—Pienso —dijo el ermitaño— que más que el cuerpo de Menipo, quería devorar su alma, y que esta empusa no era sino el demonio de la concupiscencia. Pero no concibo qué palabras podían dar tan gran poder a Apolonio. Porque, no siendo cristiano, no podía usar las armas terribles que la Iglesia pone en nuestras manos; además, los filósofos han podido usurpar algún poder sobre los demonios antes del nacimiento de Cristo, pero la cruz que ha hecho callar a los oráculos debe, con mayor razón, haber abolido cualquier otro poder de los idólatras. Y pienso que Apolonio, lejos de poder echar al más mínimo demonio, no habría logrado imponerse al último de los aparecidos, pues estos espíritus vuelven a la tierra con permiso divino, y siempre para pedir misas, razón por la cual no existían en tiempos del paganismo.
Uzeda era de otra opinión. Sostuvo que los paganos, tanto como los cristianos que vinieron después, estuvieron obsesionados por los aparecidos, aunque estos últimos se hicieran presentes por otros motivos. Y para probarlo, tomó un volumen de las cartas de Plinio, donde leyó lo que sigue:
Había en Atenas una casa muy grande y muy cómoda, pero desacreditada y desierta. A menudo, en el silencio más profundo de la noche, se oía en ella el ruido del hierro que choca contra el hierro, y si se prestaba más atención, un ruido de cadenas que parecía venir de lejos y después aproximarse. Muy pronto aparecía el espectro de un anciano, flaco, abatido, de luenga barba, cabellos erizados, y en los pies y en las manos largas cadenas de hierro que sacudía de modo pavoroso. Esta horrible aparición quitaba el sueño, y los insomnios ocasionaban enfermedades que terminaban de la más triste manera. Porque aunque el espectro no apareciese durante el día, la impresión que causaba era tan fuerte que se lo tenía siempre ante los ojos, y el pavor continuaba con la misma intensidad aunque el objeto que lo motivaba hubiese desaparecido. Por último, la casa fue abandonada y dejada por entero al fantasma. Pusieron en la puerta un letrero diciendo que se alquilaba o vendía, con la intención de que alguno, poco instruido de tan terrible incomodidad, pudiese engañarse.
Entonces vino a Atenas el filósofo Atenágoras. Vio el cartel y preguntó el precio. Su modicidad lo hizo desconfiar. Se informó. Le contaron la verdad, y la verdad, lejos de hacerlo desistir, lo incitó a concluir el contrato. Se alojó en la casa y esa misma tarde dio orden de que le hicieran su lecho en el departamento delantero, que allí le trajeran luz y sus tablillas, y que sus servidores se retiraran al fondo de la casa. Aplicó su espíritu, sus ojos y su mano a escribir, temiendo que su imaginación demasiado libre no fuera, al capricho de un frívolo temor, a imaginar vanos fantasmas.
Al comenzar la noche, reinaba el silencio en la casa, como en la mayoría de las casas, pero después Atenágoras escuchó ruido de hierros y cadenas. No levantó los ojos de la tablilla, no abandonó su pluma, su tranquilidad y su esfuerzo, digámoslo así, por no oír. El ruido aumentaba. Ahora había llegado a la puerta de su aposento. Por último, al aposento mismo. Atenágoras mira, y ve al fantasma tal como se lo habían descrito. El fantasma está de pie y lo llama con un dedo. Atenágoras le hace con la mano señas de esperar un poco y prosigue escribiendo como si nada fuera. El espectro empieza de nuevo con su estruendo de cadenas, que hace resonar en los oídos del filósofo.
Éste se vuelve y ve que una vez más lo llaman con el dedo. Se levanta, coge la lámpara y sigue al fantasma. El fantasma camina a paso lento, como si el peso de las cadenas lo agobiara. Después que llega al patio de la casa, se desvanece y deja allí a nuestro filósofo, que recoge hierbas y hojas y las amontona en el lugar donde el fantasma lo había dejado, para poder reconocer el sitio de su desaparición. Al día siguiente va a buscar a los magistrados y les suplica que ordenen cavar en ese lugar. Lo hacen. Descubren huesos descarnados, enlazados con cadenas. Sólo quedan huesos enlazados porque las carnes han sido consumidas por el tiempo y la humedad de la tierra. Juntan los huesos y la ciudad se encarga de darles sepultura. Y después que se le rinden al muerto los últimos tributos, éste deja de perturbar el orden de la casa. El cabalista, después de acabar su lectura, agregó:
—Aparecidos los hubo en todas las épocas, mi reverendo padre, como podemos verlo por la historia de Baltovia de Endor, y los cabalistas tuvieron siempre el poder de hacerlos aparecer. Pero confieso que han acaecido grandes cambios en el mundo demonagórico. Y los vampiros, entre otros, son una invención nueva, si me atrevo a expresarme así. Distingo dos especies: los vampiros de Hungría y de Polonia, que son cuerpos muertos que salen por la noche de sus tumbas y van a chupar la sangre de los hombres, y los vampiros de España, que son espíritus inmundos, que animan el primer cuerpo que encuentran, le hacen adquirir toda suerte de formas. Comprendiendo a dónde quería venir a parar el cabalista, me levanté de la mesa, quizá con demasiada brusquedad, y salí a la terraza. No hacía media hora que estaba allí cuando distinguí a mis dos gitanas, que parecían tomar el camino del castillo y que, a esa distancia, tenían gran semejanza con Emina y Zebedea. Entonces me propuse hacer uso de mi llave. Fui a mi aposento a buscar mi capa y mi espada, y bajé a la verja en menos de un minuto. Pero cuando la hube abierto me faltaba aún lo más engorroso, que era pasar el torrente. Para ello tenía que seguir el muro de la terraza, asiéndome de los hierros que habían colocado con ese propósito. Por último llegué a un lecho de piedras y, saltando de una en una, me encontré del otro lado del torrente y frente a frente a mis gitanas. Pero no eran de ningún modo mis primas. Tenían asimismo modales muy distintos, sin que fueran por ello los modales ordinarios y populares de las mujeres de su origen. Casi parecía que estaban representando el papel de gitanas. Desde el primer momento quisieron decirme la buenaventura. Una de ellas me abrió la mano y la otra, fingiendo ver en sus líneas todo mi porvenir, me dijo:
—Ah, caballero, ¿qué veo en vuestra mano? Dirvanos kamela («mucho amor»), pero ¿por quién? ¡Por demonios!
