—Ni una cosa, ni otra, desde luego —respondí con el mayor arrebato—; no soy una mujer. Quiero viajar a caballo, o a lo menos en mula, con un buen fusil de Segovia colgado de mi silla, y de mi cintura dos pistolas y una espada. No partiré sino a condición de que me deis todas estas cosas, y está en vuestro interés dármelas porque seré yo quien os defienda.
Dije mil locuras semejantes que me parecían pruebas de gran sensatez, y que en verdad resultaban agradables en boca de un niño de once años.
Los preparativos del viaje me dieron la ocasión de desplegar una actividad extraordinaria. Iba, venía, subía al carruaje, ordenaba objetos, corría de un lado a otro, y tenía ciertamente mucho que hacer porque mi tía, que iba a establecerse en Burgos, llevaba consigo todo su moblaje. Por fin llegó el día bendito de la partida. Enviamos los bultos más grandes por la ruta de Aranda y nosotros tomamos la de Valladolid. Mi tía, que había querido al principio hacer el viaje en carroza, resolvió hacer lo mismo que yo cuando me vio decidido a ir en mula. En vez de silla, le prepararon un pequeño asiento muy cómodo, colocado sobre unos bastos y coronado por una sombrilla. Un zagal marchaba adelante, para quitarle al viaje la menor apariencia de peligro. El resto de nuestro equipaje, que tiraban doce mulas, tenía muy noble aspecto. Y yo, que me consideraba el jefe de la caravana, andaba, ya a la cabeza, ya detrás de todos, y siempre con alguna de mis armas en la mano, especialmente en las vueltas del camino y en otros lugares peligrosos.
Es de imaginar que no se me presentó ocasión alguna de ejercitar mi valor, y llegamos felizmente a Labajos, donde encontramos dos caravanas tan numerosas como la nuestra. Los animales estaban en el pesebre, y los viajeros en el otro extremo de la caballeriza, en la cocina, separada de aquélla por dos gradas de piedra. Así era por entonces en casi todas las ventas españolas. La casa estaba formada por una sola pieza muy larga, en la cual las mulas ocupaban la parte más vasta, y los hombres la más pequeña. No por eso había menos alegría. El zagal, mientras almohazaba las caballerías, lanzaba mil pullas a la ventera, que le replicaba con la vivacidad propia de su sexo y de su condición, hasta que el huésped, interponiendo su gravedad, interrumpía esos torneos de ingenio que sólo se suspendían para volver a empezar instantes después. Las mozas hacían resonar en la casa el ruido de sus castañuelas y bailaban al son de las broncas canciones del cabrero. Los viajeros entraban en relación y se convidaban recíprocamente a comer. Después se reunían en torno al brasero. Cada cual decía quién era, de dónde venía, y algunas veces contaba su historia. ¡Benditos tiempos! Hoy los albergues son mejores, pero la vida social y tumultuosa que se llevaba por entonces durante los viajes tenía encantos que no puedo describir. Todo lo que puedo deciros es que fui aquel día muy sensible a ellos y que decidí viajar durante toda mi existencia, cosa que no he dejado de cumplir.
