La negra se llegó a mí, hizo una profunda reverencia y me dijo en un muy buen español:
—Señor caballero, unas damas extranjeras que pasan la noche en este albergue os ruegan compartir su cena. Tened la bondad de seguirme.
Seguí a la negra de corredor en corredor hasta una sala bien iluminada en medio de la cual había una mesa con tres cubiertos, vajilla de porcelana japonesa y jarras de cristal de roca. En el fondo de la sala pude ver un lecho magnífico. Muchas negras parecían atareadas en servir, pero se alinearon con respeto no bien entraron dos damas cuya tez de azucenas y rosas contrastaba perfectamente con el ébano de sus criadas. Las dos damas, tomadas de la mano, vestían de una manera extravagante, o que a lo menos me pareció tal, pero que es frecuente en muchos pueblos de Berbería, como después lo he comprobado durante mis viajes. Su vestido no consistía sino en una camisa y un justillo. La camisa era de tela hasta la cintura, y más abajo de una gasa de Mequínez, especie de género que sería del todo transparente si anchas cintas de seda, mezcladas a la trama del tejido, no lo hicieran apto para velar en, cantos que ganan en adivinarse. El justillo, ricamente bordado de perlas y guarnecido de broches de diamantes, les cubría escasamente los senos; no tenía mangas; las de la camisa, también de gasa, estaban recogidas y anudadas detrás del cuello. Brazaletes adornaban sus brazos desnudos, tanto en las muñecas como encima de los codos. Aunque las damas fueran diablesas, sus pies no estaban hendidos ni provistos de garras; desnudos, en pequeñas babuchas bordadas, llevaban en el tobillo una ajorca de gruesos brillantes.
Las desconocidas avanzaron hacia mí con semblante despejado y afable. Eran dos bellezas perfectas; una de ellas, alta, esbelta, deslumbrante; la otra, enternecedora y tímida; una, majestuosa, con un busto de nobles proporciones y una cara de facciones admirables; la otra, menuda, con los labios un poco prominentes y los ojos entrecerrados por los cuales asomaba el brillo de sus pupilas ocultas bajo larguísimas pestañas. La mayor me dirigió la palabra en castellano y me dijo:
—Señor caballero, os agradecemos la bondad que habéis tenido de aceptar esta modesta colación. Creo que debéis necesitarla.
Dijo esta última frase con expresión tan maliciosa que la sospeché muy capaz de haber hecho robar la mula cargada con nuestras provisiones, pero tan bien las reemplazaba que no pude guardarle rencor.
Nos sentamos a la mesa, y la misma dama, alcanzándome una fuente de porcelana del Japón, me dijo:
—Señor caballero, encontraréis aquí una olla podrida donde se mezclan toda clase de carnes, exceptuando una sola, porque somos fieles, quiero decir musulmanas.
—Bella desconocida —le respondí—, me parece que bien lo habéis dicho. Sois fieles, sin duda, y vuestra religión es el amor. Pero dignaos satisfacer mi curiosidad antes que mi apetito: decidme quiénes sois.
—No dejéis de comer por ello, señor caballero —replicó la bella morisca—. No guardaremos con vos el incógnito. Me llamo Emina, y ésta es mi hermana Zebedea. Aunque establecidas en Túnez, nuestra familia es oriunda de Granada, y algunos de nuestros parientes viven en España, donde profesan en secreto la ley de sus padres. Hace ocho días abandonamos Túnez; desembarcamos cerca de Málaga en una playa desierta; después hemos pasado por las montañas, entre Soja y Antequera; después hemos venido a este lugar solitario para cambiarnos de ropa y tomar todas las medidas necesarias para vivir seguras. Podéis ver, señor caballero, que nuestro viaje es un secreto importante que confiamos a vuestra lealtad.
Aseguré a las bellas que no debían temer de mi parte ninguna indiscreción y me puse a comer con un poco de voracidad, sin duda, pero también con esa graciosa cortedad que un joven demuestra necesariamente cuando es el único de su sexo en una sociedad de mujeres.
