También se trató de enviar conmigo al teólogo Iñigo Vélez, pero era natural que mi madre, que sólo hablaba en español, no pudiera prescindir de un confesor que sabía esta lengua. De modo que no tuve junto a mí a los dos hombres que antes de mi nacimiento estaban destinados a educarme. Sin embargo, me dieron un lacayo español para que practicara la lengua española.
Partí para Spa con mi padrino, donde nos quedamos dos meses; de allí hicimos un viaje a Holanda y llegamos a Tournai al final del otoño. El caballero de Bélièvre respondió perfectamente a la confianza que mi padre había depositado en él, y durante seis años no descuidó nada de lo que pudiera contribuir a hacer de mí en el futuro un excelente oficial. Al cabo de este tiempo, murió la señora de Bélièvre; su marido dejó Flandes para establecerse en París, y yo fui llamado a la casa paterna.
Después de un viaje que la avanzada estación hizo bastante enojoso, llegué al castillo unas dos horas después de haberse puesto el sol, y encontré a todos sus habitantes reunidos junto a la gran chimenea. Mi padre, aunque encantado de verme, no se abandonó a demostraciones que hubiesen podido comprometer lo que vosotros, españoles, llamáis gravedad. Mi madre me bañó con sus lágrimas. El teólogo Iñigo me dio su bendición y el espadachín Fierro me presentó un florete. Hicimos un asalto, y me comporté de modo muy superior al que podía esperarse de mis años. Mi padre, demasiado entendido para no advertirlo, reemplazó su gravedad por la más viva ternura. Nos sentamos a cenar en medio de una gran alegría.
Después de cenar volvimos a reunirnos junto ala chimenea. Entonces mi padre dijo al teólogo:
—Reverendo don Iñigo, me daríais gran placer si fueseis a buscar vuestro grueso volumen que contiene tantas historias maravillosas, y nos leyeseis una de ellas. El teólogo subió a su aposento y volvió con un infolio encuadernado en pergamino blanco, al cual el tiempo había comunicado un tono amarillento. Lo abrió al azar y leyó lo siguiente:
Había una vez, en una ciudad de Italia llamada Rávena, un joven llamado Trivulzio. Era hermoso, rico, y tenía de sí mismo la más alta opinión. Las muchachas de Rávena se asomaban a la ventana para verlo pasar, pero ninguna le gustaba, o en todo caso no demostraba el pequeño placer que podía causarle una u otra por temor a hacerles demasiado honor. Pero todo ese orgullo no pudo resistir a los encantos de la joven y hermosa Nina dei Gieraci. Trivulzio dignó declararle su amor. Nina respondió que el señor Trivulzio la honraba mucho, pero que desde la infancia amaba a su primo Tebaldo dei Gieraci, y que con toda seguridad no amaría nunca sino a él. Ante esta respuesta inesperada, Trivulzio salió dando muestras del más extremado furor.
Un domingo, ocho días después, como todos los ciudadanos de Rávena se encaminaron a la iglesia metropolitana de San Pedro, Trivulzio distinguió en la multitud a Tebaldo que daba el brazo a su prima. Se embozó en la capa y los siguió. Cuando entraron en la iglesia, donde no está permitido embozarse, los dos amantes hubiesen podido distinguir fácilmente a Trivulzio, que los había seguido, pero sólo estaban ocupados en su recíproco amor y no pensaban en la misa, lo cual es gran pecado. Mientras tanto, Trivulzio se había sentado en un banco detrás de la pareja. Como podía escuchar las palabras que se decían, su rabia iba en aumento. Entonces un sacerdote subió al púlpito y dijo:
—Hermanos míos, estoy aquí para correr las amonestaciones de Tebaldo y de Nina dei Gieraci. ¿Es qué alguien se opone a su matrimonio?