Agregaré que una circunstancia particular me confirmó en mi resolución. Después de la cena, cuando todos los viajeros se hubieron reunido en torno al brasero y cada cual hubo contado algo sobre las comarcas que había atravesado, uno de ellos, que aún no había abierto la boca, dijo:
—Lo que os ha ocurrido durante vuestros viajes es muy interesante de escuchar y recordar. Yo quisiera contaros algo parecido, pero la aventura que me ha acaecido al viajar por Calabria es tan extraordinaria, tan sorprendente, tan pavorosa, que no me la puedo quitar de la cabeza. Me persigue, me obsesiona, envenena todas las alegrías que pudiera tener, y la melancolía que me causa por poco me hace perder la razón. Exordio semejante excitó vivamente la curiosidad del auditorio. Todos insistieron para que el viajero aliviara su corazón, haciéndonos el relato de lo que le sucedió. Él se hizo de rogar mucho tiempo y después empezó en los siguientes términos:
—Mi nombre es Giulio Romati, y mi padre, Pietro Romati, es el más ilustre hombre de leyes que hay en Palermo y aun en toda Sicilia. Como podéis imaginar, está muy apegado a una profesión que le depara una existencia honorable, pero la filosofía lo atrae todavía más, y le consagra todos los momentos que puede sustraer a sus negocios. Puedo deciros sin jactancia que he seguido sus huellas en ambas carreras, porque ya era doctor en leyes a los veintidós años y después, habiéndome aplicado a las matemáticas y a la astronomía, me destaqué en ellas lo suficiente para poder comentar las obras de Copérnico y Galileo. No os cuento estas cosas por vanidad sino porque, habiendo resuelto hablaros de una aventura muy sorprendente, no quisiera que me tomarais por un hombre crédulo y supersticioso. De tal modo estoy lejos de incurrir en semejantes defectos, que tal vez la teología sea la única ciencia que he descuidado. A todas las otras, en cambio, me he consagrado con celo infatigable: alternar su estudio ha sido el único descanso que he conocido.
Tanta aplicación a la ciencia dañó mi salud, y mi padre, buscando un género de distracción que pudiese convenirme, me propuso viajar, y hasta exigió que diese la vuelta a Europa y que sólo volviera a Sicilia al cabo de cuatro años. Sentí al principio mucha pena en depararme de mis libros, de mi gabinete, de mi observatorio. Pero mi padre lo exigía: había que obedecer. No bien me pude en camino de operó en mi organismo un cambio favorable. Recuperé mi apetito, mis fuerzas; en una palabra, la salud. Había viajado al principio en litera, pero desde el tercer día anduve en mula y me sentí cómodo en ella.
Muchas perdonad conocen el mundo entero, excepto su propia comarca. No quise que la mía pudiese reprocharme semejante extravío, y empecé mi viaje por el espectáculo de las maravillad que la naturaleza ha esparcido en nuestra isla con tanta profusión. En vez de seguir la costa de Palermo a Messina, pasé por Castro Novo, Caltanizata, y llegué, al pie del Etna, hasta una aldea cuyo nombre he olvidado. Allí me preparé a escalar la montaña, proponiéndome consagrarle un mes. En efecto, pasé todo ese tiempo principalmente ocupado en verificar algunos experimentos que últimamente de han hecho en el barómetro. Durante la noche observaba los astros, y tuve el placer de distinguir dos estrellas que no eran visibles desde el observatorio de Palermo porque de hallan por debajo de su horizonte.
Fue con verdadero pesar que abandoné aquellos lugares, donde creía por poco participar de las luces etéreas, así como de la armonía sublime de los cuerpos celestes, cuyas leyes había estudiado con tanto ahínco. Por lo demás, no cabe duda de que el aire rarificado de las altas montañas actúa sobre nuestro organismo de manera muy peculiar, acelerando nuestro pulso y el movimiento de nuestros pulmones. Por último, abandoné la montaña y descendí por el lado de Catania.
Esta ciudad está habitada por una nobleza tan ilustre y esclarecida como la de Palermo. No es que las ciencias exactas tengan muchos aficionados en Catania, como tampoco en el resto de nuestra isla, pero en ella de interesan sobre todo en las artes, en las antigüedades, en la historia antigua y moderna de todos los pueblos que han ocupado Sicilia. Las excavaciones, especialmente, y los hermosos objetos que de obtienen de ellas, eran el tema de todas las conversaciones.
Por entonces, precisamente, acababan de extraer del seno de la tierra un mármol muy hermoso, con una inscripción desconocida. Habiéndola examinado con atención, vi que estaba escrita en lengua púnica, y el hebreo, lengua que conozco bastante bien, me permitió descifrarla de una manera que satisfizo a todos. Este éxito me valió una acogida halagadora, y los conocedores más distinguidos de la ciudad quisieron retenerme, ofreciéndome remuneraciones bastante seductoras. Como había dejado yo a mi familia con otros propósitos, las rechacé y tomé el camino de Messina. Esta ciudad, famosa por su comercio, me retuvo una semana entera. Después de lo cual, pasé el estrecho y abordé Reggio.