Se apaciguó mi hambre y comencé lo que en España llaman los dulces; Emina lo advirtió, y entonces ordenó a las negras que me mostraran cómo se baila en sus comarcas. Ninguna orden pudo serles más agradable, y obedecieron con una vivacidad que rayaba en la licencia. Hasta creo que hubiese sido difícil que terminaran de bailar, pero yo les pregunté a sus hermosas señoras si ellas también solían hacerlo. Por toda respuesta se pusieron de pie y pidieron castañuelas. ¿Cómo dar una idea de su danza? Hacía pensar en el bolero de Murcia y en el fandango de los Algarbes, y quienes han estado en aquellas provincias podrán imaginarla, pero nunca podrán imaginar el encanto que añadían a sus pasos las gracias naturales de las dos africanas, realzadas por sus diáfanas vestiduras. Durante algún tiempo las contemplé guardando una especie de sangre fría, pero sus movimientos acelerados por una cadencia más viva, el ruido perturbador de la música morisca, mi vitalidad exaltada por la súbita comida, en mí, fuera de mí, todo se concertaba para hacerme perder la razón. No sabía ya si estaba con dos mujeres o con dos súcubos insidiosos. No me atrevía a ver, no quería mirar. Me cubrí los ojos con la mano y me sentí desfallecer.
Las dos hermanas se me acercaron y cada una me tomó una mano. Emina me preguntó si me sentía mal. La tranquilicé. Zebedea me preguntó por un relicario que llevaba yo colgado del pecho. ¿Guardaba en él el retrato de mi amada?
—Es —le respondí— una alhaja que me dio mi madre y que le prometí llevar siempre conmigo; contiene un trozo de la verdadera cruz.
Zebedea retrocedió, palideciendo.
—Os turbáis —le dije—; sin embargo, la cruz sólo puede espantar al espíritu de las tinieblas.
Emina respondió por su hermana.
—Señor caballero —me dijo—, sabéis que somos musulmanas, y no debería sorprenderos la tristeza que mi hermana os ha demostrado. Yo la comparto. Lamentamos encontrar un cristiano en vos, que sois nuestro pariente más próximo. Mis palabras os asombran, pero ¿no era vuestra madre una Gomélez? Somos de la misma familia, que no es más que una rama de la de los Abencerrajes; pero sentémonos en este sofá y os diré otras cosas aún.
Las negras se retiraron. Emina me ofreció un extremo del sofá y se puso a mi lado, sentándose sobre las piernas cruzadas. Zebedea, sentándose del otro lado, se apoyó sobre mi almohadón, y los tres estábamos tan cerca que nuestros alientos se mezclaban. Emina pareció reflexionar; después, mirándome con el más vivo interés, me tomó la mano y me dijo:
—Querido Alfonso, es inútil ocultarlo: no fue el azar quien nos trajo aquí. Os esperábamos; si el temor os hubiera hecho tomar otro camino, habríais perdido para siempre nuestra estima.
—Me halagáis, Emina —le respondí—, y no sé en qué podría interesaros mi valor.
—Nos interesáis mucho —replicó la bella mora—, pero quizá os halagaría menos saber que por poco sois el primer hombre que hemos visto. Lo que digo os asombra, y parecéis ponerlo en duda. Os había prometido contaros la historia de nuestros antepasados, pero quizá sea mejor que comience por la nuestra.
