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Authors: Fredric Brown

Tags: #Cicncia Ficción, Humor

Marciano, vete a casa (11 page)

BOOK: Marciano, vete a casa
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Los coches sólo eran utilizados en casos estrictamente necesarios, pues los viajes de placer ya no constituían ningún placer, las compañías petroleras y las refinerías también estaban afectadas. Más de la mitad de las estaciones de servicio habían cerrado.

Las industrias del acero y del caucho trabajaban a la mitad de su capacidad. Más paro.

Apenas se construía, porque la gente tenía menos dinero y nadie quería hacerse una casa. Más desempleo.

¿Y las cárceles? Llenas a rebosar, a pesar de la casi completa desaparición del crimen organizado. Pero se habían llenado antes de que los delincuentes descubrieran que su oficio ya no era rentable. ¿Y qué hacer con los miles de personas arrestadas diariamente por delitos de violencia o desesperación?

¿Qué hacer con las fuerzas armadas, cuando la guerra ya no era una posibilidad amenazadora? ¿Licenciarlas? ¿Y aumentar el desempleo con otros cuántos millones? Aquella misma tarde había firmado una orden que concedía la licencia inmediata a cualquier soldado o marino que demostrara tener un empleo esperándole o suficiente capital para garantizar que no iba a convertirse un una carga para el estado. Pero muy pocos podrían reunir esas condiciones.

La deuda nacional, el presupuesto, los programas de obras públicas, el ejército, el presupuesto, la deuda nacional...

El presidente Wendell apoyó la cabeza en las manos, sobre el escritorio, y gimió, sintiéndose muy viejo y cansado.

De un rincón de la sala, como un eco, surgió otro gemido burlón.

—Hola Mack —dijo una voz—. ¿Otra vez haciendo horas extras? ¿Quieres que te ayude?

Y una risa. Una risa sarcástica.

7

No todos los negocios iban mal.

Por ejemplo, estaban los psiquiatras. Volviéndose locos para impedir que los demás perdieran la razón por completo.

Y también las empresas de pompas fúnebres. Con la cifra de muertes —debidas a suicidio, violencia o apoplejía— varias veces superior a lo normal, no existía la depresión para los carpinteros de ataúdes. Su negocio era floreciente, a pesar de la tendencia y los entierros sencillos o la cremación sin nada de lo que realmente puede denominarse un funeral. (Era demasiado fácil para un marciano convertir un funeral en una farsa, y en especial les gustaba desmentir las alabanzas al difunto cuando se apartaban de la exacta verdad sobre sus virtudes o silenciaban sus vicios. Ya sea por anteriores observaciones, por escuchar detrás de las puertas o por haber leído cartas o diarios personales, los marcianos presentes en los funerales siempre parecían ser capaces de descubrir cualquier desviación de la estricta verdad en las alabanzas de los concurrentes. Ni siquiera eran seguros los funerales cuando se creía que el difunto había llevado una vida verdaderamente ejemplar; muchas veces, los concurrentes aprendían cosas sobre él que les dejaban boquiabiertos.)

Las farmacias tenían un negocio fabuloso en la venta de aspirinas, sedantes y tapones para los oídos.

Pero el mayor auge se percibía en la industria en que uno esperaba encontrarlo, en la industria de bebidas alcohólicas.

Desde tiempos inmemoriales, el alcohol ha sido la válvula de escape para las vicisitudes diarias del hombre. Ahora la vida del hombre contenía verdes vicisitudes mil veces peores de lo que habían sido nunca. Ahora, realmente, había algo de lo que huir.

La mayor parte de la bebida se consumía en los hogares, pero los bares aún seguían abiertos, y estaban llenos por las tardes y atestados por las noches. En la mayoría, los espejos de las estanterías estaban rotos como consecuencia de los vasos, botellas y ceniceros que el público tiraba a los marcianos, y los vidrios nuevos no habían sido reemplazados porque no tardarían en volver a romperse.

Pero los bares aún funcionaban y la gente hacía cola para entrar. Por supuesto, los marcianos también entraban, aunque no bebieran. Los propietarios y asiduos de los bares habían encontrado una solución parcial al problema de los marcianos: el nivel de ruido. Los tocadiscos no paraban nunca de sonar a todo volumen, y casi todos los bares tenían dos. Los aparatos de radio también ayudaban a incrementar el estrépito en unos cuantos decibelios. Los que querían hablar tenían que gritar al oído del vecino.

Los marcianos no podían hacer otra cosa que aumentar el ruido, y este era de tal categoría que cualquier incremento era prácticamente superfluo.

Si uno era un bebedor solitario (y cada vez más personas se convertían en bebedores solitarios), había menos posibilidades de ser molestado por los marcianos en un bar que en cualquier otros sitio. Podía haber una docena de ellos por los alrededores, pero si uno se quedaba con el estómago pegado a la barra, con el vaso en la mano y los ojos cerrados, ya no se les veía ni se les oía. Si al cabo de un rato uno abría los ojos y los veía, ya no tenía importancia porque ya no le causaban ningún efecto.