Hasta entonces mi viaje había sido puramente de placer; pero en Reggio tropecé con un inconveniente. Un bandido, llamado Soto, desolaba Calabria, y el mar estaba infestado de piratas tripolitanos. Yo no sabía cómo hacer para llegar a Nápoles y de no retenerme un sentimiento de vergüenza, habría vuelto a Palermo.
Hacía ocho días que estaba en Reggio, librado a la incertidumbre, cuando cierta vez, después de haberme paseado largo rato por el puerto, me senté sobre las piedras, del lado de la playa en que había menos gente. Allí me abordó un hombre de gran estatura, cubierto por una capa roja. Sentóse a mi lado, sin pedirme autorización para ello, y me habló en los siguientes términos:
—¿Está el señor Romati preocupado por algún problema de álgebra o de astronomía?
—De ningún modo —respondí—. El señor Romati quisiera solamente ir de Reggio a Nápoles, y el problema que lo preocupa en este instante es el de saber cómo escapará a la banda del señor Soto.
El desconocido, entonces, me dijo con toda seriedad:
—Señor Romati, con vuestro talento honráis a vuestra comarca, y haréis más por ella, todavía, cuando los viajes que emprendáis hayan ampliado la esfera de vuestros conocimientos. Soto es hombre demasiado caballeresco para querer deteneros en tan noble empresa. Tomad estos penachos rojos; poned uno en vuestro sombrero; dad los otros a vuestros servidores y partid con la mayor tranquilidad. Yo soy ese Soto a quien tanto teméis, y para que no os quepa la menor duda os mostraré los instrumentos de mi profesión.
Al mismo tiempo, abriendo su capa, me hizo ver un cinturón del cual colgaban pistolas y puñales. Después me estrechó la mano y desapareció.
Aquí interrumpí al jefe de los gitanos para decirle que yo había oído hablar de ese Soto y que conocía a sus dos hermanos.
—Yo lo conozco también —replicó Pandesona—. Están, así como yo, al servicio del gran jeque de los Gomélez.
—¿Cómo? ¡Estáis también a su servicio! —exclamé con el mayor asombro. En ese momento vino un gitano a hablar al oído de su jefe, que se levantó al instante y me dejó reflexionando sobre lo que acababa de enterarme. «¿En qué consiste —me dije a mí mismo—, en qué consiste esta poderosa asociación que parece no tener otro objetivo que ocultar no sé qué secreto, o deslumbrar mis ojos mediante prestigios que adivino en parte, en tanto que otras circunstancias no tardan de nuevo en hundirme en la duda? Está claro que yo también formo parte de la cadena invisible. Está claro que se quiere aferrarme a ella más estrechamente todavía. »Mis reflexiones fueron interrumpidas por las dos hijas del jefe, que vinieron a proponerme un paseo. Acepté y las seguí; esta vez hablaron en buen español, sin ninguna mezcla de jerigonza (o jerga gitana). Después del paseo, cenamos y nos fuimos a acostar. Aquella noche no hubo primas.
El jefe de los gitanos me hizo traer un suculento almuerzo y me dijo:
—Señor caballero, los enemigos se aproximan, es decir los guardas de la aduana. Justo es que les cedamos el campo de batalla. Aquí encontrarán los bultos que les están destinados; los demás han sido escondidos. Almorzad tranquilo, y después partiremos. Como se veía ya a los guardas del otro lado del valle, almorcé a prisa, mientras el grueso de la banda tomaba la delantera. Erramos de montaña en montaña, hundiéndonos cada vez más en los desiertos de Sierra Morena. Por último nos detuvimos en un valle hondo donde nos esperaban ya y donde habían preparado nuestra cena. Cuando la hubimos acaba do, rogué al jefe que continuara la historia, lo que así hizo.
