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Authors: Fredric Brown

Tags: #Cicncia Ficción, Humor

Marciano, vete a casa (10 page)

BOOK: Marciano, vete a casa
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Retiró la mano herida y la contempló sin expresión a través del péndulo de las piernas del segundo marciano. De pronto, los dos marcianos desaparecieron del despacho.

Forbes, con el rostro ahora blanco en vez de rojo, volvió a sentarse lentamente y miró sin ver a las seis personas sentadas en su despacho, como si se preguntara la razón de que se hallaran allí. Luego se pasó la mano por la cara y dijo:

—Al tratar con los marcianos, es importante recordar que...

En ese momento, hundió la cabeza entre los brazos, apoyados en el escritorio, y empezó a sollozar suavemente.

La señora Johnston era la que estaba más cerca de la mesa. Se puso en pie y se adelantó, poniendo una mano en el hombro del que lloraba.

—Señor Forbes —dijo—, señor Forbes, ¿se encuentra bien?

No hubo ninguna respuesta, pero los sollozos cesaron poco a poco.

Todos los demás también se pusieron en pie. La señora Johnston se volvió hacia ellos:

—Creo que será mejor que le dejemos solo... Y... —recogió uno de los billetes de cinco dólares— me parece que podemos llevarnos nuestro dinero.

Se quedó con uno de los billetes y entregó los restantes a los otros. Todos se marcharon en silencio, algunos caminando de puntillas.

Todos excepto Deveraux y Gresham.

—Quedémonos... —había dicho Gresham—. Puede necesitar ayuda.

Y Forbes había asentido en silencio.

Una vez solos, levantaron la cabeza de Forbes y lo pusieron recto en la silla. Tenía los ojos abiertos, pero vacíos de expresión.

—Shock psíquico —dijo Gresham—. Es posible que se recobre y no le pase nada. Pero... —Su voz se hizo dudosa—. ¿Cree que debemos hacer que venga alguien con la camisa de fuerza?

Luke estaba examinando la mano herida de Forbes.

—Está rota... —dijo—. Al menos necesita que le curen eso. Telefoneemos a un médico. Si no se ha recobrado hasta entonces, que el doctor cargue con la responsabilidad de que vengan y se lo lleven.

—Buena idea. Pero quizá no sea necesario telefonear. Hay un médico en este mismo edificio. Me fijé en su placa cuando venía hacia aquí, y la luz estaba encendida. Quizá tiene visita de noche o ha estado trabajando hasta tarde.

El médico había estado ocupado hasta tarde, pero se preparaba para marcharse cuando los dos entraron en su despacho. Lo llevaron a la oficina de Forbes, le explicaron lo ocurrido, le dijeron que ahora él era el responsable y se marcharon.

Cuando bajaban las escaleras, Luke dijo:

—Era un tipo simpático, mientras duró.

—Y su idea era buena, mientras duró.

—Así lo creo —dijo Luke—. Y ahora me siento totalmente apagado. Oiga, íbamos a tratar de recordar dónde nos conocimos. ¿Ha pensado algo?

—¿No pudo ser en la Paramount? He trabajado allí seis años, hasta que cerraron los estudios hace dos semanas.

—Eso es —dijo Luke—. Usted escribía en series. Yo pasé unas cuantas semanas trabajando en guiones, hace ya algunos años. No me gustaba mucho y lo dejé. Lo mío es escribir historias, no preparar guiones.

—Debió de ser ahí entonces. Oiga, Deveraux...

—Llámeme Luke. Y su nombre es Steve, ¿no?

—Así es. Bien, Luke, yo también me siento apagado. Pero ya sé en qué gastarme los cinco dólares que acabo de recobrar. ¿Tiene alguna idea con respecto a los suyos?

—La misma que usted. Después de comprar un par de botellas, ¿vamos a mi habitación o a la suya?

Compararon las ventajas de las respectivas habitaciones y se decidieron por la de Luke; Steve Gresham vivía con una hermana casada; había niños y otras molestias, de modo que la habitación de Luke sería la mejor.

Ahogaron sus penas vaso a vaso; Luke resultó ser el más resistente de los dos. Un poco después de la medianoche Gresham quedó inconsciente; Luke aún se tenía en pie, aunque sus movimientos eran un poco erráticos.

Trató de despertar a Gresham sin conseguirlo, y entonces se sirvió tristemente otro vaso y se sentó a beber y pensar en vez de beber y hablar. Pero deseaba hablar más que pensar y casi, aunque no del todo, deseó que apareciera un marciano. Y aún no estaba lo bastante loco o borracho para hablar solo.

—Todavía no —dijo en voz alta, y el sonido de su propia voz le sobrecogió, haciéndole quedar de nuevo en silencio.

Pobre Forbes, pensó. Él y Gresham habían desertado de su lado; debieron haberse quedado con Forbes y ayudarle, por lo menos hasta que se convencieran de que ya no tenía remedio. Ni siquiera habían esperado a oír el diagnóstico del médico. ¿Habría podido el médico despertarle, o habría enviado a buscar a los loqueros?

