Mar de fuego (8 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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El recién llegado paró su atención en el huésped e indagó:

—¿Me buscáis a mí por un casual?

—Vengo de los caminos y he hecho un largo viaje. Vuestro establecimiento es conocido allende Barcelona y en él me he citado con un tal Simó «lo Renegat», al que solamente conozco por referencias, aunque sé dónde vive. Me han dicho que Perot, que es quien conoce la vida y milagros de todos los moradores de la ciudad, es la persona que mejor me puede informar acerca de sus actividades.

—Toda Barcelona conoce a Simó: su cargo hace que sea muy popular.

El viajero rebuscó en el fondo de su saco y extrajo una moneda de cierto valor, colocándola al alcance de ambos hombres sobre la rudimentaria mesa.

—Servidme, si sois tan amable, un vaso de buen vino.

El recién llegado mostró una mirada avariciosa y alargando la mano tomó la moneda.

—Joan, sirve a este cliente, aunque a hora tan temprana no tendremos cambio.

—Quedaos la vuelta a cuenta de las molestias.

El otro prestó atención a ese extraño personaje que tan munífico y dadivoso se mostraba.

—Sentaos donde queráis.

Diciendo esto, ordenó al tal Joan que limpiara una de las mesas, cosa que el otro se dispuso a hacer con el sucio trapo que colgaba de su delantal.

—Al punto os servirán uno de los mejores vinos de Barcelona. Procede de las viñas de Magòria, cuyo propietario, Martí Barbany, cuida con esmero y diligencia, y os pondré al tanto de cuantas cosas deseéis conocer de esta ciudad y de cualquiera de sus moradores ya que, efectivamente y dado mi trabajo, conozco a muchos de ellos.

Al oír el nombre del amo de la viña, y sin que el mesonero se diera cuenta, en la frente del tuerto amaneció una pequeña arruga.

—La cuestión es simple. Estoy citado con el tal Simó aquí, en vuestro establecimiento, e ignoro cuál es su aspecto, pero allí de donde vengo me dijeron que aquí me darían razón de cualquier persona, de sus trabajos y de quiénes son sus amigos.

El hombre, incentivado por la generosa propina, se dispuso a hablar.

—Os informaron bien, y si es de vuestro interés os diré que el tal Simó, que vive muy bien por cierto, tiene un puesto envidiado por muchos y no únicamente porque le aporta buenos dividendos sino porque, cosa más importante, le relaciona con los más altos señores.

—Me dijeron que sigue en el cargo de subastador de esclavos en el mercado de la Boquería, allende la muralla.

El tal Perot se dispuso a ganarse la voluntad del que se presentaba con tan buenas credenciales.

—Ése es el puesto al que me refiero. Lo conozco bien: viene por aquí de vez en cuando, y sí, continúa siendo el principal subastador de esclavos, lo cual es, por cierto, la clave de su regalada existencia.

—¿Qué queréis decir?

—Os voy a hacer una revelación que sin duda os parecerá chocante. Puede hacerse con la propiedad de cualquier esclavo e inclusive con un lote completo antes de que salga a subasta. Por eso os he dicho que ha sabido valerse de su condición y ha sabido ganarse amigos influyentes.

Ante aquella noticia, el tuerto agudizó la atención.

—¿Cómo sabéis eso?

—No olvidéis que viene por aquí lo más granado de la ciudad, o incluso gente que tiene el paso franco en palacio, y uno sin pretenderlo oye cosas.

—¿Y qué otras cosas oís?

—Se murmura, aunque todo son conjeturas, que goza de la protección de un alto personaje de la corte.

El viajero se mantuvo pensativo durante unos instantes y luego respondió:

—No sabéis cómo agradezco esta última información. Quedo en deuda con vos y no dudéis de que sabré corresponder como es de justicia a vuestra ayuda.

—Para eso estamos. Si os place esta mesa situada bajo la ventana, al instante os servirán el vino prometido. —Y, alzando la voz, ordenó—: ¡Joan, un vaso del vino de la barrica del fondo para nuestro huésped! Y paga la casa. Si no deseáis nada más, yo me retiro, mis obligaciones me reclaman otros asuntos; de cualquier manera, si necesitarais alguna otra información no tenéis más que buscarme.

—Id a lo vuestro y sabed que os quedo muy agradecido. Tendréis noticias mías.

El tal Perot salió del figón y el forastero se instaló en el lugar indicado, donde ocupó uno de los escabeles, dejando a un lado su escarcela. Regresó el sirviente con una jarra de barro, de la que escanció en una taza de loza un excelente vino rojo que alegraba el gaznate. El forastero se dispuso a hacer tiempo dando ligeros sorbos a la bebida, en tanto que los dedos de su mano siniestra tamborileaban en la rústica superficie de la mesa.