Me habéis dejado escuchando con atención el admirable relato de Giulio Romati. He aquí, poco más o menos, cómo prosiguió:
El bien conocido carácter de Soto me hizo asignar absoluta confianza a sus garantías. Volví muy satisfecho a mi albergue e hice buscar a varios arrieros. Se ofrecieron muchos porque los bandidos no les hacían el menor daño, ni a ellos ni a sus mulas. Escogí al hombre, entre los arrieros, que gozaba de mejor reputación. Alquilé una mula para mí, otra para mi servidor y dos para mi equipaje. El jefe de los arrieros tenía también su mula, y dos lacayos nos seguían a pie.
Partí al día siguiente a la alborada y no bien estuve en camino comprobé que algunos miembros de la banda de Soto nos seguían a distancia, alternándose de tiempo en tiempo. Comprenderéis que de esta manera nada malo podía sucederme.
Durante el viaje, muy agradable, mi salud se vigorizaba de día en día. Estaba ya cerca de Nápoles cuando tuve la idea de hacer un rodeo para pasar por Salerno. Curiosidad muy natural. Estaba interesado en la historia del renacimiento de las artes, cuya cuna en Italia había sido la escuela de Salerno. En fin, no sé qué fatalidad me arrastró a ese funesto viaje.
Abandoné el gran camino de Monte Brugio, y, conducido por mi guía, me hundí en la comarca más salvaje que imaginarse pueda. A mediodía llegamos a una morada en ruinas que el guía me aseguró ser una venta, y que dejó de parecerme tal por la acogida que me hizo el huésped. Lejos de ofrecerme algunas provisiones, me pidió como gran favor que le cediera parte de las mías. Y yo traía, en efecto, algunos fiambres, que compartí con él, con mi guía y mi lacayo, porque los arrieros habían permanecido en Monte Brugio. Abandoné ese mal albergue hacia las dos de la tarde, y poco después descubrí un castillo muy vasto situado en lo alto de la montaña. Pregunté a mi guía cómo se llamaba ese lugar y si estaba habitado. Me respondió que en la comarca lo llamaban sencillamente Il Monte, o bien Il Castello; que el castillo estaba completamente desierto y en ruinas, pero que en su interior habían construido una capilla, con algunas celdas, donde los franciscanos de Salerno mantenían habitualmente cinco o seis religiosos. Agregó candorosamente:
—Se han inventado muchas historias acerca de ese castillo pero no puedo contaros ninguna porque, no bien empiezan a hablar de él, huyo de la cocina y me a voy a casa de mi cuñada la Pepa, donde encuentro siempre a algún franciscano que me da su escapulario para que lo bese.
Pregunté al muchacho si pasaríamos cerca del castillo. Me respondió que pasaríamos por las inmediaciones de la montaña sobre la cual estaba construido. Entre tanto, el cielo se cargó de nubes; hacia el atardecer, una espantosa tormenta cayó sobre nuestras cabezas. Estábamos en la cuesta de una montaña que no ofrecía el menor resguardo. El guía dijo que conocía una caverna donde podríamos refugiarnos, pero que el camino de acceso era difícil. Me aventuré; apenas comenzamos a andar entre los peñascos, una centella cayó cerca de nosotros. Mi mula se hincó sobre las patas delanteras, y yo rodé desde la altura de varias toesas. Me aferré a un árbol, y cuando sentí que estaba salvado llamé a mis compañeros de viaje. Ninguno me respondió. Los relámpagos se sucedían con tanta rapidez que a su luz pude distinguir los objetos que me rodeaban y cambiar de lugar con alguna seguridad. Avancé, aferrándome a las ramas de los árboles, y por fin llegué a una pequeña caverna que, como no conducía a ningún camino transitado, tenía que ser por fuerza aquella a donde el guía quería llevarme.