Authors: Chufo Lloréns
El extraño individuo alcanzó una campanilla que estaba sobre la mesa del gabinete y la hizo sonar. Apenas cesado su tintineo apareció en el quicio de la puerta la cabeza calva de un sirviente.
—Atiende a este hombre, dale de comer y de beber y proporciónale alojamiento. Baja luego a las cuadras y ordena que preparen mi mejor caballo. Partiré en cuanto esté todo a punto.
Tras dar estas órdenes y despedir al mensajero, el extraño individuo volvió a leer el pergamino y al finalizar, cruzando los dedos de ambas manos y siguiendo una vieja costumbre, hizo crujir sus nudillos, señal inequívoca de que se disponía a concentrarse y a evocar sus recuerdos.
El ser humano puede subsistir alimentado por dos pasiones, el amor o el odio. A él le habían arrebatado a su padre y, de no ser por sus ansias de venganza, su vida habría carecido de sentido. Desde muy niño la imagen del que fue su padre siempre estuvo presente hasta que aquellos dos malditos se lo arrebataron. De haber podido disponer libremente de su vida hubiera actuado hace tiempo, pero perteneciendo a la Orden, nada podía hacer sin su conocimiento y autorización: éste era el mensaje que su albino progenitor había grabado a fuego en su corazón. «Todo cuanto hagas en la vida, Luciano —le dijo—, habrá de ser en provecho del Supremo Guía y nada harás sin su conocimiento, aprovechamiento y permiso: el beneficio te vendrá por la Orden; sin ella no existes.»
Cuando tuvo conocimiento del trágico final de su padre, envió un mensaje a Tebas, demandando venia para actuar por su cuenta, pero le fue denegada y la respuesta que recibió fue concreta: «Aquello que hagamos contra nuestros enemigos ha de redundar siempre en una mayor grandeza de nuestra sociedad». La Orden siempre obtenía beneficios materiales de sus actos, los cuales eran entregados al Supremo Guía. Cada vez más, el oro engrasaba los resortes de su actividad. Por eso, cada acción se emprendía fundamentalmente por ese motivo; las aspiraciones personales de sus fieles acólitos estaban subordinadas a él. Pertenecía a aquel grupo por ser hijo de quien era. Lo habían educado, aleccionado y preparado para servir a la grandeza de la poderosa hermandad, no para actuar por su cuenta.
Ahora el pergamino que yacía sobre su mesa le abría la oportunidad de aunar los intereses de la Orden con los suyos propios; posiblemente aquel moribundo que tan bien conocía proporcionaría suficiente beneficio a sus señores como para que le dieran la ansiada venia y de esta manera podría llevar a cabo su venganza.
Luciano Santángel tomó una pluma de ave del cajón de su mesa y con una navaja afiló su punta; desplegó después una vitela y mojando el improvisado cálamo en un tinterillo se dispuso a escribir. La misiva que partiría para Tebas debía ser detallada y persuasiva, alegando que iniciaba aquel negocio porque sin duda la Orden obtendría un gran beneficio; una vez finalizado el escrito lo repasó tres veces, esparció luego los polvos secantes sobre la negra tinta, y después de enrollar el pergamino y lacrarlo con su sello, lo introdujo en un tubo de cuero e hizo sonar la campanilla a fin de que acudiera su secretario. Mientras aguardaba, tomó una decisión: no podía arriesgarse a que el contenido de la misiva fuera malinterpretado… No, ése era un mensaje que debía entregar en persona, aunque hacerlo retrasara de momento sus planes. Recordó que la venganza es un plato que se sirve frío y sonrió. Acudiría a la cabecera del lecho del moribundo, y luego iría hasta Tebas a exponer su caso si con ello se aseguraba de que aquel poderoso naviero llamado Martí Barbany y su amigo, el entrometido sacerdote, sufrían una agonía lenta y dolorosa.
El futuro
Desde lo alto del torreón, Martí Barbany observaba la ciudad a sus pies. La bóveda celeste tachonada de estrellas lo abarcaba todo; sin embargo, era consciente de que lo que veían sus ojos tendría otra perspectiva si su impronta, su espíritu comercial y su iniciativa no hubieran aportado al condado aquel aceite oscuro que, transformado en puntos de luz, moteaba de luciérnagas las moles oscuras de las construcciones de la ciudad, dejando adivinar el perfil de las murallas y de todo lo que se hallaba en su interior: plazas, calles, mansiones y sobre todo las erguidas espadañas de los campanarios de las abundantes iglesias barcelonesas, la catedral, Sant Jaume, Sant Miquel y la de los Sants Just i Pastor. Martí fue dando lentamente la vuelta al torreón; a medida que avanzaba fue apareciendo ante sus ojos el paisaje que tan bien conocía: al fondo el reflejo negriazul del mar donde se abrían los caminos que iban surcando sus naves; luego lentamente las puertas de Regomir, del Castellvell, del Castellnou y del Bisbe; el palacio condal y la catedral. Hacia el nordeste se hallaba el
Call
, y tras la muralla del mismo lado pequeñas luces que se movían como fuegos fatuos y que le marcaban el camino de la Boquería y el de Montjuïc; cerca de la playa reverberaba el agua de la riera del Cagalell, y en el lado opuesto el
raval
de Vilanova de la Mar; más arriba Sant Cugat del Rec y la vía Francisca; por el norte el Palacio Menor y el Cogoll. Su pensamiento, en un tránsito fugaz, rememoró su historia: su llegada a la ciudad apenas cumplidos los diecinueve años portando como todo equipaje un anillo y un pergamino, un bagaje que había cambiado su vida; la presencia de Eudald Llobet, el sacerdote que había sido compañero de armas de su progenitor y desde el primer momento su padrino y protector. Recordaba Martí los primeros tiempos y cómo, sin esperarlo, se hizo cargo de la pequeña herencia de su padre que fue el fundamento de su fortuna; de repente acudió a él la imagen de Laia, su primer y trágico amor, y tras ella, la de su pérfido tutor Bernat Montcusí. Luego, siguiendo el hilo de su remembranza, apareció Baruj Benvenist, su suegro, el pequeño y sabio judío injustamente ejecutado por culpa de las intrigas de Montcusí, y que tanto le había enseñado en sus negocios; ahora tenía tierras, molinos, caravanas y, sobre todo, una flota que con el gallardete con la M y la B enlazadas en azul sobre fondo amarillo recorría todas las rutas de los mares conocidos. Todo cuanto tenía lo hubiera dado gustoso a cambio de un solo día más de la vida de Ruth…
Con la vista puesta en la ciudad, se dijo que Eudald tenía razón. La pequeña Marta no podía pagar su ira contenida y sumar a la falta de madre el abandono y desatención de su padre; muy al contrario debía concentrar todo su amor en aquella maravillosa criatura y hacer que su niñez fuera una fiesta. Al fin y a la postre no iba a tener más hijos y la única heredera de aquella inmensa fortuna iba a ser ella. Y había algo más: aquella ciudad, que tanto le había dado, también merecía que él siguiera engrandeciéndola con sus negocios. Barcelona estaba llamada a ser uno de los más importantes emporios del Mediterráneo, y él ansiaba contribuir a esa gloria.
Conducido por el fluir de su pensamiento abandonó el torreón y por la escalera de caracol descendió a su gabinete; de su mesa tomó un candil y se dirigió al dormitorio de la niña. En la inmensidad del adoselado lecho la observó detenidamente: semejaba un pequeño querubín arrebujado entre las frazadas y apretando contra su pecho su muñeco preferido, hecho por Ahmed, cuyos ojos eran dos botones de nácar, con el cuerpecillo gastado por el uso y uno de los brazos medio arrancado. Martí alzó la mirada hacia los anaqueles y observó la inmensa cantidad de muñecos que él y sus capitanes le habían ido trayendo de sus viajes desde los más lejanos puntos del mundo conocido. El más insignificante de todos ellos era infinitamente superior al que abrazaba la niña; sin embargo cada noche, invariablemente, escogía el mismo. La imagen le avanzó el futuro que le aguardaba. Iba a dedicar su vida a aquella criatura dándole lo mejor de sus días sabiendo que, por ley de vida, llegado el momento, se haría a un lado y cedería el paso, como compañero de viaje de su hija, a un ilustre desconocido. Se vio a sí mismo, de eso hacía ya muchos años, en un repecho del camino, jinete en su ruano cuatralbo, medio vuelto en la silla de su cabalgadura agitando su mano con un desvaído gesto de adiós en tanto que Emma, su madre, enjugaba sus lágrimas con el borde de su delantal.
Martí se acercó al lecho y, agachándose, depositó un beso sobre la frente de la niña; después volvió sobre sus pasos y se dirigió a la puerta, la abrió con sumo cuidado curando de que el ruido de los goznes no la despertara y la volvió a cerrar; luego salió al pasillo. Los hachones de la pared continuaban prendidos. Se dirigió de nuevo a su gabinete. La noche iba a ser larga.
Los deseos de los hombres
Marta
Barcelona, primavera de 1069
Me lo prometiste y nunca tienes tiempo.
La que así se quejaba era Marta, que a sus diez años reclamaba a Ahmed su promesa de enseñarle a manejar la honda, y su voz sonó con fuerza en la tranquilidad que solía presidir la casa de los Barbany.
Lo cierto era que no podía decirse que la casa de Martí Barbany fuera un lugar alegre. En los años que habían seguido a la muerte de Ruth, un espeso silencio se enseñoreó de la mansión y un manto de desolación lo cubrió todo, de manera que hasta las cosas más simples se despachaban en susurros. Todo era un ir y venir en sordina para no interrumpir la doliente actitud del señor. Poco a poco, sin embargo, la tristeza fue remitiendo, gracias sobre todo a la presencia de Marta. Pero ni siquiera la niña había conseguido borrar del todo el dolor que a ratos demudaba el semblante del señor de la casa. Había días en que Martí Barbany volvía a sumirse en los recuerdos, y entonces el silencio y los andares de puntillas dominaban de nuevo la gran casa familiar, contagiando a todos sus moradores. En esos años, Marta se había convertido, además de en el consuelo de su padre, en el juguete de toda la casa de Martí Barbany. Había heredado de su madre la belleza serena, el tono miel de sus ojos y una boca siempre sonriente, pero sobre todo su espíritu alegre, aquella rara facultad de ganarse a todo el que la conociera. De su padre había sacado el genio vivo ante la injusticia, la facultad de mandar con la mirada, un gesto decidido y el inconfundible hoyuelo de su barbilla que había distinguido durante generaciones a la estirpe de los Barbany. Ni que decir tiene que desde los capitanes de los barcos de su padre, pasando por criados, amas y servidores de la casa, todos la adoraban, pero tres eran sus pasiones: los hermanos Ahmed y Amina, hijos de Omar y Naima, el matrimonio de libertos, y Eudald Llobet, el inmenso clérigo amigo de su padre, al que consideraba su padrino y al que confiaba sus cuitas cuando las consideraba de un nivel que excedía los conocimientos de Amina. Por contra, sus enemigas declaradas eran dos: doña Caterina, la vieja ama de llaves que se había constituido en su guardiana, y Mariona, la cocinera, con la que siempre pugnaba cuando quería conseguir de las cocinas algo que ella y Amina necesitaban para sus juegos. A Amancia, que la había alimentado de sus pechos, la quería mucho aunque la viera poco: bastante tenía la mujer con haber criado a ocho hijos, ya que su hombre, que era contramaestre de uno de los navíos de su padre, la preñaba cada vez que tocaba tierra. Pero su referencia era Ahmed, el hermano de su amiga; aunque era consciente de que desde la altura de sus veintidós años, las veía como un par de niñas pequeñas, algún anochecer de verano cedía a sus ruegos y les contaba historias que sucedían allende los muros de su casa, abriéndoles los ojos a un mundo al que ambas ansiaban pertenecer. Ahmed había participado en varios periplos y ambas podían escucharlo embobadas hasta que la voz del ama de llaves las conminaba a entrar en la casa, cosa que hacían a destiempo y enfurruñadas. Aunque, a decir verdad, en los últimos tiempos Ahmed había cambiado: se mostraba más embobado, y cuando recurrían a él para algo, las mandaba a tomar viento con cajas destempladas, o les daba largas, como hacía ahora con el tema de la honda. Ahmed había aprendido desde muy niño el manejo de aquel artilugio, aleccionado por un calafate mallorquín —descendiente tal vez de alguno de aquellos esforzados honderos que atravesaron los Alpes con Aníbal, poniendo en un brete al poderoso imperio de Roma—, que trabajaba en las atarazanas de Martí Barbany. Gracias a sus lecciones y tras mucho practicar, había llegado a adquirir una puntería envidiable.
—¡Marta tiene razón! —intervino Amina—. ¡No sé qué te pasa últimamente! Eres un bellaco sin palabra. Yo estaba cuando se lo dijiste en la bodega el último día que vino a cenar el padre Llobet.
Ahmed se revolvió contra su hermana.
—Solamente faltas tú, Amina, para meterte a redentora. Vosotras tenéis todo el día para jugar, y es un juego más el querer manejar la honda, como la pinola o las comiditas, pero yo no paro un instante y tengo que robarle tiempo al tiempo para llegar a todo. Además, he de fabricar una honda pequeña, porque para voltear una de las mías a vos, Marta, os falta crecer una cuarta. ¡Y desde luego con esas sayas y esos escarpines difícil será que mantengáis la posición!
—Eso son excusas, Ahmed —afirmó Marta con una autoridad impropia de su corta edad. Dulcificó el tono con una sonrisa—. Dime cuándo y yo estaré dispuesta.
Ahmed negó con la cabeza… No estaba de humor para esos juegos de niñas.
—Lo siento, pero cuando os levantéis de la siesta ya he de estar en el astillero.
Marta soltó un bufido de exasperación.
—No te preocupes: el día que me digas no habrá siesta. ¿Dónde quieres que esté?
Ahmed la observó, sin poder evitar que el empeño de aquella chiquilla le hiciera gracia. Cualquier cosa que dijera Marta debía tenerse en cuenta, por imposible que pareciera.
—Está bien —cedió el joven por fin—. Pasado mañana, cuando suene la campana del primer rezo de la tarde, os aguardaré en el huerto detrás de la bodega.
Marta esbozó una franca sonrisa.
—Allí estaremos, ¿no es verdad, Amina?
La aludida, que a pesar de ser seis años mayor que su joven ama confiaba a ciegas en su palabra, asintió sin dudar.
Dos tardes después, a la hora de costumbre, doña Caterina, el ama de llaves, ajustaba los postigones del cuarto de Marta a la hora de la siesta.
—Que descanséis, os despertaré con tiempo suficiente. Hoy tenéis clase de letras y latín con vuestro padrino y ya sabéis que no le agrada esperar.
Marta contestó con los ojos cerrados:
—Retiraos ya, doña Caterina, esta noche he dormido muy mal y tengo mucho sueño.
La mujer, algo sorprendida, ya que Marta detestaba las siestas, respondió mientras se dirigía a la puerta de la estancia: