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Authors: Fredric Brown

Tags: #Cicncia Ficción, Humor

Marciano, vete a casa (20 page)

BOOK: Marciano, vete a casa
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—Usaremos este motor fuera borda para la energía —dijo, llevando las palabras a la acción—. Sólo que sin la hélice y con una dinamo para producir la corriente directa a... ¿cuántos voltios?.

Y cuando hubo calculado eso, aumentó el voltaje con un transformador y luego lo derivó a una bobina de alta tensión y siguió construyendo e inventando.

Sólo una vez se encontró con una seria dificultad. Y fue cuando comprendió que necesitaba una membrana vibrátil de unos veinte centímetros de diámetro. No tenía nada en su taller que pudiera servirle para aquel fin, y como ya eran las ocho de la noche y todas las tiendas estaban cerradas, estuvo a punto de dejarlo para el día siguiente.

Sin embargo, el Ejército de Salvación le salvó, cuando pensó en su existencia. Salió fuera y caminó arriba y debajo de la calle Clar, hasta que una muchacha del Ejército de Salvación se acercó para hacer su acostumbrado recorrido por las tabernas. Tuvo que ofrecer hasta treinta dólares a la causa antes de que ella aceptara separarse de su tambor; y fue una suerte que ella sucumbiera ante aquella cidra porque era todo el dinero que tenía. Además, si la muchacha no hubiera aceptado el trato, Oberdorffer se habría sentido tentado de coger el tambor y echar a correr, y aquello probablemente le habría llevado a una celda contigua a la de Pete. Era un hombre grueso, mal corredor y que se quedaba pronto sin aliento.

Pero el tambor resultó ser exactamente lo que necesitaba. Una vez que cubriera el parche con una ligera capa de limaduras de hierro magnetizado y lo colocara entre el tubo catódico y la sartén de aluminio que servía de rejilla, no sólo filtraría todos los rayos delta que no eran necesarios sino que la vibración de las limaduras (cuando el motor fuera borda estuviera en marcha) proporcionaría la prevista fluctuación en la inductancia.

Por fin, una hora más tarde de la hora en que solía acostarse, Oberdorffer soldó la última conexión y dio un paso atrás para contemplar su obra maestra. Suspiró con satisfacción. Estaba bien. Tenía que funcionar.

Se aseguró de que la ventanilla situada encima de la puerta estuviera abierta por completo. Las vibraciones subatómicas debían salir al exterior, o sólo tendrían efecto dentro de la habitación. Pero una vez libres rebotarían en la ionosfera y, al igual que las ondas de radio, darían la vuelta al mundo en cuestión de segundos.

Comprobó que había gasolina en el tanque del motor fuera borda, enrolló la cuerda en el volante, se preparó para tirar del cordón... y entonces vaciló. Durante toda la noche había tenido la visita ocasional de los marcianos, pero ahora no había ninguno presente. Prefería esperar hasta que hubiera uno por allí antes de poner en marcha la máquina, a fin de poder comprobar en el acto si había tenido éxito.

Pasó a la otra habitación y sacó una botella de cerveza de la nevera. La llevó al taller, se sirvió un vaso y esperó. En alguna parte un reloj dio la hora, pero Oberdorffer, que era sordo, no lo oyó.

Un marciano se hallaba ahora sentado encima del supervibrador subatómico antiextraterrestre. Oberdorffer dejó el vaso, extendió la mano y tiró de la cuerda. El motor giró y se puso en marcha; la máquina empezó a funcionar.

Al marciano no pareció ocurrirle nada.

—Hacen falta unos minutos para que suba el potencial —explicó Oberdorffer, más a sí mismo que al marciano.

Se volvió a sentar y cogió el vaso de cerveza. Bebió un sorbo y miró a la máquina, esperando que pasaran aquellos minutos.

Eran aproximadamente las once y cinco, hora de Chicago, de la noche del 19 de agosto, un miércoles.

2

En la tarde del 19 de agosto de 1964, en Long Beach, California, sobre las cuatro (lo que significaba que serían las seis de la tarde en Chicago, es decir la hora en que Oberdorffer llegaba a su casa, repleto de salchichas y sauerkraut, dispuesto a empezar a trabajar en su supervibrador), Margie Deveraux se detuvo en el umbral del despacho del doctor Snyder y preguntó:

—¿Está ocupado, doctor?

—Nada de eso, Margie —dijo el doctor Snyder, que tenía más trabajo del que podía hacer en una semana—. Pase y siéntese.

Ella se sentó.

—Doctor —dijo un poco excitada—, por fin he tenido una idea sobre el paradero de Luke.

—Espero que sea válida, Margie. Ya han pasado dos semanas.

En realidad había pasado un día más. Eran quince días y cuatro horas los que habían transcurrido desde que Margie subiera a su habitación para despertar a Luke y encontrarse la nota en lugar de a su marido.

Había corrido con la nota al doctor Snyder, y su primera idea, ya que sabían que Luke no tenía dinero, excepto unos cuantos dólares en el bolso de Margie, había sido llamar al banco. Allí les dijeron que acababa de sacar quinientos dólares de la cuenta conjunta.

Sólo tuvieron otra noticia del paradero de Luke después de aquello. La policía se enteró al día siguiente de que, cosa de una hora después de la vista de Luke al banco, un hombre que respondía a sus señas particulares, pero que dio un nombre distinto, había comprado un coche de segunda mano en un garaje y lo había pagado con cien dólares en efectivo.

El doctor Snyder tenía cierta influencia en la jefatura, y todas las comisarías del Sudoeste recibieron la descripción de Luke y de su coche, un viejo Mercury de 1957, amarillo. El doctor Snyder también avisó a todas las instituciones mentales de la zona.

—Estábamos de acuerdo —decía Margie— en que el sitio adonde probablemente se dirigiría sería aquella cabaña del desierto donde se encontraba la noche en que llegaron los marcianos. ¿Sigue pensando lo mismo?

—Desde luego. Él cree que inventó a los marcianos, así lo dice en esa nota que le dejó. Por lo tanto es lógico pensar que ha debido volver al mismo sitio para tratar de reconstruir las mismas circunstancias, a fin de deshacer lo que cree que hizo. Pero dijo que no tenía la menor idea de dónde se encontraba esa cabaña.

—Y aún no la tengo; sólo sé que se encuentra cerca de Los Ángeles. Pero acabo de recordar algo, doctor. Recuerdo que Luke me dijo, hace varios años, que Carter Benson había comprado una cabaña en alguna parte, creo que dijo cerca de Indio. Ése podría ser el lugar. Apostaría cualquier cosa a que no me equivoco.

—Pero habló con ese Benson, ¿no?

—Le llamé por teléfono, sí. Pero sólo le pregunté si había visto u oído algo de Luke desde que se marchó de aquí. Me dijo que no, pero me prometió avisarme si se enteraba de su paradero. Sin embargo, no pensé en preguntarle si Luke había usado su cabaña en marzo. Y él no me habló de eso, porque yo no le conté toda la historia ni que pensábamos que Luke podía estar donde se encontraba en marzo pasado. Porque..., bueno, no se me ocurrió decírselo.

—Ya —dijo el doctor Snyder—. Bien, es una posibilidad Pero ¿cree que Luke usaría la cabaña sin el permiso de Carter?

—Probablemente tenía permiso en marzo. Y no se olvide que esta vez se esconde de nosotros. No querrá que Carter sepa dónde se encuentra. Y debía de estar seguro de que Carter no usaría la cabaña en agosto.

—Es cierto. ¿Quiere volver a telefonear a Benson entonces? Aquí tiene el teléfono.

—Usaré el que está en el vestíbulo, doctor. Es posible que tarde algún tiempo en localizarle y usted está ocupado, aunque diga lo contrario.

Pero no le costó mucho tiempo encontrar a Carter Benson, después de todo. Margie regresó al cabo de unos minutos, con los ojos brillantes.

—Doctor, fue en la cabaña de Carter donde estuvo Luke en marzo. Y me ha dado las instrucciones necesarias para llegar hasta allí.

Agitó en el aire un trozo de papel.

—¡Buena chica! ¿Qué debemos hacer ahora? ¿Telefonear a la policía de Indio o...?

—Nada de policía. Yo iré a buscarle. Tan pronto como termine mi turno.

—No necesita esperar, querida. Pero ¿está segura que quiere ir sola? No sabemos cómo habrá progresado su enfermedad y es posible que le encuentre... perturbado.

—Si no lo está, seré yo quién le perturbe. En serio, doctor, no se preocupe. Puedo manejarle, cualquiera que sea su estado. —Margie miró su reloj de pulsera—. Las cuatro y cuarto. Si realmente no le importa que me marche ahora, puedo llegar allí a las nueve o las diez de la noche.

—¿Está segura de que no quiere que la acompañe uno de los enfermeros?

—Completamente segura.

—Muy bien, querida. Tenga cuidado con el tráfico.

3

En la tarde del tercer día de la tercera luna de la estación del Kudus (aproximadamente en el mismo instante en que Hiram Oberdorffer, en Chicago, preguntaba en la Bughouse Square por su desaparecido amigo), un hechicero llamado Bugassi, de la tribu moparobi, en el África ecuatorial, se presentaba al jefe de la tribu. El nombre del jefe era M’Carthi, aunque no era pariente de un antiguo senador de Estados Unidos que llevaba el mismo nombre.

—Haz magia contra los marcianos —ordenó M’Carthi a Bugassi.

Hay que hacer notar que en realidad no les llamó «marcianos». Usó la palabra gnajamkata, cuya derivación es la siguiente: gna, que significa «pigmeo», más jam, que significa «verde», y kat que significa «cielo». La última vocal indica el plural, y el conjunto puede traducirse por «los pigmeos verdes del cielo».

Bugassi se inclinó.

—Haré un gran hechizo —dijo.

Sería mejor que fuese un verdadero y gran hechizo, pensó Bugassi. La posición de un hechicero entre los moparobi siempre había sido precaria. A menos que realmente fuese un hechicero muy bueno, la posibilidad de que llegase a viejo era muy remota. Y aún sería más corta de no ser porque el jefe rara vez exigía oficialmente los servicios del hechicero, ya que la ley tribal decretaba que el hechicero que fracasaba en su empeño debía contribuir con carne a la despensa de la tribu. Y los moparobi eran caníbales.

Cuando llegaron los marcianos había seis hechiceros ente los moparobi; ahora Bugassi era el último sobreviviente. A intervalos de una luna (porque el tabú prohíbe que el jefe pida un hechizo antes de que pasa una luna de veintiocho días desde el anterior), los otros cinco hechiceros habían probado y fracasado y hecho sus contribuciones.

Ahora le tocaba el turno a Bugassi, y por la expresión hambrienta con que M’Carthi y el resto de la tribu le miraban, parecía que estarían tan satisfechos si fracasaba como si alcanzaba el éxito.

En toda África había hambre de carne. Algunas de las tribus, que habían vivido casi exclusivamente de la caza, estaban ya al borde de la inanición. Otras tribus se habían visto forzadas a emigrar a vastas distancias en otros territorios donde existían alimentos vegetales, como frutos y raíces.

La caza resultaba sencillamente imposible. Casi todas las criaturas que el hombre caza para su alimento tienen alas o pies más rápidos que los suyos. El hombre debe acercarse contra el viento, mantenerse oculto hasta que está a una distancia desde la que puede herir.

