Ahora Arne había desaparecido, y los cangrejos también. Ahora solo quedaban ella y su madre. Y el lugar, tan intensamente vinculado a un Arne que hacía reparaciones y pescaba y tenía continuas ocurrencias por las noches. Allí se convertía en otro padre. Un papá de su hija que tenía tiempo y espacio para todo lo que nunca hacía en la casa de trabajo, como Olivia solía llamar la casa en Rotebro, donde se había criado. Donde todo siempre era cuadriculado y medido y conversaciones de trabajo y «ahora no, Olivia, más tarde». En el lugar de veraneo siempre era al revés.
Pero ahora Arne ya no estaba. Tan solo mamá Maria, y no era precisamente lo mismo. Para ella el lugar pronto se convirtió en una carga, algo que tenían que cuidar arduamente para que Arne, de haberlo visto, no hubiera tenido que avergonzarse. Pero ¿cómo iba a verlo si estaba muerto? Seguramente le habría dado igual que la pintura de la fachada se desconchara. A Maria no. De vez en cuando Olivia pensaba que su madre era un poco neurótica, que se veía obligada a seguir allí para mantener otra cosa a raya. ¿Quizá debería abordar el tema? Quizá debería… Sonó su móvil.
—¿Sí?
—Hola, soy Ulf.
—Hola.
—He hablado con mi padre sobre ese tal Stilton.
—¿Ya? Bien. ¡Gracias! ¿Qué te ha dicho?
—No tengo ni idea. Eso me ha dicho.
—Jo. ¿No tiene ni idea del paradero de Stilton?
—No. Pero sí recuerda el caso de Nordkoster.
—Ah. —Un silencio. Olivia se disponía a cruzar el puente Central. ¿Qué más podía decir? ¿Gracias? ¿Por qué? ¿Por otro «ni idea»?—. Bueno, gracias de todos modos.
—De nada. Si necesitas ayuda para cualquier cosa, llámame.
Olivia colgó.
La hermana de Bosques había llevado a Dan Nilsson a Paquera en coche, al otro lado de la península. Una vez allí, había tomado el ferry hasta Puntaneras y luego un taxi a San José. Era caro, pero no quería perder el avión.
Bajó del taxi al llegar a Juan Santamaría, el aeropuerto internacional de San José. No llevaba equipaje. Hacía calor y humedad. Su fina camisa tenía círculos de sudor que le llegaban casi hasta la cintura. Un poco más allá, salían los turistas recién llegados en tropel, encantados con el calor. ¡Costa Rica! ¡Por fin!
Nilsson entró en el vestíbulo.
—¿Qué puerta de embarque es?
—La seis.
—¿Dónde está el control de seguridad?
—Allí.
—Gracias.
Nunca había pasado por el control de seguridad, solo había entrado en el país una vez, hacía mucho tiempo. Ahora estaba a punto de salir de él. Intentaba mantener la cabeza fría, estaba obligado a hacerlo, obligado a no pensar. A no pensar más allá de lo que tenía entre manos en ese momento. Ahora se trataba de superar la fase de la seguridad, luego llegaría la fase de la puerta de embarque. Cuando por fin hubiera subido a bordo ya estaría todo. Entonces no importaría demasiado si se resquebrajaba un poco, podría soportarlo. Una vez hubiera llegado sano y salvo, arribaría la siguiente fase.
La fase de Suecia.
Se retorció en el asiento del avión.
Tal como había temido, se había desmoronado una vez a bordo. Su escondrijo se había agrietado y el pasado se había filtrado.
Poco a poco.
Cuando la tripulación profesionalmente amable hubo cumplido con su parte y por fin se apagaron las luces, se quedó dormido.
O eso creía.
Sin embargo, lo que se desarrolló en su cerebro durante aquella duermevela fantasmagórica difícilmente podría clasificarse como sueño, más bien como tortura. Con ingredientes dolorosamente tangibles.
