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Authors: Fredric Brown

Tags: #Cicncia Ficción, Humor

Marciano, vete a casa (9 page)

BOOK: Marciano, vete a casa
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—Aún no he dado ninguna clase, señor Deveraux. Empiezo mi primer grupo esta tarde a las siete, dentro de una hora. Y otro grupo mañana a las dos de la tarde. Ninguno de los dos está completo todavía; aún tengo cinco plazas disponibles en cada uno de ellos, de modo que puede escoger el que más le convenga.

—En tal caso, cuanto antes mejor. Anóteme para esta tarde por favor. ¿Celebra esas clases en su domicilio?

—No, dispongo de una pequeña oficina para este propósito. Despacho seis catorce en el Edificio Draeger de la avenida Pine, al norte del Ocean Boulevard. Pero espere un momento; antes de que cuelgue, ¿puedo explicarle algo y hacerle unas cuántas preguntas?

—Adelante, doctor.

—Gracias. Antes de aceptar su inscripción, espero que me perdonará si le hago unas cuantas preguntas respecto a su experiencia. Ya comprenderá, señor Deveraux, que esto no es un timo. Aunque espero ganar dinero con ello, naturalmente, también estoy interesado en ayudar a la gente, y hay un gran número de personas que van a necesitar mucha ayuda. Por esa razón he escogido este método, trabajando por medio de otros.

—Comprendo. Usted busca discípulos para convertirlos en apóstoles.

El psicólogo se echo a reír.

—Una forma inteligente de expresarlo. Pero no quisiera llevar más lejos la analogía; puedo asegurarle que no me considero un mesías. Pero tengo la suficiente fe en mi capacidad para ayudar a los demás como para querer escoger a mis alumnos con cuidado. Ya que doy mis clases a un número tan reducido, quiero estar seguro de dedicar mis esfuerzos a personas que...

—Le comprendo perfectamente —interrumpió Luke—. Puede empezar a preguntar.

—¿Tiene usted estudios universitarios, o algo equivalente?

—Sólo he hecho dos cursos en la universidad, pero creo que poseo el equivalente de una educación universitaria; al menos, una no especializada. Durante toda mi vida he sido un lector omnívoro.

—¿Y por cuánto tiempo ha sido eso, si me permite la pregunta?

—Treinta y siete años. Espere, quiero decir que tengo treinta y siete años de edad. No he leído durante todo ese tiempo, claro.

—¿Ha leído mucho sobre temas de psicología?

—Nada técnico. Bastantes libros de divulgación.

—¿Y cuál ha sido su principal ocupación?

—Escribir ciencia ficción.

—¿Es posible? ¿Ciencia ficción? ¿No será usted por casualidad Luke Deveraux?

Luke sintió el hálito de orgullo que un escritor siempre experimenta cuando su nombre es reconocido.

—Sí. No me diga que usted también lee ciencia ficción...

—Oh, sí, y me gusta mucho. Por lo menos me gustaba hasta hace dos semanas. En estos momentos no creo que nadie tenga interés en leer novelas sobre seres extraterrestres. Y ahora que pienso en ello..., supongo que habrá una seria interrupción en la venta de novelas sobre este tema. ¿Es por eso por lo que busca una nueva profesión?

—Me temo que aun antes de que llegasen los marcianos yo ya estaba en el peor bache de mi carrera de escritor, de modo que no puedo echarles toda la culpa a ellos. Tampoco me han ayudado en nada, desde luego. Y está usted en lo cierto en lo que ha dicho sobre la baja de ventas, mucho más de lo que pueda creer. Ya no existe ningún mercado para esas obras, y creo que no lo habrá hasta muchos años después de que se hayan marchado los marcianos..., si es que se marchan alguna vez.

—Entiendo. Bien, señor Deveraux, siento que haya tenido mala suerte en su carrera de escritor. No hace falta que le diga que me sentiré muy satisfecho teniéndole en una de mis clases. Si hubiera mencionado su nombre cuando me dijo su apellido hace un momento, puedo asegurarle que mis preguntas no hubieran sido necesarias. ¿Le veré esta tarde a las siete, entonces?

—Sin falta —dijo Luke.

Quizá las preguntas del psicólogo no fuesen necesarias, pero Luke se sentía satisfecho de que las hubiera hecho. Ahora estaba seguro de que no se trataba de una estafa, y de que aquel hombre era lo que decía ser.

Aquellos cinco dólares que iba a gastar podían ser la mejor inversión de su vida. Ahora estaba seguro de que tendría una nueva profesión, algo importante. Se sintió convencido de que iba a continuar con aquellos estudios y a tomar todas las lecciones que Forbes dijera que necesitaba, aunque fueran más de las dos o tres que el prospecto de Forbes decía que serían suficientes. Si se le acababa el dinero, sin duda Forbes, que le conocía y admiraba como escritor, estaría dispuesto a darle las últimas lecciones a crédito, permitiéndole pagar cuando empezara a ganar dinero ayudando a los demás.

