soñando que lo tenía cogido por el pelo y lo molía a golpes, y durante el día pensaba en lastimarlo desde lejos; pues sospechaba que no me dejarían acercarme a él. Además, quería huir una vez que le pegase. Por último, decidí arrojarle una piedra, suerte de ejercicio que me era familiar, y herirlo en el rostro; sin embargo, para adiestrarme, elegí un blanco contra el cual me ensayaba todo el día. Una vez mi padre me preguntó qué estaba haciendo. Le respondí que mi intención era romperle la cara al Principino, luego huir y hacerme bandido. Mi padre pareció no creer en lo que yo le decía, pero sonrió de una manera que confirmó mi proyecto. Llegó por fin el domingo, que debía ser el día de la venganza. Apareció la carroza, descendieron sus ocupantes. Yo estaba muy emocionado, pero traté de calmarme. Mi pequeño enemigo me distinguió en la multitud y me sacó la lengua. Le arrojé la piedra y lo vi caer para atrás.

En seguida eché a correr y no me detuve hasta llegar al otro extremo de la ciudad. Allí encontré a un pequeño deshollinador amigo que me preguntó a dónde iba. Le conté lo sucedido, y me presentó a su patrón. Éste me recibió con placer, pues le faltaban muchachos para un trabajo tan áspero y no sabía dónde hallarlos. Me dijo que nadie me reconocería una vez que tuviese la cara tiznada de hollín, y que trepar por las chimeneas podía ser una ciencia muy útil. En eso no me engañó. A menudo he debido la vida al talento que adquirí entonces.

El polvo de las chimeneas y el olor del hollín me incomodaron al principio, pero muy pronto me acostumbré a ellos, porque estaba en la edad en que uno se hace a todo. Después de ejercer mi profesión durante seis meses me ocurrió la aventura que voy a relatar.

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