Manuscrito encontrado en Zaragoza (20 page)

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Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
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Después del espectáculo, se colocaba al final de la doble hilera que forman los hombres para obligar a las mujeres a que desfilen de una en una, pero no lo hacía como los demás para examinarlas a su antojo; por el contrario, se interesaba poco en ellas, y desde que la última mujer había pasado tomaba el camino de la Cruz de Malta, donde le servían una cena ligera antes de volver a su casa.

Por la mañana, el primer cuidado de mi padre era abrir el balcón que daba a la calle de Toledo. Allí respiraba el aire fresco durante un cuarto de hora. Después iba a abrir la ventana que daba a la callejuela transversal. Si había alguien asomado a la ventana vecina, lo saludaba comedidamente, diciéndole buenos días, y cerraba al instante la ventana. A veces, estas palabras buenos días eran las únicas que pronunciaba durante horas y horas, porque aunque se interesaba vivamente en el éxito de todas las comedias que representaban en el teatro de la Cruz, sólo manifestaba este interés batiendo palmas, y jamás por palabras. Si no había nadie en la ventana vecina, esperaba pacientemente a que alguien apareciese para hacer su amable saludo.

Después iba a la misa de los teatinos. A su vuelta, encontraba su cuarto hecho por la criada de la casa, y ponía especial cuidado en volver a colocar cada objeto donde estuvo antes. Prestaba a este quehacer una atención extraordinaria y descubría inmediatamente la menor pajuela o mota de polvo que hubiera escapado a la escoba de la criada. Cuando mi padre quedaba satisfecho del orden de su aposento, cogía un compás y un par de tijeras y cortaba veinticuatro pedazos de papel del mismo tamaño, los llenaba con un reguero de tabaco del Brasil y hacía veinticuatro pitillos tan bien armados, tan lisos, que podían considerarse los más perfectos pitillos de toda España. Fumaba seis de esas obras maestras contando las tejas del palacio de Alba, y seis contando las personas que entraban por la puerta de Toledo. Después miraba hacia la puerta de su cuarto esperando que llegara su comida.

Después de la comida, fumaba otros doce pitillos. Luego fijaba los ojos en el péndulo hasta que diera la hora del espectáculo y, si no había ninguno en ningún teatro, iba a la librería de Moreno, donde escuchaba hablar a los literatos que acostumbraban reunirse allí por aquellos días, pero sin mezclarse jamás en sus conversaciones. Si estaba enfermo, mandaba buscar a la librería de Moreno la pieza que representaban en el teatro de la Cruz, y cuando había llegado la hora del espectáculo empezaba a leer la pieza, sin olvidarse de aplaudir en todos los pasajes que gustaban sobremanera a la facción de los Pollacos. Aunque llevara una vida muy inocente, mi padre no descuidaba sus deberes religiosos. Con ese objeto mandó pedir a los teatinos un confesor. Enviáronle a mi tío abuelo, Fray Jerónimo Santos, que aprovechó la ocasión para recordarle que yo había venido al mundo, y que vivía en casa de doña Felisa Dalanosa, hermana de mi difunta madre. Fuera porque mi padre temiese que mi presencia le recordase la persona querida cuya muerte había causado yo inocentemente, fuera porque no quisiera que mis gritos infantiles turbasen sus costumbres silenciosas, es el caso de que rogó a Fray Jerónimo que nunca más le hablara de mí, pero al mismo tiempo sobrevino a los gastos de mi subsistencia, asignándome la renta de una quinta, o alquería, que tenía en los alrededores de Madrid, y confió mi tutela al procurador de los teatinos.

¡Ay!, se diría que mi padre, al alejarme así de su lado, hubiese tenido algún presentimiento de la prodigiosa diferencia que la naturaleza había introducido en nuestros caracteres. Porque habéis visto hasta qué punto era él metódico y uniforme en su manera de vivir, y me atrevo a asegurar que sería imposible encontrar un hombre más inconstante de lo que yo siempre he sido. He sido inconstante hasta en mi inconstancia, porque la idea de una dicha tranquila y de una vida retirada me ha perseguido siempre en mi carrera vagabunda, y la afición al cambio me ha arrancado siempre del retiro. De modo que, conociéndome por último a mí mismo, he puesto fin a tan inquietas alternativas formando parte de esta banda de gitanos. Es una especie de retiro y de vida uniforme, pero a lo menos no conozco la desgracia de tener siempre ante los ojos los mismos árboles, los mismos peñascos o, lo que me sería aún más insoportable, las mismas calles, los mismos; muros y los mismos techos.

Aquí tomé yo la palabra y le dije al narrador:

—Señor Avadoro, o pandesowna, seguro que una vida errante os ha dado la oportunidad de vivir aventuras muy singulares.

El gitano me respondió:

—Señor caballero, desde que vivo en este desierto he visto en verdad cosas bastante extraordinarias. Antes, mi existencia no ofrecía más que acaeceres bastante comunes; sólo es notable el capricho que sentí siempre por todas las etapas de mi vida, sin persistir nunca en ellas más de uno o dos años seguidos.