Y además de las lecciones, pasaría muchas horas en la biblioteca pública o leyendo los libros en su casa; no sólo leyéndolos, sino en realidad estudiando a fondo todos los libros sobre psicología que cayeran en sus manos. Podía leer con rapidez y tenía buena retentiva, y si iba a dedicarse a esa nueva profesión, lo mejor sería que lo hiciera por entero y que se convirtiera en lo más aproximado a un verdadero psicólogo que fuera posible sin el prestigio de un título. Pero quizás hasta eso podría conseguirlo algún día. ¿Por qué no? Si realmente estaba acabado como escritor, lo mejor que podía hacer era buscar, por difícil que fuera la búsqueda, un puesto en otra profesión legítima. ¡Aún era joven, caramba!

Se duchó con rapidez y se afeitó, cortándose ligeramente cuando un repentino maullido resonó en su oído en mitad de una pasada de la maquinilla de afeitar; un segundo antes no había ningún marciano en la habitación. Sin embargo, no era un corte muy profundo, y su lápiz estíptico detuvo la hemorragia fácilmente. Se preguntó si ni siquiera los psicólogos podrían llegar a acostumbrarse a cosas como aquellas para evitar la reacción y el sobresalto que le había hecho cortarse. Bien, Forbes tendría la respuesta. Y si no había respuesta, una máquina de afeitar eléctrica solucionaría el problema. Se compraría una tan pronto como volviera a ganar dinero.

Deseaba que su aspecto respaldase la impresión producida por su nombre; de modo que se puso su mejor traje —el de gabardina color canela—, una camisa blanca, limpia, vaciló un instante entre su corbata a cuadros y una más seria de color azul, y escogió la azul.

Salió a la calle, silbando alegremente. Caminaba con paso rápido, sintiendo que aquel instante era un momento crucial en su existencia, el principio de una nueva y mejor época.

Los ascensores del Edificio Draeger no funcionaban, pero no le desanimó tener que subir por las escaleras hasta el sexto piso; por el contrario, le hizo sentirse más lleno de vigor.

Cuando abrió la puerta del seis catorce, un hombre alto y delgado, vestido con un traje gris oscuro y unas gruesas gafas de concha, se levantó de detrás de un escritorio para acercarse a él con la mano extendida.

—¿Luke Deveraux? —preguntó.

—En efecto, doctor Forbes. ¿Cómo me ha reconocido?

Forbes sonrió.

—En parte por eliminación; todos los que se han inscrito ya están aquí, excepto usted y otra persona. Y en parte porque he visto su foto en la contraportada de un libro.

Luke se volvió y vio que ya había otras cuatro personas en el despacho, sentadas en cómodas sillas. Dos hombres y dos mujeres. Todos iban bien vestidos y parecían inteligentes y educados. También había un marciano, sentado con las piernas cruzadas en una esquina del escritorio de Forbes, sin hacer otra cosa por el momento que parecer aburrido. Forbes presentó a Luke a los presentes..., excepto al marciano. Los hombres se llamaban Kendall y Brent; las mujeres eran la señorita Kowalski y la señora Johnston.

—Y también le presentaría a nuestro amigo marciano, si supiera su nombre —dijo Forbes, con animación—. Pero siempre nos dicen que no usan nombre.

—Mack, vete a... —dijo el marciano.

Luke escogió una de las sillas vacantes y Forbes volvió a su silla giratoria detrás del escritorio. Echó una mirada a su reloj de pulsera.

—Las siete en punto —dijo—. Pero creo que debemos conceder unos minutos más a nuestro último colega para que pueda llegar. ¿Están de acuerdo?

Todos asintieron, y la señorita Kowalski preguntó:

—¿Quiere que le entreguemos nuestra cuota mientras esperamos?

Cinco billetes de cinco dólares, incluyendo el de Luke, pasaron de mano en mano hasta llegar al escritorio de Forbes. El psicólogo los dejó allí, a la vista de todos.

—Gracias —dijo—. Voy a dejarlos ahí por el momento. Si alguno de ustedes no se siente satisfecho cuando termine la lección, puede retirar su dinero. Ah, aquí está nuestro último miembro. ¿Señor Gresham?

Estrechó la mano del recién llegado, un hombre de mediana edad, con una incipiente calvicie, que le pareció vagamente familiar a Luke, aunque no podía recordar el nombre ni dónde le había conocido, y lo presentó a los otros miembros de la clase. Gresham vio el pequeño montón de billetes encima del escritorio y añadió el suyo, y luego se sentó en una silla vacía junto a Luke. Mientras Forbes arreglaba sus notas, Gresham se inclinó hacia Luke.

—¿No nos hemos conocido el alguna parte? —susurró.

—Creo que sí —dijo Luke—. Tuve la misma impresión cuando entró. Pero ya hablaremos más tarde. Espere, creo que...

—¡Silencio, por favor!

Luke se interrumpió y se echó hacia atrás bruscamente. Luego enrojeció un poco al darse cuenta de que era el marciano quien había hablado, no Forbes. El marciano le hizo una mueca.

Forbes sonrió.

