Authors: Chufo Lloréns
—Lo mismo dijisteis tras la muerte de Laia y ahora sabéis que después de las tinieblas salió el sol.
—Con más razón: como se me ha ido el sol, me abruma la oscuridad. Creedme que de no ser por Marta, a la que debo cuidar y consolar porque también ha perdido a su madre, hace tiempo que tal vez ya no estuviera entre los vivos… Son muchas las noches en que el recuerdo de Laia acude a mi mente y turba mis sueños. Miedo me da asomarme entre los merlones del torreón de mi gabinete… —La voz de Martí había ido convirtiéndose en un susurro.
—¡No digáis necedades! —le espetó el sacerdote en tono de mando—. La pobre Laia desvariaba, y el monstruo de Montcusí la llevó a un estado en el que perdió la razón por completo. Éste no es vuestro caso, no ofendáis a Dios. El pecado de la desesperación le desagrada más que ningún otro y puede castigaros por ello.
—¿Todavía más? —repuso Martí con sarcasmo—. Ya me ha arrebatado a las dos mujeres que he amado y además me ha privado de mi heredero.
—Quizá porque eran excepcionales y las amó más que vos, al punto que las llamó pronto a su lado.
Martí negó con la cabeza, como si desdeñara ese consuelo teológico.
—No alcanzo a tanto, Eudald… He plantado cara a cualquier hombre y en cualquier circunstancia, vos sois testigo, pero si he de competir con el mismísimo Dios, estoy en desventaja.
—No quiero continuar por este camino que roza lo sacrílego.
—Pues dejémoslo así y decidme cuál es el motivo de vuestra visita, amén de querer que regrese al mundo de los vivos.
El sacerdote se contuvo y tras un largo suspiro habló.
—Debo recordaros el mensaje que os remitió la condesa Almodis cuando os envió sus condolencias. Ahora ella misma me ha pedido que os recuerde que el condado necesita de hombres como vos. Proseguid con los negocios, partid de viaje, engrandeced vuestra flota. El trabajo y vuestra hija serán los únicos bálsamos que os proporcionarán la esperanza que necesitáis para seguir viviendo.
—Veréis, Eudald, el caso es que en mis circunstancias me aterra partir de viaje.
—Si no os explicáis mejor…
—Me espanta dejar a mi hija sola en la casa. A mi regreso parece que siempre me aguarda la tragedia y tendré el alma en vilo cada vez que me llegue una misiva desde Barcelona. Primero fue el suicidio de Laia, acontecido el mismo día de mi regreso a la ciudad; luego llegué junto a mi madre cuando ésta agonizaba. Ruth también se me fue en un sin sentir y vos fuisteis testigo de todo ello: me estremece el solo pensamiento de que, en mi ausencia, le ocurra algo a Marta, que es todo lo que me queda.
—¿Qué queréis que le ocurra?
—Tal vez el Señor se enamore de ella como habéis supuesto.
El religioso arrugó el entrecejo.
—Si pretendéis enojarme, seguid por esa vía. No es de buen cristiano rendirse ante el dolor.
—Perdonad, Eudald, tengo tal amargura dentro de mí que no sé a quién achacar mi duelo.
—Pues no carguéis vuestros temores sobre Dios. Ese Dios al que achacáis todas vuestras desgracias es el mismo que os ha hecho inmensamente rico, que os ha salvado la vida en varias circunstancias y que os ha dado a esta encantadora criatura. Así que dejemos las cosas en su justo lugar.
Las palabras del sacerdote, aquel hombre de pasado guerrero y valeroso, permanecieron en la mente de Martí hasta mucho después de que su buen amigo hubiera partido.
Pláticas de corte
La noche caía sobre Barcelona y las sombras iban ganando la partida al día. Por el talante y la forma de caminar se podía distinguir al honrado ciudadano que regresaba presto a su casa tras una dura jornada de trabajo del truhán que, a solas y aprovechando los rincones más oscuros, intentaba ganarse la vida esquilmando faltriqueras, o bien, en cuadrilla, asaltaba a cualquier buen vecino que aún anduviera por la calle a esas horas. Las luces de las ventanas delataban los fuegos que había en cada casa y por su número se podía colegir la calidad de cada domicilio.
Aun cuando las luces del palacio condal se iban apagando, había una que quedaba casi siempre prendida. En el salón privado de la condesa se conversaba hasta altas horas, y los interlocutores eran casi siempre los mismos. Almodis reunía a sus fieles y acostumbraba entonces a confiarles sus cuitas. Lionor y Delfín eran los únicos que conocían todos sus secretos.
—Queridos míos, quiero confiaros algo que me inquieta y que desde hace tiempo turba mi descanso.
—¿Qué es ello, señora? —indagó Lionor—. De puertas afuera dais la imagen de ser la persona más tranquila y segura de este mundo.
—No es oro todo lo que reluce, pero desde mi más tierna infancia me enseñaron a ocultar mis sentimientos y debo deciros que de no haberme acompañado ambos desde Tolosa, nadie, absolutamente nadie —recalcó la condesa—, conocería los secretos de mi alma.
