Authors: Chufo Lloréns
Al otro lado del mar
Al cabo de un mes, en un atardecer de finales de febrero, la dársena de Montjuïc vivía una agitación inusual para esas horas vespertinas: llegaban varios carruajes, de los que iba descendiendo un nutrido grupo de personas que, vestidas con sus mejores galas, eran transportadas en una falúa a uno de los barcos allí anclados. A medida que subían a bordo, los invitados iban ocupando sus puestos en la cámara principal del buque, convertida en una improvisada capilla presidida por el arcediano Eudald Llobet. Estaban, por un lado, el senescal Gombau de Besora, el notario mayor, doña Lionor de la Boesie, doña Brígida de Amalfi, doña Bárbara de Ortigosa, la abadesa de Sant Pere de les Puelles, Estefania Desvalls y Delfín; por otro, los capitanes de Martí Barbany, Felet y Jofre, Andreu Codina, Gaufred, doña Caterina y los dos hermanos, Ahmed y Amina. Los presentes se observaban entre sonrisas, pero guardaban silencio, algo intimidados por la presencia del sacerdote.
Bertran fue el siguiente en llegar a bordo, acompañado de su fiel Sigeric, y avanzó hacia el sacerdote con paso firme. Los nervios le asaltaron, sin embargo, unos instantes después, cuando al volverse hacia la puerta de la cabina vio entrar a Marta Barbany del brazo de Basilis Manipoulos, que la conducía hacia el improvisado altar. Aquel viejo marino, que había librado mil batallas, tenía los ojos enrojecidos por la emoción al ocupar el lugar que hubiera correspondido a quien había sido su mejor y más fiel amigo, el gran ausente de esa tarde, en un momento tan entrañable como ése. Marta se soltó de su brazo con una sonrisa y ocupó su lugar frente al padre Llobet. Entonces, cuando la ceremonia parecía a punto de empezar y ante el asombro general, un último invitado recorrió el pasillo hacia el altar. Estupefactos, los allí presentes inclinaron la cabeza ante la figura del conde de Barcelona, Ramón Berenguer II, quien, tras situarse junto al arcediano, tomó la palabra:
—Ilustres señores y amigos que amáis a esta hermosa dama y apreciáis a mi querido alférez. Como sabéis, el oficio de un gobernante es a veces complejo y delicado, pues debe aunar el respeto de las viejas costumbres y las inclinaciones de su corazón. Precisamente hace unas semanas se me planteó un dilema de esta índole: deseaba dar paso a la felicidad de dos jóvenes enamorados sin por ello dejar de lado las tradiciones que siempre han regido nuestros estados sobre los enlaces entre personas de distinta calidad.
»Pues bien, preclaros súbditos, debo deciros que la ceremonia que va a celebrarse aquí esta tarde no contraviene los usos de nuestro condado… simplemente porque no nos hallamos en tierras de Barcelona. Así lo atestigua la bandera de este barco, el león sobre el campo de gules, que ondea en su mástil. Estamos, por tanto, en suelo de los señores de Sicilia. Y es en este mismo suelo donde va a contraer matrimonio uno de mis más queridos amigos, mi fiel alférez, Bertran de Cardona, con su amada, la hija del insigne ciudadano Martí Barbany. Como conde de Barcelona no puedo más que desearles la mayor de las felicidades a ambos y un buen viaje hacia Apulia, a bordo de este mismo barco donde el que será mi suegro, Roberto Guiscardo, que ha tenido la delicadeza de ceder uno de los barcos de su flota para esta ocasión, los aguarda con los brazos abiertos, y donde les espera un feudo y una posición en su corte. Que dé comienzo el enlace.
El padre Llobet, visiblemente emocionado, tomó la palabra e, intentando controlar el temblor de su voz, inició la sencilla ceremonia que significaría el principio de una nueva vida para ambos jóvenes. Se pronunciaron los votos, se intercambiaron las arras, y finalmente el arcediano los declaró, ante Dios y ante los hombres, marido y mujer.
En ese momento, mientras los invitados estallaban en vítores y aplausos. Bertran susurró al oído de su mujer:
—Te amo. Desde siempre y para siempre.
—Desde siempre y para siempre —repitió Marta en voz baja y, olvidándose de todo, acercó sus labios a los de su esposo para rubricar con un beso aquella promesa llena de felices augurios.
Al día siguiente, apoyados en la borda de la nave, Bertran y Marta contemplaban cómo la ciudad de Barcelona se iba difuminando en lontananza. El sol lanzaba sus primeros y pálidos rayos sobre las olas. Mientras sentía los brazos de su marido alrededor de su cintura, Marta pensaba en todo lo que iba quedando atrás. La noche anterior, después de una íntima cena, se había despedido de Ahmed, su amigo de la infancia, aquel que le enseñó a tirar con honda con resultados catastróficos. Ahmed… Sus ojos conservaban una expresión de tristeza perenne y Marta, que ahora sabía lo que era el amor verdadero, lo comprendía bien. También había dicho adiós a los capitanes de su padre, que tan importantes habían sido en su infancia, y a la abadesa, sor Adela de Monsargues, que tanto había velado por ella en el monasterio. Luego le había llegado el turno a Amina, su fiel amiga, la que no se había separado de su lado un solo instante durante todas las vicisitudes de su vida, la que había sido su sostén en todos los avatares de su existencia. Marta habría querido que los acompañara a Sicilia, tenerla cerca en su nueva vida, pero comprendió que Amina debía quedarse en la que siempre había sido su casa, al cuidado de su madre. Naima y Ahmed la necesitaban, pensó Marta, y era hora ya que también Amina encontrara la felicidad. No podía arrastrarla egoístamente a ese destino que ella y Bertran habían decidido empezar, lejos de la tierra que los había visto nacer, a salvo de miradas reticentes y de peligrosas descortesías, así como de una posible venganza del hermano del conde. «Todo estará esperándote cuando decidas volver», le había dicho su padrino con lágrimas en los ojos antes de que zarpara el barco: «Tu casa, los barcos y negocios de tu padre… Yo me ocuparé de que no te falte de nada mientras estés lejos. Pero sé que volverás algún día. Ahora eres joven, pero llegará un momento en que anhelarás volver a ver con los ojos esos paisajes de infancia que siempre llevarás grabados en el alma».
Marta no dudaba de la sabiduría que destilaban las palabras del sacerdote. Sin embargo, también intuía que la ciudad que ahora abandonaba —dividida entre dos gobernantes que se repelían— se vería sumida en una época turbulenta, y que, como ella misma, debería hallar su propio camino hacia la salvación. Buscó la mano de Bertran y la apretó con fuerza.
—¿Crees que volveremos algún día? —le preguntó.
Bertran no contestó enseguida. Sus ojos parecían evocar otro paisaje, los bosques de Cardona, a los que quizá nunca podría regresar.
—Mucho tendría que cambiar todo —dijo por fin—. Pero ya no me importa. Mi único hogar está a tu lado.
Marta se estremeció al oír sus palabras y mantuvo la mirada en el perfil de esa tierra que la había visto nacer. Tal vez sí, pensó, tal vez volvieran algún día, pero por el momento prefería disfrutar de aquel amanecer teñido de esperanza. Ojalá aquel barco los llevara a un lugar donde el amor no estuviera encadenado por leyes y costumbres, donde la nobleza fuera un atributo del corazón y no de la sangre, donde los desalmados no salieran impunes de sus fechorías escudándose en privilegios heredados. Marta suspiró: sabía que ese lugar no existía más que en sus sueños, pero en ese momento quería creer con todas sus fuerzas que ése era el destino que les aguardaba, a ella y a su amado, al otro lado del mar.