—Permítanme que empiece diciendo que hallarán imposible ignorar a los marcianos, especialmente cuando dicen o hacen algo inesperado. No deseaba mencionar este punto inmediatamente, pero ya que es obvio que esta noche voy a tener «cierta ayuda» en la clase, quizá será mejor que empiece con una afirmación que había pensado desarrollar de modo gradual.

»Es la siguiente: su vida, sus pensamientos y su cordura, al tiempo que las vidas, pensamientos y cordura de aquellos a quienes espero que podrán aconsejar y ayudar, estarán menos afectadas por ellos si escogen un término medio entre tratar de ignorarlos por completo y tomarlos demasiado en serio.

»El ignorarlos por completo, o mejor dicho, el tratar de ignorarlos por completo, el pretender que no están aquí cuanto es evidente que sí están, es una forma de rechazo de la realidad que puede llevar directamente a la esquizofrenia y a la paranoia. Por el contrario, el prestarles plena atención, el permitir que lleguen a irritarles seriamente puede llevarles a un ataque de nervios... o a la apoplejía.

Parecía lógico, pensó Luke. En casi todas las cosas de este mundo, el término medio es el mejor.

El marciano sentado en la esquina del escritorio bostezó desaforadamente.

Un segundo marciano kwimmó de repente al despacho, justo en el centro de la mesa, tan cerca de la nariz de Forbes que éste dejó escapar una exclamación involuntaria. Luego sonrió a sus alumnos por encima de la cabeza del marciano.

Volvió a mirar sus notas, pero el marciano ya estaba sentado encima de ellas. Pasó una mano a través del marciano y las corrió hacia un lado; el marciano se movió en el acto para mantenerse encima de ellas.

Forbes suspiró y levantó los ojos parar mirar a la clase.

—Bien, parece ser que tendré que hablar sin la ayuda de mis notas. Su sentido del humor es muy infantil.

Se inclinó hacia un lado para ver mejor por el costado del marciano sentado delante de él. El marciano también se inclinó hacia el mismo lado. Forbes se enderezó y el marciano repitió su movimiento.

—Su sentido del humor es muy infantil —volvió a decir Forbes—. A este respecto, debo decirles que ha sido a través de mi estudio de los niños y sus reacciones hacia los marcianos como he llegado a desarrollar la mayor parte de mis teorías. Sin duda, todos ustedes habrán observado que después de las primeras horas, cuando ha pasado la novedad del primer encuentro, los niños se acostumbran a la presencia de los marcianos con mucha más facilidad que los adultos. Especialmente los niños de menos de cinco años. Yo tengo dos niños y...

—Tres, Mack —dijo el marciano que estaba en la esquina del escritorio—. He visto el contrato por el que pagaste dos mil dólares a aquella dama de Gardenia, para que ella no presentara una demanda de paternidad.

Forbes enrojeció.

—Tengo dos niños en mi hogar —dijo con firmeza— y...

—Y una esposa alcohólica —dijo el marciano—. No te olvides de ella.

Forbes esperó unos instantes con los ojos cerrados, como si contara en silencio.

—El sistema nervioso de los niños —continuó—, como ya he explicado en Usted y sus nervios, mi popular libro sobre...

—No tan popular, Mack. Ya sabes que la declaración de derechos dice que se han publicado menos de mil ejemplares.

—Quise decir que está escrito en estilo popular.

—Entonces, ¿por qué no se vende?

—Porque la gente no los compra —estalló Forbes. Luego sonrió al auditorio—. Perdónenme. No debí permitir que me arrastrasen a una discusión sin objeto. Si ellos hacen preguntas ridículas, no contesten.

El marciano que estaba sentado encima de sus notas, de repente kwimmó a la cabeza de Forbes, donde se sentó con las piernas colgando sobre su rostro y balanceándolas de tal modo que la visión del psicólogo quedaba alternativamente bloqueada y despejada.

Forbes miró sus notas, ahora de nuevo visibles, con intermitencias. Dijo:

—Ah..., aquí hay una nota para recordarles, y será mejor que lo haga mientras puedo leer la nota; se refiere a que al tratar con las personas a quienes deben ayudar deben ser completamente veraces y...

—¿Por qué no lo has sido tú, Mack? —preguntó el marciano sentado en la esquina del escritorio.

—... no hacer afirmaciones injustificadas sobre su persona o...

—¿Cómo has hecho tú en esa circular, Mack? ¿Por qué omitiste decir que varias de las monografías que mencionabas ni siquiera han llegado a publicarse?

El rostro de Forbes se iba volviendo de un rojo vivo por detrás del péndulo de las verdes piernas del marciano. Se puso lentamente en pie, con las manos agarradas al borde del escritorio.

—Yo..., ah..., uh...

—¿Por qué no les has dicho que no eras más que un ayudante de psicólogo en la Convair, y la razón de que te despidieran, Mack?

Y el marciano que estaba en la esquina de la mesa se puso los pulgares en los oídos, agitó sus otros dedos y emitió un estridente maullido.

Forbes le golpeó con todas sus fuerzas. Y a continuación aulló de dolor cuando su puño, pasando a través del marciano, golpeó, haciéndola caer, la pesada lámpara metálica que ocultaba con su cuerpo.

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