Después de responderme de tal modo, el gitano continuó en los siguientes términos:

—Os he dicho que vivía en casa de mi tía Dalanosa. Como ella no tenía hijos, desplegaba en mi favor toda la indulgencia de las tías y toda la ternura de las madres; en suma, fui un niño mimado. Lo fui todos los días más, porque a medida que crecía en fuerza e inteligencia, más tentado estaba de abusar de las bondades que tenían conmigo. Por otro lado, no sintiendo casi nunca oposición a mi voluntad, a menudo oponía poca resistencia a la de los otros, lo que me daba casi siempre la apariencia de la docilidad, y mi tía acompañaba sus órdenes con cierta sonrisa tierna y acariciadora a la cual yo no sabía resistir. En fin, tal como yo era, la buena tía Felisa se persuadió de que la naturaleza, ayudada por sus cuidados, había producido en mi persona una verdadera obra maestra. Pero un punto esencial faltaba para su dicha, y era no poder hacer a mi padre testigo de mis pretendidos progresos y convencerlo de mis perfecciones, porque éste se obstinaba siempre en no verme.

Pero ¿qué obstinación no llegará a vencer una mujer? Mi tía Felisa influyó con tanta determinación y energía en el ánimo de su tío Jerónimo, que éste decidió aprovechar la primera confesión de mi padre para plantearle como un caso de conciencia la cruel indiferencia que demostraba hacia un niño que nada malo había hecho contra él. El padre Jerónimo procedió como se lo había prometido a mi tía. Pero mi padre no pudo, sin estremecerse de espanto, encarar la posibilidad de recibirme en el interior de su aposento. El padre Jerónimo propuso pues que la entrevista tuviese lugar en el jardín del Buen Retiro, pero este paseo no entraba en el plan metódico del cual mi padre no se apartaba jamás. Antes de modificarlo, prefirió recibirme en su casa, y el padre jerónimo fue a anunciar la buena nueva a mi tía, que al oírlo pensó morir de alegría. Debo deciros que diez años de hipocondría habían aumentado las singularidades de la vida casera de mi padre. Entre otras manías, había tomado la de hacer tinta, y esta afición le vino del siguiente modo: una vez que se encontraba en la librería de Moreno, con muchos de los espíritus más cultos de España y varios hombres de leyes, la conversación giró en torno a la dificultad que había para procurarse buena tinta. Cada cual dijo que no tenía en su casa, o que había intentado vanamente fabricarla. Moreno dijo que poseía en su tienda un libro de recetas, entre las cuales habría una de ellas concerniente a la fabricación de tinta. Fue a buscar el volumen, que al principio no pudo encontrar, pero, después de dar con él y volver a la tertulia, la conversación había cambiado de tema; los ánimos se habían exaltado con motivo del éxito de una nueva pieza, y nadie quería ya oír hablar de tinta, ni escuchar ninguna lectura concerniente a ella. No le sucedió lo mismo a mi padre. Cogió el libro, encontró en seguida la receta sobre la fabricación de tinta y quedó muy sorprendido por haber comprendido tan bien algo que los espíritus más cultos de España consideraban harto difícil. En efecto, no se trataba sino de mezclar tintura de agalla del Levante con una solución de vitriolo, y de agregarle goma. El autor, sin embargo, advertía que no podría obtenerse buena tinta sino haciendo una gran cantidad a la vez, que había que mantener la mezcla caliente y removerla a menudo, porque la goma, sin ninguna afinidad con las sustancias metálicas, tendía a separarse de ellas; que, además, la goma misma tendía a disolverse y pudrirse, lo que podía evitarse agregándole una pequeña dosis de alcohol.

Mi padre compró el libro y se procuró desde el día siguiente todos los ingredientes necesarios: una balanza para las dosis y el frasco más voluminoso que pudo conseguir en Madrid, porque el autor recomendaba hacer la tinta en grandes cantidades. La operación salió perfectamente. Mi padre llevó una botella de su tinta a los espíritus cultos que se reunían en la librería de Moreno. Todos la encontraron admirable, todos quisieron de aquella tinta.

Mi padre, en su vida silenciosa y retirada, no había tenido nunca la ocasión de favorecer a quien fuese, y menos aún la de recibir elogios. Encontró que era muy dulce el poder favorecer, y más dulce todavía el ser elogiado, y se apegó singularmente a la composición de la tinta que le deparaba goces tan agradables. Viendo que los espíritus más cultos de Madrid habían consumido en un instante el frasco más grande que pudo conseguir en toda la ciudad, hizo traer de Barcelona una damajuana, de esas en las cuales los marinos del Mediterráneo guardan su provisión de vino. De tal modo pudo hacer al mismo tiempo veinte botellas de tinta que los espíritus cultos de Madrid consumieron, como habían consumido otras, y siempre colmando a mi padre de elogios y palabras de gratitud.