Podía telefonear al doctor y preguntarle lo ocurrido, pero no recordaba el nombre de aquel médico, si es que alguna vez lo había oído.

Podía llamar al Hospital Mental de Long Beach y enterarse de si Forbes se encontraba allí. O si preguntaba por Margie, quizás ella podría darle más detalles de la situación de Forbes de los que podría conseguir de la telefonista. Pero no quería hablar con Margie. Sí que quería. No, no quería. Ella se había divorciado de él; que se fuera ahora al diablo. Al diablo con todas las mujeres.

Salió al vestíbulo en busca del teléfono, tambaleándose un poco. Tuvo que cerrar un ojo para leer las diminutas letras del listín, y luego otra vez para marcar el número.

Preguntó por Margie.

—¿Apellido, por favor?

—Uh...

Durante un instante, no pudo recordar el apellido de soltera de Margie. Luego se acordó, pero decidió que probablemente aún no se habría decidido a usarlo de nuevo, especialmente teniendo en cuenta que el divorcio aún no era definitivo.

—Marjorie Deveraux. Enfermera.

Un momento, por favor.

Unos minutos más tarde, sonó la voz de Margie.

—Diga.

—Hola, Margie. Soy Luke. ¿Te he despertado?

—No. Trabajo en el turno de noche. Luke, estoy contenta de que hayas llamado. Estaba muy preocupada por ti.

—¿Preocupada por mí? Estoy muy, muy bien. ¿Por qué te preocupas por mí?

—Bueno..., por los marcianos. Hay tantas personas que... No sé, sólo estaba preocupada.

—¿Creías que podían volverme tarumba, eh? —repuso Luke con voz pastosa—. No te preocupes, querida, no podrán tumbarme. Yo escribía ciencia ficción, ¿no lo recuerdas? Yo inventé a los marcianos.

—¿Estás seguro de encontrarte bien, Luke? Has estado bebiendo.

—Claro que he estado bebiendo. Pero estoy bien. ¿Cómo estás tú?

—Muy bien. Pero muy ocupada. Este lugar parece... un manicomio. No puedo hablar durante mucho tiempo por teléfonos. ¿Necesitas algo?

—No necesito nada, querida. Estoy muy, muy bien...

—Entonces tengo que colgar. Pero quiero hablar contigo, Luke. ¿Querrás telefonearme mañana por la tarde?

—Desde luego, querida. ¿A que hora?

—A cualquier hora de la tarde. Adiós Luke.

—Adiós, querida.

Luke volvió a su vaso, recordando de pronto que se había olvidado de preguntar por Forbes. Bueno, no tenía importancia. O Forbes estaba bien o no lo estaba; y no podía hacer nada si no lo estaba.

Era sorprendente, pensó, que Margie se mostrara tan afectuosa. Especialmente dándose cuenta de que él estaba borracho. Ella no era una puritana con la bebida —bebía con moderación—, pero siempre se enfurecía cuando él bebía demasiado, como esta noche.

Debía estar preocupada de verdad por él. ¿Pero por qué?

Y entonces recordó. Ella siempre había sospechado que Luke no era muy estable mentalmente. Una vez había tratado de llevarle a un psicoanalista; era una de las cosas por las que habían peleado. De manera que ahora, con tantas personas perdiendo la chaveta, pensaría que Luke sería de los primeros en caer.

Estaba loca, si pensaba eso. Él sería el último en permitir que los marcianos le tumbaran, no el primero.

Se sirvió otro vaso. No es que en realidad lo deseara —ya estaba muy borracho—, sino que era un gesto de desafío hacia Margie y los marcianos. Ya les enseñaría él...

Ahora tenía a uno de ellos en la habitación. Apuntó un vacilante dedo hacia el recién llegado y dijo:

—No podrás tumbarme. Yo te he inventado.

—Ya estás en el suelo, Mack. Estás más borracho que una cuba.

El marciano paseó la mirada, con gesto de disgusto, de Luke a Gresham, quien roncaba en la cama. Y debió decidir que ninguno de los dos merecía que perdiera su tiempo, porque desapareció en el acto.

—¿Has visto? Ya te lo dije —murmuró Luke.

Bebió otro trago y luego dejó el vaso en el suelo en el momento oportuno, porque la barbilla le cayó sobre el pecho y se quedó dormido.

Soñó con Margie. A ratos soñó que discutía y peleaba con ella, y a ratos soñó... Pero aún cuando los marcianos estuvieran presentes, los sueños seguían siendo inviolables.

5

El Telón de Acero se agitó como una hoja de árbol sacudida por un terremoto.

Los líderes del pueblo se encontraron frente a una oposición a la que no podían purgar, ni siquiera intimidar. Y no podían echar las culpas de la presencia de los marcianos a los capitalistas explotadores, porque pronto descubrieron que los marcianos eran peores que los capitalistas explotadores.

No sólo no eran marxistas, sino que se burlaban por igual de cualquier filosofía política. Se reían de todos los gobiernos terrestres y de todas las formas de gobierno, incluso de las más teóricas. Sí, ellos poseían la forma perfecta de gobierno, pero rehusaban decir en que consistía... Era algo que no le importaba a nadie.

