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Authors: Fredric Brown

Tags: #Cicncia Ficción, Humor

Marciano, vete a casa

BOOK: Marciano, vete a casa
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Un escritor se refugia en una cabaña mientras escribe su próximo relato. Al instante un extraterrestre proveniente de Marte aparece de la nada. Pronto, cientos de miles de marcianos aparecerán en todo el mundo, desorganizando la civilización humana.

No vienen como conquistadores, sencillamente, su interés es molestar. Pueden verlo todo. De esta manera, los secretos militares, políticos, personales, amorosos, son dados a conocer por estos seres pequeños que rinden culto a la verdad. Lógicamente, la sociedad humana no puede resistir semejante juego. por eso, el clamor pronto llega a ser unánime:
¡Marciano, vete a casa!

Un producto imaginativo y una novela por demás extraña, insólita, que a pesar de estar catalogada en el genero de ciencia-ficción, circula sobre el camino de la comedia.

Fredric Brown

Marciano, vete a casa

ePUB v1.0

GONZALEZ
21.06.12

Título original:
Martians, Go Home

©1955, Fredric Brown

Traducción: Francisco Blanco

©1982, Hyspamérica Ediciones S.A.

ePub base v2.0

Prólogo

El que los pueblos de la Tierra no se hallasen preparados para afrontar la llegada de los marcianos fue exclusivamente culpa suya. Debieron haber prestado mayor atención a la advertencia que supusieron los sucesos del siglo anterior y, en especial, los de las precedentes décadas.

En cierto modo, se puede considerar que tal advertencia databa de mucho tiempo atrás, ya que desde que asentó la opción de que la Tierra no era el centro del Universo, sino sólo uno más entre los varios planetas que giraban alrededor del Sol, los hombres han especulado sobre si los demás planetas no estarían también habitados. Sin embargo, tales especulaciones habían permanecido siempre en un plano puramente filosófico, tal como ocurre con las especulaciones sobre el sexo de los ángeles o sobre si fue antes el huevo o la gallina.

Podemos decir que la advertencia empezó realmente con Schiaparelli y Lowell, en particular con este último.

Schiaparelli fue el astrónomo italiano que descubrió los canales de Marte, pero nunca aseguró que se tratase de construcciones artificiales. Fue Lowell quien, tras estudiarlos y dibujarlos, dio rienda suelta a su imaginación, diciendo que se trataba de canales artificiales. Prueba positiva de que Marte estaba habitado.

Es cierto que fueron pocos los astrónomos que se pusieron de parte de Lowell; algunos incluso negaron la existencia de las rayas sobre la superficie del planeta o aseguraron que se trataba de ilusiones ópticas, mientras que otros explicaron que se trataba de líneas naturales, no de canales.

Pero las gentes, que siempre tienden a acentuar lo positivo, en su inmensa mayoría eliminaron lo negativo y siguieron a Lowell. Exigieron y obtuvieron millones de palabras de especulación científica sobre los marcianos, fantasías al estilo de los suplementos dominicales.

Luego, las novelas de ciencia ficción se apoderaron del campo de la especulación. Ganaron su primera y resonante batalla en 1895, cuando H.G. Wells escribió su magnífica obra «La guerra de los mundos», un clásico que describe la invasión de la Tierra por los marcianos, quienes consiguen atravesar el espacio con proyectiles disparados por los cañones de Marte.

Esa novela, que se hizo inmensamente popular, ayudó a preparar a la Tierra para la invasión. Orson Welles le dio otro empujón. En 1938, el día de los Inocentes, emitió un programa radiofónico que consistía en una dramatización del libro de Wells, y demostró, sin quererlo, que muchos de nosotros ya estábamos entonces dispuestos a aceptar la invasión de los marcianos como algo real. Miles de personas en todo el país, que pusieron sus receptores una vez empezado el programa y por lo tanto no escucharon el aviso de que se trataba de algo ficticio, creyeron que se trataba de hechos reales, que era cierto que habían llegado los marcianos.