—Somos hijas de Gasir Gomélez, tío materno del rey de Túnez que se halla actualmente en el poder. No hemos tenido hermanos, ni hemos conocido a nuestro padre, de modo que, encerradas entre las paredes del serrallo, ignorábamos por completo al otro sexo. Sin embargo, como ambas nacimos con una extrema propensión a la ternura, nos amamos una a la otra con gran pasión. Llorábamos desde que querían separarnos, aunque fuese por pocos instantes. Si reprendían a una, la otra se deshacía en lágrimas. Pasábamos los días jugando a la misma mesa, y dormíamos en la misma cama. Un sentimiento tan vivo parecía crecer con nosotras, y adquirió nuevas fuerzas por una circunstancia que paso a contar. Yo tenía entonces dieciséis años, y mi hermana catorce. Desde hacía mucho habíamos observado algunos libros que mi madre nos escondía cuidadosamente. Al principio no les prestamos atención, harto aburridas de los libros en que nos enseñaban a leer. Pero la curiosidad nos vino con la edad. Aprovechamos el instante en que el armario prohibido estaba abierto, y sacamos a toda prisa un librito que resultó ser Los amores de Medgenún y de Leila, traducido del persa por Ben-Omrí. Esta obra divina, que pinta ardorosamente todas las delicias del amor, inflamó nuestros sentidos. No podíamos comprenderla bien, porque no habíamos visto a personas de vuestro sexo, pero repetíamos sus expresiones. Hablábamos el lenguaje de los amantes; por último, quisimos amarnos a su manera. Yo adopté el papel de Medgenún, mi hermana el de Leila. Ante todo, le declaré mi pasión mediante el arreglo de algunas flores, suerte de clave misteriosa muy en uso en toda Asia. Después hice hablar a mis miradas, me prosterné ante ella, besé la huella de sus pasos, conjuré a los céfiros para que le llevaran mis tiernas quejas, y con el fuego de mis suspiros creí encender su aliento. Zebedea, fiel a las lecciones de su autor, me concedió una cita. Me arrodillé, besé sus manos, bañé sus pies con mis lágrimas; mi amada me opuso al principio una suave resistencia, después me permitió que le robara algunos favores; al final, terminó por abandonarse a mi ardiente impaciencia. Nuestras almas, en verdad, parecían confundirse en una sola, y todavía ignoro lo que podría hacernos más dichosas de lo que lo éramos entonces.
No sé por cuánto tiempo nos divertimos en representar esas apasionadas escenas, pero al fin las reemplazamos por sentimientos más apacibles. Nos aficionamos al estudio de la ciencia, sobre todo al conocimiento de las plantas, que estudiamos en los escritos del célebre Averroes.
Mi madre, según la cual nada era bastante para armarse contra el tedio de los serrallos, miró nuestras ocupaciones con placer. Hizo venir de la Meca a una santa llamada Hazereta, o la santa por antonomasia. Hazereta nos enseñó la ley del profeta; nos daba sus lecciones en ese lenguaje tan puro y armonioso que se habla en la tribu de los Koreisch. No nos cansábamos de escucharla, y sabíamos de memoria casi todo el Corán. Después mi madre nos instruyó ella misma en la historia de nuestra casa y puso en nuestras manos un gran número de memorias, algunas en árabe, otras en español. ¡Ah, querido Alfonso, hasta qué punto vuestra ley nos pareció odiosa! ¡Hasta qué punto odiamos a vuestros tenaces sacerdotes! Por el contrario, ¡cuánto interés prestamos a tantos ilustres infortunados, cuya sangre corría por nuestras venas!
Ya nos inflamábamos por Said Gomélez, que padeció martirio en las prisiones de la Inquisición, ya por su sobrino Leis, que llevó durante mucho tiempo en las montañas una vida salvaje y poco diferente de la que llevan los animales feroces. Caracteres semejantes nos hicieron amar a los hombres; hubiésemos querido verlos, y a menudo subíamos a nuestra terraza para divisar a las gentes que se embarcaban en el lago de la goleta, o a aquellos que iban a los baños de Hamán. Si bien no habíamos olvidado del todo las lecciones del amoroso Medgenún, al menos ya no las repetíamos juntas. Hasta llegó a parecerme que mi ternura por mi hermana no tenía el carácter de una pasión, pero un nuevo incidente me probó lo contrario.
Un día mi madre condujo a casa a una princesa de Tafilete, mujer de cierta edad; la recibimos con gran cortesía. Cuando se fue, mi madre me dijo que había pedido mi mano para su hijo, y que mi hermana casaría con un Gomélez. Esta noticia cayó sobre nosotras como el rayo; al principio nos turbó hasta hacernos perder el uso de la palabra. Después, la desdicha de vivir la una sin la otra adquirió tal fuerza a nuestros ojos que nos abandonamos a la más atroz desesperación. Nos mesamos los cabellos, llenamos el serrallo con nuestros gritos. En fin, las demostraciones de nuestro dolor llegaron a la extravagancia. Mi madre, asustada, prometió no contrariar nuestras inclinaciones; nos aseguró que nos permitiría quedar solteras, o casarnos con el mismo hombre. Sus promesas nos calmaron un poco.
Algún tiempo después vino a decirnos que había hablado al jefe de nuestra familia, y que éste había permitido que tuviésemos el mismo marido, a condición de que fuese de la sangre de los Gomélez.
Al principio no respondimos, pero la idea de compartir un marido nos placía cada vez más. Nunca habíamos visto a un hombre, ni joven ni viejo, sino de lejos, pero así como las mujeres jóvenes nos parecían más agradables que las viejas, queríamos que nuestro esposo fuera joven. Esperábamos también que nos explicara algunos pasajes del libro de Ben-Omrí, cuyo sentido no habíamos comprendido bien.
Al llegar aquí, Zebedea interrumpió a su hermana y, estrechándome en sus brazos, me dijo:
—Querido Alfonso, ¡lástima que no seáis musulmán! Cuál no sería mi felicidad si al veros en los brazos de Emina pudiera aumentar vuestras delicias, unirme a vuestros transportes, pues en fin, querido Alfonso, en nuestra casa, como en la del profeta, el hijo de una hija tiene los mismos derechos que la rama masculina. Quizá sólo dependiera de vos ser el jefe de nuestra casa, que está próxima a extinguirse. Para ello sólo os bastará abrir vuestros ojos a las santas verdades de nuestra ley. A tal punto sus palabras me parecieron una insinuación de Satán, que me figuré ver cuernos asomando en la bonita frente de Zebedea. Balbuceé algunas frases sobre la religión. Las dos hermanas retrocedieron un poco. Emina, tomando un continente más severo, continuó en estos términos:
—Señor Alfonso, os he hablado demasiado de mi hermana y de mí. Tal no era mi intención. Me he sentado a vuestro lado para contaros la historia de los Gomélez, de quienes descendéis por las mujeres. He aquí lo que tenía que deciros.
—El primer autor de nuestra raza fue Masú ben Taher, hermano de Yusuf ben-Taher, que entró en España a la cabeza de los árabes y dio su nombre a la montaña de GebalTaher, que vosotros pronunciáis Gibraltar. Masú, que mucho había contribuido al éxito de los árabes, obtuvo del califa de Bagdad el gobierno de Granada, donde permaneció hasta la muerte de su hermano. Habríase quedado más tiempo aún, porque era igualmente querido por los musulmanes y por los mozárabes, como llamáis vosotros a los cristianos que han permanecido bajo la dominación de los árabes, pero sus enemigos de Bag dad lo malquistaron con el califa. Cuando supo que se había resuelto su pérdida, tomó el partido de alejarse. Reunió pues a los suyos y se retiró a Las Alpujarras, que son, como sabéis, una continuación de las montañas de Sierra Morena, y esta cadena separa al reino de Granada del de Valencia.
Los visigodos, a los cuales conquistamos España, no habían penetrado en Las Alpujarras. Casi todos sus valles estaban desiertos. En sólo tres de ellos habitaban los descendientes de un antiguo pueblo español. Se los llamaba los turdules: no reconocían ni a Mahoma, ni a vuestro profeta nazareno; sus opiniones religiosas y sus leyes estaban contenidas en canciones que se enseñaban de padres a hijos; tuvieron leyes que se habían perdido.