Ni eran misioneros ni tenían ningún deseo de ayudarnos. Todo lo que querían era enterarse de lo que pasaba y mostrarse tan molestos e irritantes como fuese posible.

Tras el tembloroso telón tuvieron un tremendo éxito.

¿Cómo podía nadie decir la Gran Mentira, ni siquiera una pequeña, con trescientos millones de marcianos dispuestos a desmentirla? Adoraban la propaganda.

Y no cesaban de llevar partes. Nadie puede adivinar cuántas personas fueron sumariamente juzgadas y ejecutadas en los países comunistas durante el primer mes de la llegada de los marcianos. Campesinos, superintendentes de fábricas, generales, miembros del Politburó. Ya no era seguro hacer o decir nada con los marcianos por allí. Y siempre parecía haber marcianos por todas partes. No obstante, después de un tiempo aquella fase se normalizó. No podía ser de otro modo. No se puede fusilar a todo el mundo, ni siquiera a todo el mundo fuera de las murallas del Kremlin, sin no por otra razón porque entonces los capitalistas podrían avanzar sin resistencia y apoderarse de todo. No se puede enviar a todo el mundo a Siberia; Siberia podría contenerlos, pero no alimentarlos.

Era necesario hacer concesiones; tenían que permitir pequeñas diferencias de opinión. Ciertas disensiones de la línea del Partido debían ser ignoradas o toleradas.

Pero lo peor era que la propaganda, aun la propaganda interna se hizo imposible. Cifras y hechos, en discursos y en la prensa, debían ser veraces. Los marcianos disfrutaban buscando el más pequeño error o exageración para contárselo a todo el mundo.

¿Cómo se puede gobernar así?

6

Sin embargo, los capitalistas también tenían sus problemas. ¿Y quién no?

Tomemos el caso de Ralph Blaise Wendell, de sesenta y cuatro años de edad. Alto, ya un poco encorvado; delgado, con finos cabellos y ojos grises y cansados. Tuvo la desgracia de ser nombrado presidente de los Estados Unidos en 1960, aunque en aquella ocasión no pareciera una desgracia.

Ahora, y hasta que las elecciones de noviembre le permitieran descansar, era el presidente de una nación que contenía ciento ochenta millones de persones... y unos sesenta millones de marcianos.

En ese momento, una tarde de principios de mayo, seis semanas después de la llegada de los marcianos, se hallaba sentado, solo, en su despacho, reflexionando.

Completamente solo; ni siquiera un marciano presente. Tal soledad no era usual. Solo, o acompañado de su secretario, tenía las mismas posibilidades que cualquier otra persona de verse molestado. Los marcianos no perseguían a los presidentes y dictadores más de lo que perseguían a un dependiente o a un barrendero. No respetaban ninguna categoría social; no respetaban absolutamente nada.

Y ahora, al menos por el momento, se encontraba solo, y con el trabajo del día concluido; pero no sentía deseos de moverse. Estaba demasiado cansado para marcharse. Cansado con el especial agotamiento que produce la combinación de una enorme responsabilidad y la sensación de no ser apto para ella. Cansado de derrota.

Pensó amargamente en las últimas seis semanas y en la enorme confusión que se había generado. Una depresión que hacía parecer a la llamada Gran Depresión de 1929 un periodo de prosperidad surgida del sueño de un avaro.

Una depresión que había empezado, no con la caída de los valores de Bolsa, aunque eso se había producido rápidamente, sino con la repentina pérdida de trabajo de millones de personas a la vez... Casi todo el personal relacionado de algún modo con la industria del espectáculo; no sólo los actores, sino también los tramoyistas, taquilleros, mujeres de limpieza. Toda la gente relacionada con el deporte profesional. Todos los comprendidos en la industria del cine. Todos los que trabajaban en la radio y la televisión, excepto unos cuantos técnicos para hacer funcionar las emisores y proyectar antiguas películas o emitir obras grabadas en cinta magnetofónica; y unos pocos, muy pocos, locutores y comentaristas. Todos los músicos, para baile u orquesta.

Nadie había pensado nunca en cuántos millones de personas se ganaban la vida, directa o indirectamente, con el deporte o el espectáculo. Al menos hasta que todos perdieron el empleo a la vez.

Y la caída casi hasta cero de los valores de las empresas de espectáculos había iniciado el derrumbe de la Bolsa.

La depresión se había convertido en una pirámide, que aún seguía alzándose. La producción de automóviles quedó reducida a un 87% menos, comparada con el mismo mes del año anterior. Ni siquiera los que tenían empleo y dinero compraban coches nuevos. La gente se quedaba en casa. ¿Adónde podían ir? Desde luego algunos aún tenían el coche para ir y volver del trabajo, pero para eso el viejo cacharro era más que suficiente. ¿Quién sería lo bastante tonto para comprar un coche nuevo en medio de aquella depresión, y especialmente con el mercado de vehículos de ocasión atestado de coches casi nuevos que mucha gente se había visto forzada a vender? Lo extraño no era que la producción se redujese en un 87%, sino que aún se fabricasen coches nuevos.

BOOK: Marciano, vete a casa
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