Las novelas de ciencia ficción tuvieron un gran auge, lo que, unido al desarrollo de la ciencia, hizo cada vez más difícil el deslindar, en las novelas, la ciencia de la fantasía.

Cohetes V-2 cruzando el Canal y bombardeando Inglaterra. Radar, sonar. Luego la bomba A. La energía atómica. La gente empezó a creer que la ciencia podía llevar a cabo cualquier cosa que se propusiese.

Lanzados desde White Sands, en Nuevo México, los cohetes interplanetarios experimentales empezaron a salir de la atmósfera terrestre. Un satélite artificial dispuesto para girar alrededor de la Tierra. Muy pronto llegaríamos a la Luna.

La bomba H. Los platillos volantes. Desde luego, ahora ya sabemos lo que son, pero entonces no se sabía, y muchos creían en su origen extraterrestre.

El submarino atómico. El descubrimiento de la metzita en 1963. La teoría de Barner demostrando que Einstein estaba equivocado y probando que velocidades superiores a la luz eran posibles.

Cualquier cosa podía ser verdad, y mucha gente esperaba que sucediera.

Esa psicosis de anticipación no sólo afectaba al hemisferio occidental. En todas partes, la gente estaba dispuesta a creer cualquier cosa, como aquel japonés, en Yamanashi, que decía ser un marciano y fue rápidamente linchado por una turba que creyó en sus palabras. Luego, las algaradas de Singapur en 1962. Y se sabe ahora que la revolución filipina del año siguiente fue iniciada por una secta secreta mahometana, que decía estar en comunicación mística con los venusianos y actuar bajo su guía, consejo y dirección. Y en 1964 ocurrió aquel trágico accidente de los dos aviadores del ejercito estadounidense que se vieron obligados a hacer un aterrizaje forzoso con la nave espacial de prueba que pilotaban. Tuvieron que aterrizar al sur de la frontera y fueron entusiasta e inmerecidamente eliminados por los mexicanos, quienes, al verlos salir del aparato con sus trajes y cascos espaciales, los tomaron por marcianos.

Sí, debimos estar preparados para lo que ocurrió. Pero, ¿y para el modo en que llegaron? Sí y no. La ciencia ficción ha presentado a los marcianos bajo mil aspectos distintos —altas sombras azules, reptiles microscópicos, gigantescos insectos, bolas de fuego, flores ambulantes, lo que se quiera—, pero siempre evitó cuidadosamente lo vulgar, y lo vulgar resultó ser cierto. En realidad eran pequeños hombres verdes.

Pero con una diferencia..., y que diferencia. Nadie podía estar preparado para eso.

Debido a que muchas personas aún creen que ese dato puede tener cierta importancia sobre la cuestión, creo que debo decir que el año 1964 empezó sin que nada lo distinguiera de la docena de años anteriores.

La única diferencia fue que empezó un poco mejor. La depresión del principio de la década había terminado, y la Bolsa alcanzaba nuevas cimas nunca vistas.

La guerra fría seguía congelada, y no había más señales de una inminente explosión que en cualquier otra época después de la crisis de China.

Europa se encontraba más unida que nunca desde la segunda guerra mundial, y una restablecida Alemania ocupaba de nuevo su lugar entre las grandes naciones industriales. En los Estados Unidos, los negocios eran florecientes y la mayor parte de los hogares disponían de dos automóviles. En Asia había menos hambre que de costumbre.

Sí, 1964 empezó bien.

Primera parte

La llegada de los marcianos

1

Tiempo: primeras horas de la tarde del jueves 26 de marzo de 1964.

Lugar: una cabaña de troncos, de dos habitaciones, en el desierto, a kilómetro y medio de su vecino más próximo y no muy lejos de Indio, California, a unos doscientos cuarenta kilómetros al este y ligeramente al sur de Los Ángeles.