Pero mientras más grandes eran los frascos de vidrio, más inconvenientes había. No se podía calentar la mezcla, y menos aún removerla bien, y sobre todo era difícil trasvasarla. Mi padre se decidió entonces a hacer venir del Toboso una de esas grandes tinajas de tierra cocida de las que se usan en la fabricación del salitre. Cuando llegó, la hizo pegar con cal sobre un hornillo, en el cual mantuvo constantemente un pequeño fuego de brasas. Una espita adaptada a la parte inferior de la tinaja permitía extraer de ella el líquido y, encaramándose sobre el horno, se podía remover bastante bien con un mazo el contenido de la jarra. Como esas tinajas son más altas que un hombre, puede suponerse la cantidad de tinta que mi padre hizo a la vez, y siempre tenía el cuidado de agregar a la tinaja tanto líquido como el que le extraía. Era para él un verdadero goce ver entrar a la criada o al criado de algún literato famoso que venía a pedirle tinta; y cuando este hombre publicaba alguna obra que tenía resonancia en el mundo literario y de la cual se hablaba en la tertulia de Moreno, mi padre sonreía complacido como habiendo de alguna manera contribuido a ella. En fin, para decirlo de una vez, no se hablaba de mi padre en toda la ciudad sino como de don Felipe del gran Tintero, Y muy pocas personas lo conocían por su verdadero nombre de Avadoro.

Yo no ignoraba estos hechos; había oído hablar del carácter singular de mi padre, del orden de su aposento, de su inmensa vasija de tinta, y ardía en deseos de darme cuenta de ello por mis propios ojos. Y mi tía no dudaba ni por un momento de que mi padre, no bien tuviera la dicha de verme, renunciaría a todas sus manías para sólo ocuparse de admirarme de la mañana a la noche. Por fin se determinó el día de la presentación. Mi padre se confesaba con el padre jerónimo todos los últimos domingos de cada mes. El padre debía aún fortalecerlo en la resolución de verme, para anunciarle que yo lo esperaba, y que lo acompañaría hasta su morada. Cuando el padre Jerónimo nos comunicó este acuerdo, me recomendó que no tocara la menor cosa en el aposento de mi padre. Prometí todo lo que quiso, y mi tía prometió no perderme de vista. Por último llegó el tan esperado domingo. Mi tía me hizo poner un traje de majo de color de rosa, realzado por franjas de plata, con botones que eran topacios del Brasil. Me aseguró que parecía yo el mismo Cupido, y que mi padre, al verme, habría de enloquecer de alegría. Llenos de esperanzas y de ideas halagadoras, nos encaminamos gozosamente por la calle de las Ursulinas y llegamos al Prado, donde varias mujeres se detuvieron para acariciarme. Después llegamos a la calle de Toledo, y por último a casa de mi padre. Nos abrieron la puerta de su aposento, y mi tía, temiendo mi vivacidad, me instaló en un sillón frente a ella y me cogió por una de las franjas de plata de mi chaqueta para impedir que me pusiera de pie y tocara algún objeto.

Al principio me resarcí de esta sujeción paseando la mirada por todos los rincones del aposento, cuyo orden y limpieza admiré. El destinado a la fabricación de tinta estaba tan limpio y cuidadosamente ordenado como todo lo demás: la gran tinaja del Toboso parecía un adorno; a su lado, en un gran armario con tapas de cristal, estaban dispuestos los ingredientes y utensilios necesarios.

La vista de ese armario alto y estrecho, colocado cerca del horno que sostenía la tinaja, me inspiró un deseo tan súbito como irresistible de subir a él, y me pareció que nada sería tan agradable como ver a mi padre buscarme en vano por todo el aposento hasta descubrirme de tal modo escondido encima de su cabeza. Mi ademán fue tan rápido como el pensamiento: librándome de la franja por la que mi tía me tenía sujeto, salté al horno, y del horno al armario.

Al principio mi tía no pudo menos de aplaudir mi agilidad, pero después me conjuró a bajar. En ese momento anunciaron que mi padre subía las escaleras. Mi tía se hincó de rodillas para suplicarme que abandonara mi puesto. No pude resistir a sus conmovedoras súplicas, pero, al querer bajar hasta el horno, sentí que mi pie se apoyaba en el borde de la tinaja; quise levantarlo, y sentí que arrastraba conmigo el armario; entonces solté las manos y caí en la vasija con tinta. Allí me habría ahogado, pero mi tía cogió el mazo que servía para remover la tinta y pegó con él un gran golpe en la tinaja, haciéndola trizas. Mi padre entró en aquel momento; vio un río de tinta que inundaba su aposento, y una figura negra que lanzaba los más atroces aullidos. Entonces se precipitó escaleras abajo, se dislocó un pie y cayó desvanecido.

Yo no aullé por mucho tiempo. La tinta que había tragado me causó un malestar horrible. Perdí el conocimiento y no lo recobré por completo sino después de una cruel enfermedad seguida por una convalecencia bastante larga. Lo que más contribuyó a mi curación fue el que mi tía anunciara que íbamos a abandonar Madrid y a establecernos en Burgos. La idea del viaje me transportó hasta el punto de que se temió por mi razón. El extremado placer que sentí fue sin embargo turbado por mi tía, que me preguntó si deseaba acompañarla en su carroza, o si quería que me llevaran en litera.

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