Ni siquiera con un grito prolongado de una hora. Solo conseguiría destrozarse las cuerdas vocales. Una vez se ha hecho eso, recurres a lo que no querías recurrir, sabiendo que sirve y destruye al mismo tiempo: ingieres medicamentos.
Haloperidol y Diazepam.
Matan aquello que se arrastra y silencian el grito. Y mutilan aún más la dignidad.
Luego te apagas.
La bahía tenía la misma forma que entonces. Las rocas estaban donde siempre habían estado. La playa describía un amplio arco que bordeaba el lindero del bosque. Cuando la marea estaba baja, había un buen trecho de arena seca, incluso hasta la misma orilla del mar. En ese sentido nada había cambiado en Hasslevikarna después de casi veinticuatro años. Seguía siendo un lugar bello y apacible. Quien se acercara para disfrutar del día difícilmente podría imaginarse lo que había sucedido entonces. Justamente allí, aquella noche de marea viva.
Salió del vestíbulo de llegadas de Landvetter con una chaqueta de cuero negra y tejanos negros. Se había cambiado de ropa y se dirigió directamente a la fila de taxis. Un inmigrante medio adormecido salió del primer vehículo y le abrió la puerta trasera. Dan Nilsson subió.
—A la estación central.
Tenía que coger un tren a Strömstad.
Lo había notado ya cuando el
Köstervåg
zarpó del puerto. El gran barco rojo se resentía de las subidas y bajadas, que iban en aumento a cada milla marina que avanzaban. Todo el mar del Norte parecía agitarse en su gigantesca cuba. Olivia empezó a sentir cierto malestar en el estómago. No solía marearse. Había navegado bastante en la embarcación de sus padres, sobre todo entre los islotes, y a veces allí se levantaba viento. Su cuerpo solo reaccionaba cuando había oleaje largo y pesado.
Como ahora.
Corrió en dirección a los baños. A la izquierda, frente a la cantina. La travesía era breve, así que debería poder soportarlo. Había comprado una taza de café y un bollo de canela, tal como solía hacer la gente en trayectos como aquel, y se había sentado cerca de uno de los grandes ventanales. Sentía curiosidad por ver ese lado del archipiélago, tan distinto del suyo, que era el lado oriental. Aquí las rocas eran bajas, escarpadas, oscuras.
Peligrosas, pensó cuando vio cómo rompían contra una roca que apenas despuntaba en las aguas.
Sin embargo, para el capitán de aquel barco debía de ser algo monótono, pensó Olivia. Tres viajes de ida y vuelta durante el semestre de invierno y ahora, en junio, al menos veinte. Olivia volvió la mirada hacia el interior de la embarcación. El salón estaba bastante lleno, a pesar de que era uno de los primeros barcos del día. Habitantes de las islas que volvían a casa después de una jornada de trabajo nocturno en Strömstad. Veraneantes de camino a la primera semana de vacaciones. Y algunos pasajeros que se disponían a pasar el día allí.
Al igual que ella.
Casi.
Ella se quedaría una noche. No más. Había alquilado una cabaña en un pequeño complejo en mitad de la isla. Bastante cara; bueno, era temporada alta. Volvió a mirar por la ventana. A lo lejos divisó una estrecha franja de costa y cayó en la cuenta de que debía tratarse de Noruega. ¿Tan cerca?, pensó, al tiempo que sonaba su móvil. Lenni.
—¡Casi llego a creer que te habías muerto! ¡Hace tiempo que no te pongo al día! ¿Dónde estás?
—De camino a Nordkoster.
—¿Y dónde cae eso?
Los conocimientos de geografía de Lenni no eran los mejores, apenas era capaz de señalar Gotemburgo en un mapa. Pero poseía otros talentos. Y esos fueron los que contó a Olivia: las cosas habían ido muy bien con Jakob, ya eran prácticamente una pareja y estaban planeando ir al festival Peace Love.