En escena, al levantarse el telón: Luke Deveraux, solo.

¿Por qué empezamos por él? ¿Y por qué no? Por algún sitio habrá que empezar. Y Luke, como escritor de novelas de ciencia ficción, debería haber estado más preparado que nadie para lo que iba a ocurrir.

Les presentamos a Luke Deveraux. Treinta y siete años, un metro setenta y setenta kilos de peso. Posee un selvático cabello rojo al que no es posible dominar sin la ayuda del fijador, y Luke nunca ha querido usar fijador. Debajo de los cabellos, unos ojos azul pálido, de mirada ausente; la clase de ojos que uno duda que le estén viendo, aunque le miren directamente. Debajo de los ojos, una larga y fina nariz, bastante centrada en un rostro alargado, sin afeitar durante las últimas cuarenta y ocho horas.

En aquel momento, las 8:14 de la tarde, hora del Pacífico, vestía una camiseta blanca, que ostentaba en el pecho, con grandes letras rojas, las siglas de YWCA, unos vaqueros desteñidos y zapatillas muy usadas.

No dejen que el YWCA de la camiseta les engañe. Luke nunca había sido ni será miembro de esa organización de jóvenes católicas. La camiseta pertenecía a Margie, su esposa o ex esposa. (Luke no estaba seguro de su posición legal con respecto a ella; se había divorciado hacía siete meses, pero la separación definitiva no sería concedida hasta dentro de otros cinco.) Cuando ella dejó la mesa y la cama de Luke debió de dejar también aquella camiseta entre las de él. Luke rara vez usaba camisetas en Los Ángeles, y no la había descubierto hasta aquella misma mañana. Le quedaba muy bien —Margie era una muchacha bastante grande—, y Luke había pensado que, solo y en el desierto, bien podía usarla durante un día antes de clasificarla como un trapo para limpiar el coche. Ciertamente no valía la pena devolverla, aunque estuvieran en mejores relaciones que las que disfrutaban en la actualidad. Margie se divorció de la YWCA mucho antes que de Luke, y no la había usado desde entonces. Quizá la había puesto deliberadamente entre las camisas de él, como una broma, cosa que Luke dudaba, recordando el humor que tenía Margie cuando se marchó.

Bien, durante el día había pensado que si ella la dejó como una broma, le había salido el tiro por la culata, porque él la encontró en un momento en que se hallaba solo y podía usarla. Y si por casualidad la dejó con toda deliberación para que él la encontrara, pensara en ella y se lamentará de su pérdida, también en eso se engañaba. Volvía a estar enamorado, y de una muchacha que era el reverso de Margie en casi todos los aspectos. Su nombre era Rosalind Hall, y era taquígrafa en la Paramount. Estaba perdido por ella. Loco por ella. Rabioso por ella.

Lo cual sin duda era un factor importante, porque en aquel momento se encontraba solo en la cabaña, a muchos kilómetros de una carretera asfaltada. La cabaña de troncos pertenecía a un amigo suyo, Carter Benson, también escritor, quien, en ocasiones, en los meses más frescos del año, la utilizaba por la misma razón que había movido a Luke a dirigirse allí: el deseo de la soledad y de encontrar argumento para sus obras.

Era ya la tarde del tercer día que Luke pasaba allí y aún seguía buscando sin encontrar nada, excepto grandes dosis de soledad. Ninguna llamada telefónica, ninguna carta, y tampoco había visto a otro ser humano, ni siquiera a distancia.

Pero estaba seguro de que aquella misma tarde había empezado a barruntar una idea. Algo todavía demasiado vago, demasiado diáfano para empezar a escribir, ni siquiera en forma de notas; algo tan impalpable, quizá, como una sombra fantasmal, pero de todos modos era algo. Aquél era el principio, esperaba, y suponía una gran mejora con respecto a cómo le iban las cosas en Los Ángeles.

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