—¡Yo me opongo! —exclamó Trivulzio, y al mismo tiempo asestó veinte puñaladas a los dos amantes. Quisieron detenerlo, pero asestó varias puñaladas más, salió de la iglesia, después de la ciudad, y alcanzó el estado de Venecia.
Trivulzio era orgulloso, maleado por la fortuna, pero de alma sensible. Sus remordimientos vengaron a sus víctimas, y arrastró de ciudad en ciudad una existencia deplorable. Al cabo de unos años, sus padres consiguieron hacerlo perdonar por la justicia, y volvió a Rávena, pero ya no era el mismo Trivulzio, radiante de felicidad y orgulloso de sus ventajas. Tan cambiado estaba que su nodriza no lo reconoció. Desde el primer día de su llegada, Trivulzio preguntó dónde estaba la tumba de Nina. Le dijeron que estaba enterrada con su primo frente a la plaza, en la iglesia de San Pedro, allí mismo donde fueron asesinados. Trivulzio entró temblando y, cuando estuvo junto a la tumba, la abrazó y derramó un torrente de lágrimas.
Sea cual fuere el dolor del desgraciado asesino, éste sintió en aquel momento que las lágrimas lo habían aliviado. Por eso dio su bolsa al sacristán y obtuvo de él permiso para entrar en la iglesia cuantas veces quisiera. De modo que acabó por ir todas las tardes, y el sacristán se acostumbró tanto a verlo que no le prestaba atención. Una tarde, Trivulzio, que no había dormido la noche antes, se adormeció junto a la tumba, y al despertar encontró que habían cerrado la iglesia. Tomó fácilmente el partido de pasar en ella la noche, porque le gustaba prolongar su tristeza y alimentar su melancolía. Oía sucesivamente dar las horas, y hubiese querido que llegara la hora de su muerte.
Por fin dieron las doce. Entonces se abrió la puerta de la sacristía y Trivulzio vio entrar al sacristán con una linterna en una mano y una escoba en la otra. Pero ese sacristán no era sino un esqueleto. Tenía un poco de piel sobre la cara, y los ojos muy hundidos, pero la sobrepelliz que se le pegaba a los huesos hacía patente que estaba desprovisto de carne.
El atroz sacristán posó su linterna sobre el altar mayor y encendió los cirios como para vísperas. Después se puso a barrer la iglesia y a sacudir el polvo de los bancos. Pasó varias veces junto a Trivulzio, pero no pareció verlo.
Por fin fue hasta la puerta de la sacristía e hizo sonar la campanilla que hay siempre allí. Entonces las tumbas se abrieron y de ellas salieron los muertos envueltos en sus mortajas, y cantaron las letanías en tono harto melancólico.
Después que así hubieron salmodiado durante algún tiempo, un muerto, revestido de una sobrepelliz y de una estola, subió al púlpito y dijo:
—Hermanos míos, estoy aquí para correr las amonestaciones de Tebaldo y de Nina dei Gieraci. Condenado Trivulzio, ¿te opones a su matrimonio?
Aquí mi padre interrumpió al teólogo y, volviéndose hacia mí, me dijo:
—Alfonso, hijo mío, ¿habrías tenido miedo en el lugar de Trivulzio?
—Querido padre —le respondí—, me parece que habría tenido mucho miedo. Entonces mi padre se puso de pie, furioso, saltó sobre su espada y con ella quiso atravesarme. Se interpusieron entre nosotros y lograron apaciguarlo un poco. Sin embargo, cuando hubo vuelto a sentarse, me lanzó una mirada terrible y me dijo:
—Hijo indigno de mí, tu cobardía deshonra de alguna manera el regimiento de las guardias valonas donde tenía la intención de hacerte entrar.
Después de estos duros reproches, que estuvieron a punto de hacerme morir de vergüenza, se hizo un gran silencio. García fue el primero en romperlo y, dirigiéndose a mi padre, le dijo:
—Monseñor, si me atreviera a dar mi opinión a su excelencia, diría que es menester probar a vuestro señor hijo que no hay aparecidos, ni espectros, ni muertos que canten letanías, y que no puede haberlos. De esta manera, no tendría seguramente miedo.