—Erik se fue a casa con Lollo después del Strand, pero ¡volvió a preguntar por ti antes de irse!
Estupendo, pensó Olivia, al menos era su primera elección.
—¿Y qué vas a hacer allí? En esa isla. ¿Has conocido a alguien?
Olivia se lo explicó por encima, no todo, pues sabía que a Lenni le interesaban escasamente los detalles de su trabajo en la escuela.
—¡Espera, llaman a la puerta! —la interrumpió Lenni—. ¡Seguro que es Jakob! ¡Nos vemos, Olivia! ¡Llámame en cuanto vuelvas!
Y colgó en el mismo instante en que el barco llegaba al estrecho entre las islas de Koster.
Atracó en el muelle de Västra, en la parte sudeste de Nordkoster. Las consabidas motos de carga con sus consabidos isleños estaban aparcadas en el muelle. Los primeros suministros del día habían arribado.
Olivia era uno de ellos.
Bajó al muelle y le pareció que se movía todo. Estuvo a punto de perder el equilibrio y tardó unos segundos en asimilar que el muelle no se movía, sino que ella se tambaleaba.
—¿Mucho oleaje? —Una mujer se le acercó. Una señora mayor de pelo cano vestida con un chubasquero negro; su rostro había estado vuelto hacia el mar la mayor parte de su vida.
—Un poco.
—Betty Nordeman.
—Olivia Rönning.
—¿No traes equipaje?
Olivia sostenía una bolsa de deporte en la mano y pensó que bien podía considerarse una especie de equipaje. Al fin y al cabo, solo se quedaría una noche.
—Solo esto.
—¿Llevas una muda ahí?
—No. ¿Qué muda?
—¿No lo ves? Sopla viento del mar y no hará más que arreciar. Y si se acompaña con lluvia esto será un infierno. Supongo que no piensas quedarte encerrada en la cabaña todo el día, ¿verdad?
—No, pero he traído un jersey de reserva.
Betty Nordeman sacudió la cabeza ligeramente. Nunca aprenderían estos continentales. En cuanto brillaba el sol en Strömstad, salían en bañador y esnórquel, y una hora más tarde se veían obligados a ir corriendo a Leffe para comprarse ropa para la lluvia, botas y Dios sabe qué más.
—¿Vamos?
Olivia la siguió. Ahora se trataba de no descolgarse. Pasaron por algunas nasas expuestas en el muelle. La joven las señaló.
—¿Son nasas langosteras?
—Sí.
—¿Pescáis muchos bogavantes por aquí?
—No como antes, ahora solo podemos tener catorce nasas por pescador, eso han decidido. Antes teníamos todas las que queríamos. Pero supongo que está bien así, el bogavante casi ha desaparecido.
—Qué pena, me encanta el bogavante.
—A mí no. La última vez que comí uno fue la primera. Desde entonces solo he comido centollos. ¡A esos les encantan los centollos! —Señaló dos enormes yates de recreo atracados un poco más allá, en el muelle—. Noruegos. Vienen aquí y compran todos los bogavantes que pescamos. Pronto habrán comprado toda la isla de Nordkoster.
Olivia rio. Era fácil imaginar las tensiones que debían de crearse entre los noruegos nuevos ricos y los isleños, con lo cerca que vivían los unos de los otros.
—Pero la pesca no comienza hasta septiembre, así que tendrán que tranquilizarse hasta entonces. O hacer que se los traigan en avión desde América, como hizo una vez Magnuson.
—¿Quién?
—Te lo contaré cuando pasemos por su casa.
Atravesaron el pequeño grupo de casas de madera que bordeaban el mar. Algunas cabañas de pescador rojas y negras. El restaurante Strandkanten. Un par de tiendas de artículos de regalo con una mezcla
kitsch
del archipiélago y viejas artes de caza. Y luego la lavandería de Leffe. Y la pescadería de Leffe.
Los kayaks de Leffe.