Sí, los bares hacían buen negocio.

8

Como La Linterna Amarilla, sito en la avenida Pine, a Long Beach. Un bar como otro cualquiera, pero en el que se halla Luke Deveraux, y ya es hora de que volvamos a él, porque está a punto de ocurrirle algo importante.

Tiene el estómago pegado a la barra, y un vaso en la mano. Permanece con los ojos cerrados, de modo que podemos observarle sin que se dé cuenta.

Parece un poco más delgado; aparte de eso, no se observan otras diferencias desde que lo vimos por última vez, siete semanas atrás. Aún presenta un aspecto limpio, y está bien afeitado. Sus ropas siguen presentables y bien cortadas, aunque su traje necesita plancha, y las arrugas en el cuello de la camisa nos dicen que Luke se lava él mismo la ropa. Pero se trata de una camisa de deporte y no le queda mal.

Para ser francos, hasta esta noche ha tenido suerte. Suerte en el sentido de que ha podido lograr que sus cincuenta y seis dólares con la ayuda de pequeños y ocasionales ingresos, le duren estas siete semanas, sin haber tenido que recurrir todavía a la ayuda del gobierno.

Ya estaba decidido; al día siguiente lo haría. Había llegado a esa decisión mientras aún le quedaban seis dólares, y con una buena razón para ello. Desde la noche en que se había emborrachado con Gresham y telefoneó a Margie, no había vuelto a beber. Había vivido como un monje y trabajado como un castor siempre que encontró algo en qué trabajar.

Durante siete semanas su orgullo le había sostenido. (El mismo orgullo que le había impedido telefonear a Margie de nuevo como le prometió aquella noche. Deseó hacerlo muchas veces, pero Margie tenía un empleo, y no quería verla ni hablar con ella hasta que él también tuviera uno.)

Sin embargo, esa noche, después del décimo consecutivo y descorazonador día (once días atrás había ganado tres dólares ayudando a un hombre en una mudanza), y después de pagar una frugal comida de buñuelos resecos y salchichas frías para comer en su habitación, había contado el resto de su capital, que ascendía exactamente a seis dólares.

De modo que había decidido que todo se fuese al diablo. A menos que ocurriese un milagro, y Luke no creía que pudiera sucederle tal cosa, tendría que declararse vencido y buscar el subsidio estatal dentro de un par de días. No obstante, si decidía ir al subsidio al día siguiente, aún le quedaba lo suficiente para tomar unas copas. Después de siete semanas de abstinencia total y con el estómago medio vacío, los seis dólares eran bastante para emborracharse aunque los gastara en un bar. Y si no le gustaba el bar, podía gastar parte de ellos allí y el resto en una botella para llevársela a la habitación. En cualquier caso se despertaría con un terrible dolor de cabeza, pero con los bolsillos vacíos y una conciencia tranquila respecto a la necesidad de recurrir al gobierno para seguir comiendo. Probablemente, sería menos desagradable con un terrible dolor de cabeza.

Por tanto, convencido de que no podía ocurrirle ningún milagro, había ido a La Linterna Amarilla, donde el milagro le esperaba.

Se hallaba de pie ante el mostrador, con su vaso —el cuarto— delante de él, y bien sujeto en la mano. Aún le quedaba dinero para unos cuantos más; en el bolsillo, desde luego; uno no deja dinero encima del mostrador de un bar lleno de gente y se queda allí con los ojos cerrados. Bebió otro trago.

Sintió una mano sobre el hombro y una voz que gritaba: «¡Luke!», muy cerca de su oído. El grito podía ser de un marciano, pero la mano no. Sin duda era alguien que le conocía, precisamente aquella noche que quería emborracharse solo. Maldición. Bien, ya vería la forma de quitarse al tipo de encima.

Abrió los ojos y se volvió. Era Carter Benson, sonriendo alegre. Carter Benson, el mismo que le había prestado las llaves de su cabaña en el desierto, cerca de Indio, donde, hacía ya un par de meses, había intentado empezar aquella novela de ciencia ficción que nunca empezó y que ahora nunca terminaría.

Carter Benson, un buen tipo, pero con un aspecto tan próspero como siempre y probablemente lleno de dinero en el bolsillo; que se fuera al diablo. En cualquier otra ocasión, bien, pero esa noche Luke no quería la compañía de Carter Benson. Ni siquiera aunque Carter le pagara la bebida, como sin duda haría si Luke lo permitía. Esa noche quería emborracharse solo para sentirse triste por lo que le iba a ocurrir al día siguiente.

Saludó a Carter con la cabeza y dijo:

—El dragón azul con los ojos de fuego vino resoplando por el bosque de hayas.

Carter podía ver como sus labios se movían, pero no podía oír nada en medio de todo aquel estruendo; de modo que no tenía importancia lo que dijera. Volvió a saludar con la cabeza antes de volverse de nuevo hacia su vaso y cerrar los ojos. Carter no era ningún estúpido; comprendería lo que deseaba y se marcharía.