—Señor Fierro —respondió mi padre con un poco de acritud—, olvidáis que he tenido el honor de mostraron ayer una historia de aparecidos escrita de puño y letra de mi bisabuelo.
—Monseñor —replicó García—, no estoy dando un desmentido al bisabuelo de vuestra excelencia.
—¿Qué entendéis —dijo mi padre por no dar un desmentido? ¿Sabéis que esta expresión supone la posibilidad de un desmentido dado por vos a mi bisabuelo?
—Monseñor —dijo entonces García—, bien sé que soy harto poca cosa para que vuestro bisabuelo quisiera obtener alguna satisfacción de mí.
Entonces mi padre, tomando un aire aún más terrible, dijo:
—Fierro, que el cielo os preserve de dar excusas, porque ellas supondrían una ofensa.
—En fin —dijo García—, sólo me queda someterme al castigo que plazca a vuestra excelencia. Sólo que, por la honra de mi profesión, quisiera que esta pena me fuera administrada por nuestro capellán, para que yo pudiera considerarla como penitencia eclesiástica.
—No me parece mala idea —dijo entonces mi padre, en tono más tranquilo—. Recuerdo haber escrito en otra época un pequeño tratado sobre las satisfacciones admisibles en los casos en que un duelo no puede realizarse. Dejadme reflexionar sobre ello.
Mi padre pareció ensimismarse en su propósito, pero de reflexión en reflexión terminó por adormecerse en su sillón. Mi madre dormía ya, así como el teólogo, y García no tardó en seguir su ejemplo. Entonces creí mi deber retirarme, y es así como transcurrió el primer día de mi regreso a la casa paterna.
Al día siguiente tiré a la espada con García. Fui a cazar. Cenamos, y cuando nos hubimos levantado de la mesa mi padre volvió a rogar al teólogo que buscara su grueso volumen. El reverendo obedeció, lo abrió al azar y leyó lo que paso a contar.
En una ciudad de Italia llamada Ferrara, había un joven llamado Landolfo. Era un libertino sin religión, que causaba espanto a todas las almas piadosas de la comarca. A este perverso le apasionaba el trato de las cortesanas y había tenido relaciones con todas las de la ciudad, pero ninguna le placía tanto como Bianca de Rossi, cuya impureza era mayor aún que la de todas las demás.
No sólo era Bianca una libertina interesada, depravada; quería también que sus amantes hiciesen por ella acciones que los deshonraran, y exigió de Landolfo que la condujera todas las noches a la casa donde él vivía, con su madre y su hermana, y que cenaran los cuatro juntos.
Landolfo se lo propuso inmediatamente a su madre, como lo más decoroso del mundo. La buena mujer se deshizo en lágrimas y rogó a Landolfo que mirase por la reputación de su hermana. Landolfo hizo oídos sordos a sus ruegos y sólo prometió mantener el hecho lo más secreto posible. Después fue a casa de Bianca y la condujo a donde ella deseaba.
La madre y la hermana de Landolfo recibieron a la cortesana mejor de lo que ésta se merecía. Pero entonces, al comprobar cuán bondadosas eran, Bianca redobló su insolencia; durante la cena mantuvo una conversación inconveniente; la hermana de Landolfo recibió lecciones de las que habría prescindido de buena gana, y la cortesana llevó el cinismo hasta significarle, tanto a ella como a su madre, que harían bien en irse de la casa porque quería quedarse a solas con Landolfo.