Una playa, un asesinato, una víctima.
Todo giraba alrededor de esto.
Y todo seguiría girando a su alrededor a partir de ahora.
Olivia se había puesto con el desagüe del baño. Con creciente asco y la ayuda de un cepillo de dientes y un destornillador había conseguido sacar una salchicha negruzca de un par de centímetros de grosor. Una salchicha de pelo que había atascado el sifón de forma muy eficaz. Aún más asco le dio cuando cayó en la cuenta de que parte de ese pelo probablemente no era suyo. Debía de haberse acumulado a lo largo de años. La llevó hasta el cubo de la basura con el brazo estirado y cerró la bolsa de plástico en cuanto la dejó caer dentro. Se le había metido en la cabeza que podría cobrar vida.
Ahora abriría el correo.
Spam. Spam. Spam. Y entonces sonó el móvil.
Era su madre.
—¿Supongo que estabas despierta? —preguntó.
—Son las ocho y media.
—Nunca se sabe contigo.
—¿Qué quieres?
—¿A qué hora te recojo mañana?
—¿Qué?
—¿Has comprado cinta adhesiva protectora?
¿Ir a Tynningö? ¡Lo que faltaba! Maria había llamado hacía un par de días para decirle que había llegado el momento de ocuparse de la fachada que recibía el sol, la que soportaba más desgaste. La que más había preocupado a Arne. La pintarían durante el fin de semana. Desde luego, no preguntó si Olivia tenía otros planes. En el mundo de Maria no se tenían planes si eras su hija y ella tenía planes.
Había que pintar durante el fin de semana.
—No podrá ser. —Olivia rebuscó rápidamente alguna excusa.
—¿Qué no podrá ser? ¿Qué cosa?
Una décima de segundo antes de que su madre la arrollara, la mirada de Olivia cayó sobre la carpeta al lado del portátil. El antiguo caso de la playa.
—Este fin de semana tengo que ir a Nordkoster.
—¿Nordkoster? ¿Qué tienes que hacer allí?
—Tiene que ver con la escuela, una tarea de la escuela.
—Pero ¿no puedes dejarlo para el siguiente fin de semana?
—No… ya he comprado el billete.
—Pero supongo que podrías…
—¿Y sabes de qué tarea se trata? ¡Es la investigación de un asesinato en el que papá estuvo trabajando! ¡En los años ochenta! ¿No te parece increíble?
—¿Qué?
—Que se trate del mismo caso.
—Tu padre trabajó en muchos casos.
—Lo sé, pero aun así.
El resto de la conversación fue muy breve. Maria pareció comprender que no podría obligar a Olivia a acompañarla al campo. Así que preguntó cómo estaba
Elvis
y colgó en cuanto su hija hubo contestado.
Olivia se apresuró a abrir la página de la compañía de ferrocarriles SJ.
Jelle se había mantenido apartado de los demás durante todo el día. Había vendido algunas revistas. Había bajado hasta los locales de la ONG Ny Gemenskap en Kammakargatan. Había tomado un poco de comida barata. Había evitado a la gente; evitaba a la gente siempre que podía. Salvo a Vera y tal vez un par más de los sin techo, rehuía cualquier contacto con la gente. Llevaba ya unos años haciéndolo. Había creado una campana de soledad y aislamiento, tanto físico como mental. Había encontrado un espacio interior en el que intentaba mantenerse, un vacío drenado de todo pasado, de todo lo que había sido y nunca volvería a ser. Tenía problemas mentales y un diagnóstico, por lo que se medicaba para mantener su psicosis a raya. Para poder funcionar más o menos. O para sobrevivir, pensó; más bien se trataba de esto. Ir de la vigilia al sueño con el menor contacto posible con el entorno.
Y con el menor número de pensamientos posible.