Se comprenderá que nunca habría adivinado que dirvanos kamela quería decir «mucho amor» en la jerga de los gitanos, pero ellas se tomaron el trabajo de explicármelo; después, asiéndome cada una por un brazo, me condujeron al campamento donde me presentaron a un anciano todavía rozagante, de buen aspecto, que me dijeron ser su padre. El anciano me dijo con aire un poco malicioso:
—¿Sabéis, señor caballero, que estáis en medio de una banda de la cual se habla bastante mal en la comarca? ¿No tenéis un poco de miedo de nosotros?
A la palabra miedo, así el puño de mi espada, pero el viejo jefe me tendió afectuosamente la mano, diciéndome:
—Disculpad, señor caballero, no he querido ofenderos, y tan lejos estoy de ello que os ruego paséis algunos días con nosotros. Si un viaje por estas montañas puede interesaros, os prometo haceros ver los más hermosos valles como los más atroces, los sitios más risueños al lado de aquellos que se consideran aterradores; y si sois aficionado a la caza, tendréis el ocio necesario para satisfacer vuestro gusto. Acepté el ofrecimiento con tanto más placer cuanto que comenzaban a fastidiarme un poco las disertaciones del cabalista y la soledad de su castillo. Entonces el viejo gitano me condujo a su tienda y me dijo:
—Señor caballero, este pabellón será vuestra morada durante todo el tiempo que queráis pasar con nosotros, y yo haré tender una cañonera junto a ella, en la cual dormiré, para poder velar mejor por vuestra seguridad.
Respondí al anciano que teniendo yo el honor de ser capitán en las guardias valonas, no debía contar con más protección que la de mi espada.
Esta respuesta lo hizo reír, y me dijo:
—Señor caballero, para los mosquetes de nuestros bandidos no hay diferencia entre un capitán de las guardias valonas y cualquier otro individuo; pero cuando estén advertidos, podréis alejaros de nuestra banda. Hasta entonces no sería prudente intentarlo.
El anciano tenía razón; y sentí vergüenza de mi bravuconada.
Pasamos la tarde rondando el campamento, conversando con las jóvenes gitanas, que me parecieron las mujeres más locas pero más dichosas del mundo. Después nos sirvieron de cenar. Pusieron los cubiertos al abrigo de un algarrobo, cerca de la tienda del jefe. Nos tendimos sobre pieles de ciervo, y nos sirvieron sobre una de búfalo, curtida como marloquí, que hacía las veces de mantel. La comida fue abundante, sobre todo en venado. Las hijas del jefe escanciaron el vino, pero yo preferí el agua de una vertiente que manaba de un peñasco a dos pasos de nosotros. El jefe mismo sostuvo agradablemente la conversación. Parecía conocer mis aventuras, y me presagió otras nuevas. Por último hubo que acostarse. Me hicieron un lecho en la tienda del jefe y pusieron un guardia en la puerta. Pero hacia medianoche desperté sobresaltado. Después sentí que levantaban a la vez los dos extremos de mi manta y que dos cuerpos se apretaban contra mí. «Dios mío —me dije—, ¿habré de despertarme entre los dos ahorcados»? Sin embargo, no me detuve en la idea. Imaginé que esos modales eran propios de la hospitalidad gitana, y que un militar de mi edad debía prestarse a ellos de buena gana. En seguida me dormí con la firme persuasión de no estar entre los dos ahorcados.
En efecto, no me desperté bajo la horca de Los Hermanos sino en mi lecho, al ruido que los gitanos hacían para levantar el campamento.