Al cabo de un tiempo, cuando las campanas de la iglesia de los Sants Just i Pastor tocaban a nonas, la puerta se abrió y en su quicio apareció la figura de un sujeto gordo y de atildada vestimenta. Tras él, el viajero pudo divisar una silla de manos portada por ocho fuertes sarracenos que descansaban del esfuerzo de soportar el peso del orondo individuo. El personaje, tras una breve mirada de soslayo hacia el ocupante de la única mesa, se dirigió al hombre del mostrador, y acercando sus labios a la oreja del mesonero cuchicheó unas breves palabras.

El hombre, que tenía las manos ocupadas, indicó con el gesto de su barbilla al visitante, que se acercó a la mesa y con un afectado ademán, inquirió:

—¿Tal vez os conozco, mi señor?

El otro, sin levantarse, respondió con una afirmación.

—De momento por mis obras, y eso es lo que importa.

—¿Sois vos entonces quien me ha citado en tan sorprendentes circunstancias?

—¡Y a fe mía, convincentes! —repuso el viajero—. En caso contrario sospecho que no hubierais acudido a la cita.

—Cuando un desconocido tiene la gentileza de enviar un recado mediante un pergamino demandando meramente una entrevista, y con él un saquito con un puñado de buenos dineros, la prudencia aconseja conocer a tan dadivoso individuo, que de seguro habrá de ser persona de calidad.

—Pues ése es a quien tenéis ante vos.

—En cualquier caso, no acostumbro a beber con desconocidos… —dijo el recién llegado, a quien la prudencia podía tanto como la codicia.

—Lo cierto es que mi nombre nada os dirá. Me llamo Bernabé Mainar y acabo de llegar a Barcelona. Si queréis que la bolsa que os he enviado siga engordando, mejor será que reconsideréis vuestra actitud y os mostréis menos desconfiado con quien ha dado pruebas de ser generoso…

El orondo sujeto vaciló durante un instante. Apartó el escabel, recogió el vuelo de su ropón, descubrió su casi calva cabeza y tomó asiento en la mesa aguardando receloso a que el otro se explicara.

—Bien, atenderé vuestra sugerencia pero mi tiempo apremia. Mejor será que me expliquéis en qué puede consistir nuestro negocio.

El forastero se tomó un respiro que sirvió para aumentar la curiosidad del otro. Luego, tras demandar al mesonero otro vino para su invitado, comenzó:

—Todo a su tiempo. Veréis, amigo mío, el caso es que estoy perdido en la gran Barcelona. Hice buenos dineros en negocios a lo ancho y largo de todo el Mediterráneo, pero la edad limita a las personas y bueno es comenzar a plegar velas e ir preparando el futuro… ya que el costillar de mi barca necesita reposar en la arena de una playa y todos tenemos querencia al lugar donde vinimos al mundo.

—¿Y qué tengo yo que ver en todo ello? —indagó el subastador.

—Como vais a ver, en mucho valoro vuestra colaboración si es que llegamos a un acuerdo.

—¿Y por qué yo y no otro? —se extrañó Simó.

—Porque vos sois Simó, llamado lo Renegat. El cargo que ocupáis, por cierto con gran competencia, y lo que representa, es lo que os hace único para mí. De no llegar a un arreglo con vos, me vería obligado a tentar otros caminos.

—Hablad y explicaos. Mal puedo tomar decisión tan capital sin conocer el asunto y la persona a fondo. —Simó se dispuso a escuchar: algo le decía que iba a merecer la pena.

—Bien, procedamos con orden. Si el negocio os interesa tiempo habrá de conocernos mejor.

—Soy todo oídos.

El llamado Mainar prosiguió después de dar un tiento a su vino y chasquear la lengua.

—Si mis informes son fidedignos seguís siendo el principal subastador del mercado de esclavos.

—Así es, en efecto, y debo decir que cuando expositores y licitadores, cristianos, moros y judíos, siguen escogiendo a mi humilde persona para tal menester y durante tantos años, entiendo que debe de ser porque unos y otros se sienten satisfechos por lo bien servidos.

—Nada hay que me interese más que sigáis en ello mucho tiempo —apuntó el tuerto con una leve sonrisa.

—¿Qué queréis de mí para mostrar tanto interés en mi trabajo?

—Ya llegaremos a ello, pero necesito seguir informándome.

—Proseguid —cedió Simó de mala gana—. Aunque luego seré yo el que exija explicaciones…

—Me han dicho, además, que gozáis de una suerte de privilegio a la hora de intervenir en la subasta y que podéis optar por una pieza en detrimento del que ha ganado la puja.

El gordo se revolvió inquieto en su asiento.

—¿Y quién os ha dicho eso?

—Por el momento, no importa.

—Os han informado mal: cuando opto a una pieza, ésta no entra en la subasta.

—¡Mejor me lo ponéis entonces! —exclamó Mainar con una sonrisa que daba un aspecto aún más siniestro a su extraño semblante.

—Simplemente, tengo, digámoslo así, un derecho de tanteo.

—Eso podría ser tildado de abuso… —insinuó Mainar.

—Puede. Sin embargo, no hay reclamaciones en este punto y no descubrís nada nuevo. Cuando desde palacio se me ha otorgado este privilegio será por algo, digo yo —afirmó Simó con cierta arrogancia.

—Tal vez sea porque algún poderoso valedor está interesado en ello.

—Puede ser. —La impaciencia comenzaba a apoderarse del gordo Simó—. Y eso, ¿qué os va a vos?

—No os alteréis; tal condición no solamente no es estorbo sino que quizá sea la cualidad que más me interesa de vuestra labor.

—Dejaos de circunloquios e id al grano.

—Veréis —comenzó Mainar—, tal como os he dicho, deseo finalizar mi vida nómada y establecerme en esta ciudad, por lo que he de allegar los medios oportunos para que la fortuna que tanto esfuerzo me ha costado adquirir no sólo no mengüe sino que crezca. Para ello es necesario invertir en un negocio seguro y del que, por cierto, entiendo bastante.

—¿Y cuál es ese negocio seguro, si es que existe tal cosa? —replicó con sorna el gordo.

—Uno que en cualquier país, ya sea moro, cristiano o bárbaro, siempre ha marchado y marchará, aunque debo admitir que con más dificultad en aquellos reinos donde alcanza el largo brazo de Roma.

—Bien, veamos pues cuál es ese trueque infalible.

El tuerto enfatizó la respuesta.

—La lujuria del hombre.

El orondo personaje quedó unos instantes en suspenso y luego, tras enjugarse con un pañuelo la sudorosa calva, respondió con un adarme de recelo:

—No veo yo que pueda tener papel alguno en tan escabroso asunto.

—Vos ya estáis de vuelta de las veleidades humanas —repuso el tuerto—. Al hombre le agrada dar alpiste al canario fuera de casa: unos lo solventan comprando una esclava, pero ésos son los menos, pues tal cosa está únicamente al alcance de unos pocos, y además es motivo de escándalo si se es soltero, o de trifulca si se tiene parienta. Mi idea es poner buen género al alcance de muchos a un precio razonable y donde además se goce de una amable espera. ¿Me vais comprendiendo?

—Algo se me alcanza, pero ése es el negocio más viejo del mundo, no descubrís precisamente el elixir de la eterna juventud: hay mil alcahuetas que se dedican a ello.

—Ofreciendo viejos pellejos en figones de tres al cuarto donde se transmiten toda clase de bubas y chancros a los desgraciados que a ellos acuden, y que un día cierran, obligados por alguna denuncia, y al otro reabren en distinto lugar y en idénticas condiciones. Si lo instauro como pienso, y vos me ayudáis a conseguir mi propósito, enseguida entenderéis que lo que os propongo es otra cosa.

—Os sigo —afirmó Simó.

—Bien, la ciudad ha descosido las murallas, los
ravals
van creciendo, vos sabéis dónde paran las gentes que abandonan el centro de la urbe y cuáles son las villas nuevas que los acogen. Mi intención es abrir un par de mancebías donde puedan holgar discretamente. Si la mercancía es de calidad, sin duda los más ardientes de los adeptos a los placeres de la carne abandonarán a sus proveedores habituales y acudirán a nuestros reclamos.

—¿Y dónde y de qué manera entra en esto mi persona, suponiendo que la oferta me interese?

—En primer lugar, sois el indicado para aconsejarme los lugares idóneos para situar mis… llamémoslas ventas de amor; en segundo, por vuestras manos ha de pasar toda la mercancía que ha de ser la base de mis transacciones. Y, por último, deseo que vuestro mismo protector vele por mis intereses que serán los suyos y por ende los vuestros.

—¿Y cuál sería mi ganancia? —preguntó Simó.

—Veo que vais comprendiendo. De eso hablaremos al final.

—No veo impedimento en aconsejaros dónde hay mayor abundancia de mozos jóvenes e impetuosos, pero en cuanto a lo otro, es mucho más complejo —dudó el gordo Simó.

—Atendedme. Mi intención era hacerme con la propiedad de cualquier esclavo, ya sea hombre, mujer, doncel o muchacha todavía púber, cuando saliera a subasta, pero ahora, sabiendo lo que sé, mi pretensión es hacerlo antes.

—Eso es imposible.

—Nada hay imposible si detrás hay una considerable cantidad de dinero.

Las defensas del gordo subastador se resquebrajaban ante la golosa exposición del desconocido; sin embargo, como buen comerciante, se refugió tras una frágil excusa.

—Como bien habéis supuesto, alguien muy poderoso me ha otorgado el derecho de tanteo sobre toda aquella carne que se subaste, y como es obvio, no puedo defraudarle.

—Mi pretensión es precisamente ésa. Me explicaré: mi deseo es que aquellas piezas que valgan la pena sean apartadas por vos antes de que lleguen a subir a la tablazón del mercado.

—Amén de que vuestro deseo topa frontalmente con el de mi protector, suponiendo que tal fuera posible, ¿cómo pago yo al propietario la mercancía?

—Con mi dinero y vuestro incomparable arte para comerciar.

El afectado personaje vacilaba.

—Mi precio sería altísimo. Mi protector podría quedar defraudado y sentirse estafado al perder las mejores piezas de la subasta.

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