Tuvo tiempo de tomar otro trago y suspirar una vez más, empezando a sentir lástima de sí mismo. Y de nuevo la mano volvió a apoyarse en su hombro. Maldito Carter, ¿es que no era capaz de entender nada?

Abrió los ojos. Su visión estaba obstruida por algo que estaba delante de ellos. Algo rosado, de modo que no era un marciano. Lo que fuera estaba demasiado cerca de sus ojos y le hacía bizquear. Tuvo que echar la cabeza atrás para verlo mejor.

Era un cheque. Un cheque de aspecto muy familiar, aunque hacía mucho que no veía uno como aquel. Un cheque de Ediciones Bernstein Inc., su propio editor, así como el de Carter Benson. Cuatrocientos dieciséis dólares y algunos centavos. ¿Para qué se lo enseñaría Carter? Sin duda para demostrarle que aún ganaba dinero escribiendo y que quería que le ayudasen a celebrarlo. ¡Que se fuera al diablo! Luke volvió a cerrar los ojos.

Un nuevo y más urgente golpe sobre su hombro y tuvo que volver a abrirlos. El cheque aún seguía delante de sus ojos. Y esta vez vio que estaba extendido a nombre de Luke Deveraux, y no a favor de Carter Benson.

¿Cómo era posible? Era él quien debía dinero a Bernstein por todos aquellos anticipos, y no al revés. De todos modos, extendió una mano que de repente empezó a temblar y cogió el cheque, manteniéndolo a la distancia adecuada de sus ojos para examinarlo cuidadosamente. Parecía real, desde luego.

Se sobresaltó y dejó caer el cheque cuando un marciano, que corría y se deslizaba por encima del mostrador como si fuera una pista de hielo, patinó de repente a través de su mano y del cheque. Pero Luke lo volvió a coger sin siquiera sentirse molesto y se volvió hacia Carter, quien seguía sonriente.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó, deletreando esta vez exageradamente, a fin de que Carter pudiera leer en sus labios.

Carter señaló hacia la puerta y levantó dos dedos mientras decía:

—¿Quieres salir a la calle?

No era una invitación a la pelea, como habría significado en tiempos más felices una frase semejante pronunciada en un bar. Ahora tenía un nuevo significado debido al ensordecedor ruido que imperaba en los bares. Si dos personas querían hablar un minuto o varios minutos sin tener que gritar con toda la fuerza de sus pulmones o leer en los labios de su interlocutor, salían a la puerta principal o trasera y se apartaban unos pasos, llevando sus bebidas con ellos. Si ningún marciano les seguía o kwimmaba de repente para unirse a la conversación, podían hablar sin más molestias. Si un marciano empezaba a entrometerse podían regresar al enloquecedor ruido del interior y no habrían perdido nada. Los camareros lo comprendían y no les importaba si dos personas salían al exterior con los vasos; además, los camareros solían estar demasiado ocupados para darse cuenta.

Luke se metió rápidamente el cheque en el bolsillo, recogió los dos vasos que Carter había pedido y se dirigió por la puerta trasera hacia un callejón poco iluminado, sin llamar la atención de nadie. Y la suerte, que había visitado a Luke una vez, siguió a su lado; ningún marciano les siguió.

—Carter, un millón de gracias. Y perdona por tratar de esquivarte. Estaba empezando una última y solitaria juerga y..., bueno, dejemos eso. Pero, ¿para qué demonios es el cheque?

—¿Has leído alguna vez un libro titulado Infierno en Eldorado?

—¿Si lo he leído? Lo escribí hará cosa de doce o quince años; no era más que una mala novela del Oeste.

—Exactamente. Pero nada de mala; es una novela del Oeste bastante buena, Luke.

—De todos modos, está ya más muerta que un abrigo de pieles. ¿No irás a decirme que Bernstein piensa volver a editarla?

—Bernstein no. Pero los de Libros Miniatura Co. van a publicar una nueva edición de bolsillo. El mercado para las novelas del Oeste es ahora muy bueno, y están desesperados buscando nuevos títulos. Han pagado una sabrosa suma por los derechos de reedición de tu vieja novela.

Luke arrugó el ceño.

—¿Qué quieres decir, Carter? No es que vaya a mirarle el diente a un caballo regalado, pero ¿desde cuándo cuatrocientos dólares son una sabrosa suma por los derechos de una edición de bolsillo? No es que no suponga una fortuna para mí en estos momentos, pero...

—Calma, muchacho —replicó Carter—. Tu parte de los derechos ha sido de tres mil dólares, y eso está muy bien para una reedición de bolsillo. Pero le debías a Bernstein más de dos mil quinientos por todos esos anticipos, y ellos te los han descontado. El cheque que tienes en el bolsillo es neto. Ya no debes nada a nadie.

Luke silbó suavemente. Aquello era distinto, desde luego.

Carter dijo:

—Bernstein, el mismo Bernie, me llamó la semana pasada. Le devolvían el correo de donde vivías últimamente, y no sabía como ponerse en contacto contigo. Le dije que si quería enviarme el cheque a mí yo trataría de encontrarte. Y me dijo...

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