Y la Terraza de Leffe.
—Parece que ese Leffe se dedica a un poco de todo.
—Pues sí, aquí lo llamamos el ET, «extra de todo»; se crio en el lado oriental de la isla. Una vez estuvo en Strömstad y le dio dolor de cabeza. Desde entonces no sale de aquí. ¡Allí está!
Habían dejado atrás el puerto. Unas casas pequeñas y otras un poco más grandes bordeaban la estrecha calle. Casi todas se veían bien cuidadas, acicaladas, recién pintadas. A mamá le gustarían, pensó Olivia, y miró en la dirección que señalaba Betty. Una enorme y espléndida casa sin duda diseñada por un arquitecto, con una bella ubicación a mitad de una cuesta que daba al mar.
—Es la de Magnuson. Bertil Magnuson, ya sabes, el propietario de la compañía minera. La construyó en los años ochenta, en negro, no tenía ni una sola licencia cuando empezó, y luego se las arregló para salir indemne.
—¿Cómo?
—Se llevó a los tipos del ayuntamiento por ahí e hizo traer cientos de bogavantes por avión desde América. Asunto resuelto. Rigen otras normas para los del continente que para nosotros, los isleños.
El paseo prosiguió hacia la parte menos edificada de la isla. Betty guiaba y Olivia escuchaba. A la mujer se le daba muy bien hablar. Olivia se las veía y deseaba para llevar la cuenta de quién había practicado la pesca furtiva, quién se había liado con la mujer de otro o había descuidado su jardín.
Grandes y pequeños delitos.
—Y por cierto, allí vivía su socio, el que desapareció.
—¿El socio de quién?
Betty le lanzó una mirada de soslayo.
—Del tal Magnuson, del que te he hablado antes.
—Vaya. ¿Y quién desapareció? ¿Magnuson?
—No, su socio, acabo de decírtelo. No recuerdo cómo se llamaba. En cualquier caso, desapareció; en su día se dijo que había sido secuestrado o asesinado, o eso tengo entendido.
Olivia se detuvo.
—Pero ¿cómo? ¿Ocurrió aquí?
Betty sonrió al ver la excitación de Olivia.
—No, en algún lugar de África, y hace un montón de años.
La imaginación de Olivia se había activado.
—¿Cuándo desapareció?
—En algún momento de los años ochenta.
Olivia intuyó algo. ¿Podía estar relacionado?
—¿El mismo año en que asesinaron a aquella mujer? ¿En Hasslevikarna?
De pronto Betty se detuvo y se volvió hacia Olivia.
—¿Es por eso que estás aquí? ¿Para turistear por el asesinato?
Olivia intentó interpretar aquella abrupta reacción. ¿Se había indignado por la pregunta? Le explicó rápidamente qué hacía en la isla: que estudiaba en la Escuela Superior de Policía y estaba haciendo un trabajo sobre el caso de la playa.
—¡Vaya! O sea que quieres ser policía. —Betty le escudriñó el rostro con una mirada incrédula.
—Sí, pero todavía no he acabado…
—Bueno, cada cual es como es. —Tampoco Betty parecía demasiado interesada en los estudios de Olivia—. Pero no, no desapareció el mismo año del asesinato en la playa.
—¿Cuándo, pues?
—Mucho antes.
Olivia sintió una leve decepción. Pero ¿qué se había creído? ¿Qué encontraría algún vínculo entre un desaparecido y el asesinato de la playa en cuanto pusiera un pie en la isla de Nordkoster? ¿Un vínculo que, además, se le habría pasado por alto a la policía durante años?
Se cruzaron con unas familias de ciclistas con niños y Betty los saludó. Y siguió hablando.
—Por cierto, nadie aquí en la isla podrá olvidar jamás ese asesinato. Fue terrible. Nos persiguió durante años.
—¿Estabas tú aquí cuando sucedió?
—Sí, por supuesto. ¿Dónde quieres que estuviera si no? —Betty la miró como si fuera la pregunta más estúpida que le hubieran hecho jamás.
Así pues, Olivia se abstuvo de comentar que había un mundo entero fuera de Nordkoster donde podía haber estado. Y entonces la mujer le contó con detalle todo lo que había hecho cuando llegó el helicóptero sanitario y la isla fue invadida por policías y demás.
—Y entonces interrogaron a todos los habitantes de la isla y yo les conté lo que a mi entender había pasado.
—¿Y qué creías que había pasado?
—Satanistas. Racistas. Camorristas. Algo acabado en
ista
, eso fue lo que les conté.
—¿Ciclistas?
Olivia pretendió hacer un chiste, pero Betty tardó unos segundos en comprenderlo. ¿Acaso se estaba burlando de una vieja isleña? Hasta que soltó una carcajada. Humor de la gran ciudad. Había que tomárselo con filosofía.
—¡Allí están las cabañas!
Señaló una hilera de pequeñas cabañas amarillas, también bien cuidadas. Recién pintadas antes de la temporada alta, emplazadas en forma de herradura al borde de un bello prado.
Justo detrás empezaba un oscuro bosque.
—Hoy es mi hijo quien se encarga de las cabañas. Fue a él a quien se la reservaste, a Axel.
Se acercaron y Betty volvió a empezar. Su mano señalaba una cabaña tras otra.
—Bueno, debes saber que aquí ha vivido gente de todo tipo…
Olivia miró las pequeñas cabañas. Todas tenían un número de latón que parecía recién pulido. Todo estaba en orden en el pequeño pueblo de los Nordeman.
—¿Te acuerdas de quién vivía aquí cuando se cometió el asesinato?
Betty Nordeman frunció los labios ligeramente.
—Tú no cejas, ¿eh? Pero sí, la verdad es que me acuerdo. De una parte de ellos. —Señaló la primera cabaña de la hilera—. En esta, por ejemplo, se hospedaban dos homófilos, entonces hubo mucho secretismo y mucho cuchicheo al respecto, no como ahora, cuando cada dos por tres sale alguien del armario. Ellos decían que eran ornitólogos, pero yo no vi que estudiaran ni contemplaran ningún pájaro, más allá de a sí mismos.
«Homófilos», pensó Olivia. Apenas había oído esa palabra antes. ¿Podían dos homosexuales haber matado a la mujer? Si es que eran homosexuales; podría muy bien no ser cierto.
—Me parece recordar que la dos la ocupaba una familia con hijos. Sí, eso es. Mamá y papá con dos hijos que correteaban por ahí, asustando a las ovejas en el prado. Uno de ellos se hizo daño en el cercado y los padres se indignaron mucho, consideraban que el pastor era un irresponsable. Yo pienso que a algunos Dios debería castigarlos en el acto. La cuatro estaba vacía, y en la cinco vivía un turco. Estuvo aquí varias semanas; siempre llevaba un fez rojo, tenía labio leporino y ceceaba indecentemente. Pero era muy amable y cortés. En una ocasión incluso me besó la mano.
Betty se rio al recordarlo. Olivia escaneó mentalmente al cortés turco. La víctima tenía el pelo oscuro, ¿podía ser turca? ¿Kurda? ¿Un asesinato de honor? En los periódicos se había dicho que probablemente era latinoamericana, pero ¿en qué se basaban para afirmarlo? Betty hizo un gesto con la cabeza en dirección a la cabaña número 6.
—Y allí se hospedaban dos drogadictos, lamentablemente. Pero yo no quería saber nada de gente así y los eché. Después tuve que limpiarlo todo. ¡Qué asco! En la papelera encontré jeringuillas usadas y servilletas manchadas de sangre.
¡Droga! En algún lugar había leído que la mujer tenía Rohypnol en el cuerpo. ¿Podía tener relación? No le dio tiempo a pensar nada más, porque Betty retomó su discurso.