Pero con los marcianos por allí ya no había ninguna posibilidad de mantenerse oculto e invisible. Les gustaba acompañar a los cazadores nativos. Sus métodos para ayudarles era correr —o kwimmar— delante de ellos, despertando y ahuyentando a la caza con gritos de alegría.

Lo cual tenía por resultado que las presas huyeran como perseguidas por el demonio, y que el cazador volviera al poblado con las manos vacías, noventa y nueve veces de cada cien, sin haber tenido la oportunidad de disparar una flecha o lanzar una lanza. Y mucho menos cazar algo con alguna de las dos cosas.

Era una depresión para salvajes. De tipo distinto, pero de efectos tan terrible como los tipos más civilizados de depresión que amenazaban a los países civilizados.

Las tribus propietarias de rebaños también sentían el castigo. A los marcianos les gustaba saltar a la grupa del ganado y hacerlos huir despavoridos. Desde luego, dado que un marciano no tiene sustancia o peso, una vaca no puede sentir a un marciano sobre el lomo, pero cuando el marciano se inclinaba y gritaba: Iwrigo’m N’gari («¡Arre, Blanquita!», en masai) al oído de la vaca, mientras una docena de marcianos aullaba Iwrigo’m N’gari en los oídos de otra docena de vacas, la estampida estaba en marcha.

Desde luego, a los africanos no les gustaban las bromas marcianas. Pero volvamos a Bugassi.

—Haré un gran hechizo —había dicho a M’Carthi.

Y sería un gran hechizo, literalmente y como figura retórica. Poco después de que los pigmeos verdes cayeran del cielo, M’Carthi llamó a sus seis hechiceros y conferenció largo y tendido con ellos. Había hecho todo lo posible para convencerles de que reunieran sus conocimientos mágicos de manera que uno de ellos, usando la sabiduría de los seis, pudiera hacer el mayor hechizo nunca visto.

Sin embargo, los hechiceros rechazaron la propuesta y ni siquiera las amenazas de tortura y muerte les hicieron cambiar de idea. Sus secretos eran sagrados y más importantes para ellos que sus propias vidas.

No obstante, llegaron a un compromiso. Echarían a suertes el orden en que debían proceder a hacer sus respectivos encantamientos, con intervalos de una luna. Y todos se mostraron conformes en que si fracasaban confiarían todos sus secretos, en particular los ingredientes y conjuros que componían su hechizo especial, al hechicero que le siguiera en turno, antes de hacer su contribución al estómago de la tribu.

Bugassi había retirado la ramita más larga, y ahora, cinco lunas más tarde, poseía la sabiduría combinada de todos los demás aparte de la propia, y los hechiceros moparobi tienen fama de ser los más sabios de toda África. Además, conocía exactamente todos los elementos y cada una de las palabras que habían compuesto los cinco hechizos anteriores.

Con ese vasto depósito de conocimientos en sus manos, había estado planeando su propio encantamiento durante más de una luna, desde el día en que Nariboto, el quinto de los hechiceros que habían fracasado, había seguido el camino de toda la carne pecadora. (La parte de Bugassi, a petición propia, había sido el hígado, del que había conservado un pequeño trozo: ahora, ya bien podrido, se hallaba en excelentes condiciones para formar parte de su supremo hechizo.)

Bugassi sabía que no podía fallar, no sólo porque las consecuencias para su propia persona, si fracasaba, era algo en lo que no quería pensar, sino sencillamente porque la sabiduría combinada de todos los hechiceros moparobi no podía fallar.

Sería un hechizo para terminar con todos los hechizos, al tiempo que con todos los marcianos. Un hechizo monstruo, que incluiría todos los ingredientes y todos los conjuros usados en los otros cinco, y además once ingredientes y diecinueve encantamientos (siete de los cuales eran pasos de danza) que habían sido sus propios y muy especiales secretos, desconocidos de los otros cinco hechiceros.

BOOK: Marciano, vete a casa
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