Al día siguiente, la cortesana contó lo sucedido por toda la ciudad, y durante cierto tiempo las gentes no hablaron de otra cosa. A tal punto que los rumores llegaron muy pronto a Eduardo Zampi, hermano de la madre de Landolfo. Eduardo era un hombre a quien no se ofendía impunemente. Como se sintió ultrajado en la persona de su hermana, ese mismo día hizo asesinar a la infame Bianca. Cuando Landolfo fue a buscar a su querida, la encontró apuñalada y nadando en sangre. Muy pronto supo que su tío era el culpable. Corrió a casa de éste para castigarlo, pero lo halló rodeado de todos los valientes de la ciudad, que se burlaron de su resentimiento.
Landolfo, no sabiendo sobre quién ejercer su furia, corrió a casa de su madre con la intención de agobiarla a ultrajes. La pobre mujer, acompañada de su hija, estaba por sentarse a la mesa. Cuando vio entrar a su hijo, le preguntó si Bianca vendría a cenar.
—¡Ojalá pudiera venir —dijo Landolfo— para llevarte al infierno con tu hermano y toda la familia de los Zampi!
La pobre mujer cayó de rodillas y dijo:
—¡Oh, Dios mío, perdonadle sus blasfemias!
En ese momento la puerta se abrió con estrépito y entró un espectro desencajado, cosido a puñaladas, y que conservaba aún un atroz parecido con Bianca. La madre y la hermana de Landolfo empezaron a rezar, y Dios les concedió la gracia de sobrellevar ese espectáculo sin expirar de horror.
El fantasma avanzó a pasos lentos y se sentó a la mesa. Landolfo, con un valor que sólo el demonio podía inspirarle, se atrevió a ofrecerle un plato de comida. El fantasma abrió una boca tan grande que su rostro pareció partirse en dos, y de ella sacó una lengua rojiza. En seguida extendió una mano quemada, tomó un pedazo de comida, lo tragó, e inmediatamente se oyó caer el pedazo bajo la mesa. Así comió todo lo que había en el plato, y los pedazos que tragaba fueron cayendo bajo la mesa. Cuando el plato quedó vacío, el fantasma, deteniendo sus ojos atroces en Landolfo, le dijo:
—Landolfo, cuando como aquí, aquí duermo. Vámonos a la cama.
Entonces, interrumpiendo al capellán, mi padre volvióse hacia mí.
—Alfonso, hijo mío —me dijo—, ¿te habrías asustado en el lugar de Landolfo?
—Querido padre —le respondí—, os aseguro que no habría tenido el menor susto. Mi padre pareció satisfecho de mi respuesta y estuvo muy alegre durante todo el resto de la velada.
Así pasaban nuestros días sin que nada alterase su uniformidad, excepto que, cuando llegaba el buen tiempo, en vez de agruparnos al calor de la chimenea, íbamos a sentarnos en los bancos que estaban junto a la puerta. En tan dulce calma transcurrieron seis años, y hoy me parece que fueron seis semanas.
Cumplí diecisiete años, y mi padre pensó en hacerme entrar en el regimiento de las guardias valonas. Con tal propósito escribió a aquellos de sus antiguos camaradas que mejor podían interceder por mí. Estos dignos y respetables militares utilizaron su crédito en mi favor y me obtuvieron una plaza de capitán. Cuando supo la noticia, mi padre quedó tan enajenado de placer que se temió por sus días. Pero se restableció al poco tiempo, y entonces sólo pensó en los preparativos de mi viaje. Quería que hiciera el viaje por mar de manera que pudiese entrar en España por Cádiz y allí me presentara a don Enrique de Sa, comandante de la provincia, y uno de los que más había contribuido a obtener mi plaza de capitán.
Cuando estuvo atada la silla de posta en el patio del castillo, mi padre me condujo a su aposento y, después de haber cerrado la puerta, me dijo:
—Querido Alfonso, voy a confiaros un secreto que me ha legado mi padre, y que confiaréis a vuestro hijo cuando lo creáis digno.
Como no dudaba de que se trataría de algún tesoro escondido, le respondí que nunca había considerado el oro sino como un medio de socorrer a los desventurados. Mi padre me respondió: