Authors: Chufo Lloréns
—Os engañáis. Si le apeteciera, tendría prioridad sobre cualquier esclavo o esclava, ya sea para su solaz, sea para hacer un obsequio a quien le plazca. Con una ventaja añadida: no correrá con el gasto de su mantenimiento ni con la engorrosa misión de buscarle acomodo, ya que eso correrá de mi cuenta. En mis figones tendrá la mejor de las mercancías sin que le cueste un sueldo. —Mainar hizo una pausa para que el traficante de esclavos comprendiera bien lo que acababa de decirle. Cuando vio que lo había logrado, prosiguió—: ¿Y cuál será mi ventaja, os preguntaréis? Es simple: necesito de su protección. Ya sabéis que la Santa Madre Iglesia siempre interviene en los negocios de la carne y que, en ciertas circunstancias, se vuelve algo puntillosa e irritable.
—Entiendo vuestra idea, pero debo pedir su permiso; en caso contrario mi vida correría peligro. Sobre todo —le advirtió el gordo Simó, a quien los nervios hacían sudar copiosamente—, nadie debe tener noticia alguna de este arreglo antes de que yo hable con quien corresponda.
—Lo sabemos vos y yo: a vos no os interesa que se sepa y a mí, como es elemental, se me acabaría el negocio antes de comenzarlo —le tranquilizó Mainar.
—De cualquier manera, muchos son los que desean mi puesto. Faltaría tiempo a los envidiosos para calentar los oídos de los que tienen acceso a la corte.
El forastero, sin atender el razonamiento, prosiguió:
—Mi prioridad sois vos; de otra manera no os habría convocado. Y en cuanto al precio, podríamos estar hablando de un cinco por cada cien.
El gordo, al intuir una mina de oro, intentó sacar provecho.
—Yo no tengo entrada directa en palacio y como supondréis, habré de ganar voluntades de quien sí la tiene, y eso cuesta buenos sueldos.
—Todo se tendrá en cuenta.
El subastador meditó unos instantes.
—Bien, tal vez se pudiera intentar algo, aunque nada os prometo y además precisaré de un tiempo. No se ganan voluntades en un día.
—No os preocupéis, sé esperar. Comprendo que tales asuntos requieren su tiempo; no me viene de un día, ni de una semana, ni de un mes. —Mainar echó la cabeza hacia atrás, con aire pensativo—. He recorrido el mundo conocido y he rumiado demasiado tiempo mi venida a Barcelona para no saber aguardar pacientemente a que los hados me sean favorables. Lo que os propongo es proceloso, lo aprendí en la tierra del poderoso califa de Bagdad, donde los negocios del amor florecen como las amapolas en el estío, pues su religión les permite tener varias concubinas. Aquí, en tierras de cristianos, al ser la Iglesia mucho más estricta, se obliga a los hombres a vivir en la hipocresía de la monogamia, pero las necesidades son las mismas… Aliviaremos con nuestro negocio —recalcó lo de «nuestro»— muchas conciencias que tendrán que confesarse de un fugaz desliz contra el sexto mandamiento, no de un pecado continuado sin posible arrepentimiento y por ende, perdón. Como comprenderéis, si mi empeño fuera tan fácil como abrir una abacería o unos baños, no requeriría vuestro consejo ni cobijarme bajo el manto protector de nadie, y por tanto no precisaría de socios que se lleven una parte de las ganancias.
En el rostro del gordo se esbozó una sonrisa.
—A fe mía que sois ingenioso. No os digo ni sí, ni no: veré lo que puedo hacer. Decidme dónde paráis y en cuanto tenga una respuesta os mandaré llamar y nos reuniremos en mi casa. Éste no es sitio apto para conducir negocio de tanta enjundia. Vivo en…
—No hace falta, sé dónde vivís. Bien llegó mi recado, ¿no es cierto? —preguntó Mainar con una aviesa sonrisa.
—Tenéis razón, soy un necio.
—Hablando de acomodos, acabo de llegar y aún no me he ocupado de buscarlo. Si fuerais tan gentil de indicarme un lugar apropiado donde mandara la discreción y el buen trato, os quedaría eternamente agradecido.
—En la fonda de na Guillema, junto al antiguo templo romano, hallaréis lo que buscáis. Decid que Simó lo Renegat os envía.
En ese instante el llamado Bernabé Mainar supo que había hallado a su hombre y que el cebo era el adecuado. Su ambicioso plan había comenzado a tomar forma. Y aquello únicamente era el principio; si todo salía como esperaba, entendía que estaba sembrando las semillas para lograr su sueño de llegar a ser alguien muy importante en aquella ciudad, tal y como había jurado ante el Supremo Guía para obtener su permiso. La tarea a él encomendada por el moribundo hallaba visos de ser cumplida. La flecha había partido de su arco, los dos palomos causantes de la muerte de su padre pagarían el precio de su insensata acción, y él, además de cumplir el encargo a mayor gloria de la Orden, iba a consumar su venganza.
La tumba de Ruth
Aquélla era una tarde especial; el sol de verano caía a plomo sobre la ciudad, reverberando sobre todas las superficies lisas. Barbany, por no perder la costumbre, andaba de viaje, había acudido con Omar a la feria anual de Vic, y Marta zascandileaba por el fondo del jardín sin nada que hacer. En los últimos días, su padre se había mostrado muy severo con ella. Tras el desafortunado incidente con la honda en el que había resultado herida aquella sirvienta llamada Gueralda, Martí Barbany había manifestado su enfado. «Ésas no son formas de comportarse», le dijo en un tono inusualmente serio, obligándole a pedir perdón a la víctima de la pedrada. Marta lo había hecho, compungida, pero se había topado con el rencor mal disimulado de la afectada, que no cesó de decir que en la casa donde servía antes, la de los nobles Cabrera, eso no habría sucedido nunca. Aunque Martí había intentado reparar el daño con una sustanciosa cantidad de dinero, la mujer miraba a Marta desde entonces con malquerencia, sobre todo cuando se cruzaba con ella a solas en la casa. Por enésima vez, la niña deseó tener a su lado una madre a quien confiar sus pesares. Todos a su alrededor hacían lo que podían, incluido su padre, pero Marta notaba en su interior un vacío, una ausencia que, intuía, sólo una figura materna podía llenar. Siguió deambulando por el jardín, aburrida, cuando súbitamente un hecho singular le inspiró algo que sabía prohibido. Un rayo de sol incidió sobre el policromado vidrio del rosetón de la capilla y se dio cuenta de que jamás le habían permitido entrar allí. Después de la comida era la hora apropiada para su plan. La casa permanecía, como muchos de sus habitantes, adormilada, el silencio era absoluto y el umbrío frescor invitaba al descanso. Marta recogió sus sayas y con el paso ligero como el de un pajarillo, ascendió la regia escalera. Al punto se encontró frente a la puerta del gabinete de su padre, miró a uno y otro lado buscando la incómoda presencia de doña Caterina o de algún criado que pudiera delatarla; nadie a la vista. Abatió el picaporte y empujó la gruesa cancela que, ante su alarma, chirrió al abrirse, como gato al que pisan la cola. Aguardó un instante a que su corazón se acompasara ante aquel ruido que le pareció estentóreo… Silencio absoluto. Cerró la puerta a su espalda con sumo cuidado y se dirigió a la inmensa mesa desde la que su padre gobernaba todos sus negocios. Marta sabía lo que buscaba: comenzó a abrir cajones y a removerlos, aunque puso suma cautela en la tarea, fijándose en cómo estaba todo antes de moverlo para volver a dejarlo tal cual lo había encontrado. Cuando ya desesperaba, en el fondo del tercer cajón de la derecha halló una caja de madera taraceada con los cantos de marfil. La abrió. Allí estaba; tomó en sus manos la llave y tras dejar de nuevo la caja, cerró el cajón, metió su tesoro en la pequeña escarcela que llevaba a la cintura y se dirigió al fondo del jardín.
El sol continuaba cayendo a plomo y apenas algún ruido en las cocinas turbaba la paz de la tarde. Atravesando parterres se dirigió por el camino de grava hasta la capilla del fondo. Con mucho cuidado y tras una larga mirada, sacó la llave de la escarcela y la introdujo en el ojo de la cerradura. La herrumbre dificultó la tarea, pero al fin los muelles cedieron y, deslizándose como un ratoncillo de campo, se introdujo en el interior del pequeño oratorio. Al principio la oscuridad le impidió ver con claridad, pero luego sus ojos se fueron acostumbrando poco a poco a la penumbra. La luz que entraba por el policromado rosetón caía sobre el túmulo. La muchacha se acercó de puntillas y lo observó todo con atención. Su mirada se detuvo sobre la hermosa mujer de mármol blanco que yacía dormida sobre la tumba con las manos cruzadas sobre el pecho. En la cabecera del sepulcro había un candelabro de hierro forjado de siete brazos y a sus pies una estrella de David del mismo metal que resaltaba sobre la lápida. Se acercó más, aunque no pudo leer el epitafio, labrado en la piedra y escrito en latín.
Marta estaba sobrecogida; puso su mano sobre las de la mujer de mármol y le pareció que estaban calientes. Jamás había estado, en su recuerdo, más cerca de su madre. Sus ojos recorrieron el contorno de la capilla. Al fondo del ábside distinguió un crucifijo, y debajo de él un pequeño relicario de pórfido, con una astilla de madera en su interior. Salió renovada, algo en su corazón había cambiado: se sintió muy mayor y se prometió que cuando tuviera ocasión regresaría sólo con el fin de percibir de nuevo aquella maravillosa sensación de paz. Salió al exterior, cerró el portalón con sumo cuidado, dio dos vueltas con la gruesa llave y se dirigió otra vez al gabinete de su padre. En el camino se cruzó con Gueralda, y como siempre que veía a la criada, herida en la cara por culpa de su descuido, Marta sintió que se le encogía el corazón. Sin embargo, había algo en la actitud de la sirvienta que le provocaba más recelo que lástima y la llevaba a evitarla. Esa vez también lo hizo: con las prisas, y supeditando la rapidez a la prudencia, Marta dejó la puerta del gabinete abierta, se llegó hasta la mesa, abrió el cajón, extrajo la cajita taraceada y depositó la llave en su interior. Todo quedó tal como lo había hallado. Finalmente salió y cerró la puerta. Los ojos de Gueralda habían observado toda la operación. Marta tal vez se hubiera percatado de la impropia curiosidad de la sirvienta de no haber sido porque unas voces enojadas llegaron hasta ella desde el jardín y llamaron su atención.
—¡Ahmed —exclamaba Amina—, estás en las nubes! Te has vuelto a dejar la regadera en el brocal del pozo. ¡Cuando te atrape padre, te va a deslomar!
—Ocúpate de tus cosas, metomentodo —replicó él, distraído.
—¡Encima de que me preocupo por ti e intento prevenirte, me insultas! Se lo diré a doña Caterina y ella te arreglará.
—Márchate y déjame en paz… No tengo por qué dar explicaciones a una cría.
Amina se metió en la casa, ofendida por la respuesta de su hermano, con lágrimas en los ojos. Marta fue a su encuentro y las dos se dirigieron a la ventana: desde allí vieron cómo Ahmed, tras echar una ojeada a su alrededor, se encaramaba en el murete y saltaba al exterior de la finca.
—Me gustaría averiguar adónde va —dijo Marta—. Estoy segura de que estas escapadas tienen mucho que ver con su estado de ánimo…
Amina miró a su ama, sorprendida.
—¿Y cómo pretendéis averiguarlo? —inquirió, algo temerosa, aunque en el fondo preveía la respuesta.
—¿Cómo va a ser? Siguiéndolo —afirmó Marta con una sonrisa. Y, decidida, corrió hacia la puerta—. ¿Se puede saber a qué esperas? ¡Si no nos damos prisa, le perderemos!
Ahmed y Zahira
A sus veintidós años, Ahmed estaba viviendo el sueño del primer amor. Aunque muchos otros pasaban por ello a edades más tempranas, Ahmed no había sentido la llamada del amor hasta el invierno anterior, el día que fue al mercado y se topó con aquella hurí del paraíso que le había sorbido el seso. En cuanto la vio tomó una decisión: ni un día más iba a pasar sin que supiera quién era y dónde moraba la dueña de sus pensamientos, de modo que trazó sus planes, que indefectiblemente pasaban por Manel.
Era éste un compinche de su edad cuyo padre, alquilador de burros catalanes, tenía su comercio en un callejón que llamaban de las Ratas, entre la calle de Regomir y el atajo que conducía a las atarazanas. Lo había conocido en la playa cuando, con diez u once años, salían por la noche con las barcas de pesca. En ellas hacían trabajos menores: ayudaban a recoger redes y colocaban sobre la cubierta las nasas cargadas de aquellas incautas especies que se habían introducido en ellas. Con los años se habían convertido en pescadores consumados, pero entonces Manel lo dejó porque tenía que ayudar a su padre. Cada amanecer, Manel cargaba las alforjas de uno de los borricos de su progenitor con almendras, avellanas, nueces y otros frutos secos, e instalaba su tenderete en la plaza del Blat, junto al Mercadal mayor, contando con que los compradores que regresaban a la ciudad tras proveer sus necesidades, se detuvieran y compraran sus productos. Allí voceaba su mercancía toda la mañana, hasta que las campanas de los Sants Just i Pastor, y las de Santa Maria de les Arenes, anunciaban la hora del Ángelus. Entonces recogía el sobrante, que era imperecedero, y regresaba a casa para, por la tarde, ayudar a su padre en el negocio de alquilar pollinos.
La edad había vencido a las diferencias de religión; Ahmed y Manel eran amigos desde la infancia y habían compartido hazañas y aventuras, y también algún que otro garrotazo, como la vez que regresando de bañarse en la playa de la ribera, montados ambos en un asno retirado por asmático y, para escapar de unos mozalbetes que estaban burlándose de ellos con las peores intenciones, habían arreado al viejo jumento hasta la extenuación, de modo que al poco de llegar a la cuadra la pobre bestia murió. Su padre midió a Manel las nalgas con una vara de fresno hasta que cantó el nombre de su compinche, noticia que llegó hasta los oídos de Naima, la madre de Ahmed, que por no ser menos hizo lo propio con él.
Aquel día de invierno, Ahmed se halló frente al arco que guardaba la entrada del patio donde el padre de su amigo tenía el negocio. Los rebuznos de los rucios le anunciaron que había llegado a su destino. Nada más entrar, divisó a Manel que con una pequeña horquilla de madera estaba llenando de paja los pesebres de las bestias: de ahí el sonoro recibimiento del que había sido objeto.
—Hola, Manel.
—Bienvenido, Ahmed. ¿Qué te trae por aquí?
—Hace tiempo que estás tan atareado que no nos vemos.
—Ya conoces mi vida. He de repartir mi jornada entre labrarme un porvenir y ayudar a mi padre.
—Cierto es, pero al menos tú dedicas algún esfuerzo en tu propio beneficio en tanto que yo soy el mozo de recados de toda la casa de mi señor por las mañanas y calafate en la playa por las tardes.