—¿Ni vuestro confesor? —Esta vez el que preguntaba era Delfín, que a veces se mostraba celoso del ascendiente que había adquirido el padre Llobet sobre «su» condesa.
—A Eudald le cuento mis pecados y no todos, pero mis inquietudes de condesa de Barcelona me las guardo para mí. Mi confianza en el clero es limitada.
Delfín aprovechó para lanzar una pulla.
—Bien hacéis, casi ninguno es de fiar.
Lionor rompió una lanza en favor del confesor de la condesa.
—Su reverencia Eudald Llobet es el sacerdote más íntegro y cabal que he conocido. Si todos fueran como él, mejor anduviera la Iglesia.
—No os lo niego y debo reconoceros que cuanto más sencillo es el porte de un eclesiástico, mejores acostumbran a ser sus actos. Desconfío por principio de la pompa y de la faramalla del que, debiendo ser humilde, se muestra soberbio y mundano. Tengo más respeto por un simple sacerdote que por un obispo —apostilló Delfín.
—Tú no tienes respeto a nada ni a nadie —intervino Almodis—, pero dejaos ambos de vanas disquisiciones y atendedme. Quiero descargar mis dudas en vosotros antes de acostarme, a ver si consigo que el sueño me visite esta noche.
—Suponiendo que vuestro señor no os visite antes para otros menesteres más perentorios y agradables —apuntó el bufón con una pícara sonrisa.
—Si no te callas, enano impertinente, no seré yo la que vaya a tener mala noche.
—No le hagáis caso, señora —medió Lionor—, es su natural: tiene la cáscara amarga, pero su fondo es bueno.
—Sé bien cómo es, hace demasiado tiempo que lo sufro. Pero dejemos eso, atendedme puesto que lo que os voy a contar no es cosa baladí. Me preocupa mucho y pienso que es una decisión que tal vez en el mañana pueda influir en el buen gobierno de Barcelona.
Ambos servidores se aproximaron cual conspiradores, como si alguien pudiera oír las palabras de la condesa. Ésta comenzó a relatar sus cuitas.
—Mis principios como condesa de Barcelona, como bien sabéis, fueron procelosos y bastante inusuales, pero al fin, tras mi matrimonio, se han ido aclarando las cosas, por lo menos al respecto de la aceptación por parte de las poderosas familias del condado; el tema de la Iglesia me fue más difícil pero finalmente conseguí llevar mi barca a buen puerto, aunque sigo desconfiando de ella. El cielo me ha otorgado la fortuna de dar al conde dos hijos y dos hijas, y sería ello motivo de absoluta alegría si no fuese por su primogénito, Pedro Ramón, habido con la difunta Elisabet, que muestra contra mis gemelos una indisimulada malquerencia y una permanente animosidad… Hasta el punto de que llego a temer por la vida de ellos, si algo me ocurriera.
Lionor, que adoraba a los hijos de la condesa, saltó como una loba furiosa.
—En primer lugar nada os ha de ocurrir y en segundo, nada habrán de temer los niños estando Delfín y yo en el mundo. ¿No opinas igual, Delfín?
El enano calló un instante, luego con voz inusitadamente seria habló de nuevo.
—La condesa ya conoce mi opinión. El peligro para los niños no ha de venir por ahí.
El enano cruzó una mirada breve pero intensa con Almodis y al instante supo que ella había captado el mensaje. Desde el nacimiento de los gemelos, usando sus dotes de augur, había profetizado algo terrible y él sabía que la condesa lo recordaba. Justo en el momento del parto, antes incluso de que supiera que llevaba gemelos en sus entrañas, Delfín había dicho, con la voz tomada por el temor: «Vuestro hijo nacerá y a la vez lo hará con él su Némesis, que encarnará su fatal destino».
Almodis le observó con semblante sombrío.
—Ya conozco tus vaticinios que no me preocupan por el momento; lo que me ocupa, y para lo que os he reunido, es otra cosa, y para ella pido vuestro consejo. —La condesa hizo una pausa para ordenar sus pensamientos y prosiguió—: Sé que nuestras leyes y usos otorgan al primogénito la sucesión del trono condal. Sin embargo, creo que es justo que me ocupe de la herencia de mis vástagos pues, como hijos del conde de Barcelona, algún derecho habrán adquirido. Amén de que creo que cualquier beneficio conseguido por mi mediación les otorga ciertos privilegios; sin embargo, en mi cabeza bulle algo que únicamente puedo confiar a mis leales, pues de llegar a oídos de cualquier persona podría ser malinterpretado e incluso tildado de egoísta.
—Señora, no os comprendo, y creo que Delfín tampoco.
—Un poco de paciencia, que ya voy llegando y es al final cuando demandaré vuestro consejo. Prosigo: no sé todavía qué luces adornarán a mis gemelos, que ahora tienen casi diez años, pero lo que conozco con absoluta certeza es la parte oscura del carácter de Pedro Ramón. Ignoro la forma y no sé si la hay, pero decidme, ¿creéis por un casual que semejante personaje está capacitado para gobernar el condado de Barcelona y tal vez los de Gerona y Osona sin llevarlos al desastre? ¿Acaso no sería una acción meritoria apartarlo de la herencia de su padre por mejor cautelar el porvenir de miles de súbditos abocados a la miseria, caso de que llegara a gobernar?
Lionor y Delfín intercambiaron una mirada. Luego el enano habló:
—Señora, ignoro cuáles son los medios para llevar a cabo vuestra idea, pero de ser posible, la historia dará la espalda al cómo y juzgará los resultados. Si podéis apartar del gobierno a semejante víbora, aunque quebréis la línea sucesoria, las generaciones futuras os bendecirán.
—Sobre todo si fuera Ramón el que subiera al trono —afirmó Lionor—. Debo admitir que a Berenguer no le adornan tantas virtudes. Aunque son todavía pequeños, creed que soy la persona que tal vez mejor los conoce. No olvidéis que, debido a vuestras muchas ocupaciones, han quedado a mi cargo muy a menudo.
—Bien, os ruego guardéis en riguroso secreto lo que os he confiado —dijo Almodis, súbitamente nerviosa—. En palacio las paredes oyen y el viento trae y lleva noticias. No sería conveniente que mis cuitas llegaran a oídos inoportunos y que materia tan delicada se manejara a la ligera cual comadreo de mercado.
Lionor, mirando a uno y otro lado como si temiera que tras algún cortinaje se ocultara alguien, añadió:
—Ama, andamos los tres remando en la misma galera. Si vos os despeñáis, todos vamos al abismo. Por la cuenta que me trae, contad con la discreción de esta vuestra servidora. En cuanto a éste —señaló a Delfín—, mejor sería que cortarais su lengua viperina que tan dada es al parloteo insulso y que goza de buscar auditorio para sus pláticas entre los criados de las cocinas, los palafreneros y mozos de las cuadras.
El enano saltó como un áspid:
—Señora, creo que el climaterio os afecta en demasía. No es mi culpa que hayáis llegado a él sin todavía catar varón.
Y, dando la espalda a ambas damas, salió del saloncillo sin despedirse.
Ramón Berenguer I
Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, estaba en el apogeo de su poder. Por la inteligente acción de su abuela Ermesenda, que tuteló con mano de hierro su niñez y su adolescencia, había restablecido su
auctoritas
aunque no su
potestas
sobre el resto de los condados orientales de la antigua marca carolingia y con ello se daba por muy satisfecho. El terrible poder sarraceno, temido desde los tiempos de Almanzor, había sido quebrantado y ahora eran los reinos de Tortosa y de Lérida los que pagaban parias a sus arcas. Sus condados de Barcelona, Gerona y Osona gozaban de preeminencia en todo el territorio y sus súbditos le adoraban, aunque, justo era reconocerlo, con menor intensidad que a su esposa, Almodis de la Marca. Su mente retrocedió en el tiempo y rememoró su viaje a Tolosa. Lo que comenzó con aquella entrega apasionada que le hizo conocer las cimas del placer y que le llevó a fingir su rapto para traerla a Barcelona, desoyendo los consejos de su abuela, había derivado en un amor profundo, cuyo fruto eran dos hembras y dos varones y que además, de un modo impensado, le había proporcionado una fiel y ambiciosa compañera para sus afanes, una mujer que atendía a sus obligaciones y una aliada en los asuntos del gobierno de capacidades tan interesantes como sorprendentes.
Sin embargo, una nube negra y espesa aparecía en su horizonte. Lo que en principio creyó como una lógica reacción de su primogénito Pedro Ramón, hijo de la difunta condesa Elisabet, en contra de su nueva esposa, se había convertido con el paso del tiempo en un enfrentamiento total con su madrastra que hacía irreconciliables sus intereses. Y lo que comenzaron siendo escaramuzas sin importancia se habían tornado, con los años, en situaciones tensas y desagradables que minaban su propia autoridad.
El conde había hablado de ello con su esposa en infinidad de ocasiones, en la intimidad de la alcoba condal; siempre le aconsejó que tuviera paciencia, pues el príncipe era joven e impetuoso y el tiempo habría de moderar sus ardores. Sin embargo, lo que le encrespaba era que su esposa se mostraba intransigente y entraba en la liza argumentando ofensas y faltas de respeto que ella magnificaba, negándose en redondo a ser clemente y comprensiva con el primogénito. Las cosas habían llegado a tal punto que en palacio se habían definido claramente dos facciones enfrentadas.
Él era el fiel de la balanza, daba razón a una y a otro alternativamente, según su leal y justo entender: una actitud que, sin embargo, le procuraba no pocos disgustos. Muchas noches empezaban con una ruidosa discusión conyugal que propiciaba el abandono del tálamo por parte de Almodis, que optaba, enojada, por irse a dormir al gabinete de al lado; un estado de cosas que se prolongaba hasta el día siguiente o incluso durante una semana entera, aunque de por medio se celebrara un banquete importante o un acto público.