—Levantaos, señor caballero —me dijo el jefe—; tenemos un largo trecho que hacer. Pero montaréis una mula que no tiene igual en España, y ni siquiera os sentiréis andar. Me vestí a prisa y monté la mula. Tomamos la delantera con cuatro gitanos, todos ellos bien armados. El resto de la banda nos seguía de lejos, llevando a la cabeza a las dos muchachas con las que creí haber pasado la noche. A veces los zigzag que hacían los senderos en las montañas me obligaban a pasar a unos cientos de pies por encima o por debajo de ellas. Entonces me detenía a observarlas, y me parecía que eran mis primas. El viejo jefe parecía divertirse con mi confusión.
Al cabo de cuatro horas de una marcha bastante precipitada, llegamos a una meseta, en lo alto de una montaña, y allí encontramos un gran número de bultos, cuyo inventario hizo en seguida el viejo jefe. Después de lo cual me dijo:
—Señor caballero, con estas mercaderías de Inglaterra y del Brasil hay para proveer a los cuatro reinos de Andalucía, Granada, Valencia y Cataluña. El rey padece un poco por nuestro pequeño comercio, pero sus resultados le llegan por otro lado, y un poco de contrabando divierte y consuela al pueblo. Por lo demás, en España todo el mundo se mezcla a nuestro comercio. Algunos de estos bultos serán depositados en los cuarteles de los soldados, otros en las celdas de los monjes, y hasta en las bóvedas de los muertos. Los bultos marcados con rojo están destinados a ser apresados por los alguaciles, que con ello harán méritos ante la aduana y protegerán todavía más nuestros intereses. Después de hablar así, el jefe gitano hizo esconder las mercaderías en diversos agujeros de los peñascos. Luego hizo servir la comida en una gruta, desde la cual la vista se extendía mucho más allá del alcance de mis sentidos, es decir que el horizonte estaba tan alejado que parecía confundirse con el cielo. Como cada día era yo más sensible a las bellezas del paisaje, este aspecto me sumió en un verdadero éxtasis, del cual me sacaron las dos hijas del jefe que traían la comida. De cerca, como lo he dicho ya, no se parecían de ningún modo a mis primas. Sus miradas de soslayo parecían decirme que estaban contentas de mí, pero algo me advertía que no eran ellas quienes habían venido a encontrarme por la noche.
Las bellas trajeron una olla bien caliente que otros gitanos, enviados antes que nosotros, habían hecho cocer a fuego lento durante toda la mañana. El viejo jefe y yo comimos copiosamente, con la diferencia de que él interrumpía su comida para honrar con frecuencia un odre repleto de buen vino, mientras que yo me contentaba con el agua de una vertiente próxima.
Cuando hubimos satisfecho nuestro apetito, manifesté alguna curiosidad por conocerlo. El se hizo de rogar, yo insistí. Al final consintió en contarme su historia, que empezó en los siguientes términos:
—Todos los gitanos de España me conocen con el nombre de Pandesona. Así dan, en su jerga, mi nombre de familia que es Avadoro, porque yo no he nacido entre gitanos. Mi padre se llamaba don Felipe de Avadoro, y pasaba por ser el hombre más grave y metódico de su tiempo. Hasta tal punto que si os contara la historia de uno de sus días, sabríais al instante la de su vida entera, o a lo menos la de su vida durante todo el tiempo que transcurrió entre sus dos matrimonios: el primero, al cual debo ver la luz, Y el segundo que causó su muerte, por la irregularidad que introdujo en sus costumbres. Mi padre, cuando vivía aún con los suyos, se acostumbró tiernamente a una parienta lejana, con la cual se casó no bien fue jefe de familia. Ella murió al darme a luz, y mi padre, inconsolable por la pérdida, se encerró durante muchos meses en su casa, sin querer recibir ni siquiera a sus parientes. El tiempo, que suaviza todas las penas, calmó también su dolor, y por fin lo vieron abrir la puerta de su balcón que daba a la calle de Toledo. Respiró el aire fresco durante un cuarto de hora, y en seguida fue a abrir una ventana que daba a una calle transversal. Vio a algunas personas conocidas en la casa del frente y las saludó con expresión bastante alegre. Las mismas cosas lo vieron hacer durante todos los días siguientes, y de este cambio en su manera de vivir se enteró por último Fray Jerónimo Santos, teatino y tío materno de mi madre.
Este religioso fue a casa de mi padre, lo cumplimentó por haber recuperado la salud, le habló poco de los consuelos que nos ofrece la religión, pero mucho, en cambio, de la necesidad que tenía de distraerse. Llevó su indulgencia hasta aconsejarle que fuera al teatro. Mi padre, que tenía la más grande confianza en Fray Jerónimo, fue desde esa misma noche al teatro de la Cruz.
Daban una pieza nueva, que estaba sostenida por el grupo de los Pollacos, en tanto que el de los Sorices trataba de hacerla fracasar. La lucha de esas dos facciones interesó tanto a mi padre que, desde ese día, no faltó jamás voluntariamente a un espectáculo. Se afilió sobre todo al partido de los Pollacos, y no iba al teatro del Príncipe sino cuando el de la Cruz estaba cerrado.