Pensamientos acerca de quién había sido. En otra vida, en otro universo, antes de que cayera el primer rayo, el que acabó con una vida normal y provocó una reacción en cadena de derrumbamientos y caos y, finalmente, la primera psicosis. Y el infierno que le siguió. Cómo se había convertido en una persona completamente distinta. Una persona que progresiva y deliberadamente destruyó todas las redes sociales en que se movía. Para poder hundirse. Liberarse.
Liberarse de todo.
De eso hacía seis años, oficialmente. Para Jelle hacía mucho más tiempo. Para él, cada año pasado había borrado cualquier noción normal del tiempo. Se hallaba en una nada intemporal. Recogía ejemplares de la revista, los vendía, de vez en cuando comía, buscaba algún lugar resguardado para dormir. Un lugar donde poder estar tranquilo, donde nadie se peleara ni cantara, ni él tuviera repulsivas pesadillas. Hacía cierto tiempo había encontrado una vieja barraca de madera, parcialmente derruida, en las afueras de la ciudad.
Allí podría morir cuando le llegara la hora.
Ahí se dirigía ahora.
La pantalla de televisión estaba montada en la pared de una habitación fría y escasamente decorada. Una pantalla considerable. Hoy en día podías encontrar una de 42 pulgadas por un precio módico. Sobre todo si se la comprabas a alguien sin demasiados escrúpulos. Esta había sido comprada a alguien así, y dos chavales jóvenes que vestían chaquetas con capuchas la estaban viendo ahora mismo. Uno de ellos zapeaba febrilmente entre diferentes canales. De pronto el otro reaccionó.
—¡Mira!
El chaval que zapeaba había encontrado un canal en que le llovían patadas a un hombre caído en el suelo.
—¡Joder, si es el tío del parque! ¡Es nuestro maldito vídeo, el que grabamos con el móvil!
Un par de segundos más tarde apareció una presentadora que dirigía un nuevo programa de debate.
«Hemos visto un breve fragmento de uno de los vídeos violentos que hemos encontrado en el sitio Trashkick. Debatiremos sobre él en unos instantes. —Hizo un gesto con el brazo hacia los bastidores—. Nuestra invitada es una conocida periodista que viene escribiendo acerca de graves problemas sociales desde hace años. Drogas, chicas
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, narcotráfico… Ahora mismo trabaja en una serie de reportajes sobre la violencia juvenil. ¡Eva Carlsén!»
La mujer que entró en el plató vestía tejanos negros y americana negra con una camiseta blanca debajo. Llevaba el pelo rubio recogido y unos zapatos de tacones bastante altos que elevaban su atlético cuerpo. Tenía casi cincuenta años y experiencia en los medios. Ocupó su butaca con tranquilidad.
«Bienvenida. Hace unos años publicaste un libro reportaje que llamó mucho la atención acerca de los servicios de
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en Suecia, un eufemismo de prostitución de lujo, pero ahora te has centrado en la violencia juvenil. Así empiezas tu serie de reportajes… —La presentadora levantó un diario—. “El miedo es la madre de la maldad y la violencia es el grito de auxilio del niño perdido. El miedo es el caldo de cultivo de la violencia juvenil sin sentido que vemos hoy en día. El miedo a crecer en una sociedad que no te necesita.” —Bajó el diario y miró a la invitada—. Son palabras fuertes. ¿Realmente la situación es tan preocupante?»
«Sí y no. Con “violencia juvenil sin sentido” me refiero naturalmente a una violencia específica, ejercida por unos individuos específicos, de un alcance limitado. No quiero decir que todos los jóvenes se entreguen a la violencia, al contrario, se trata de un grupo muy reducido.»
«Pero aun así, todos nos hemos conmocionado al ver los vídeos que se han colgado en internet, en los que se maltrata brutalmente a personas sin hogar. ¿Quiénes son los que hacen algo así?»
«En el fondo son niños maltratados, niños ultrajados, niños que nunca tuvieron la posibilidad de adquirir la capacidad de empatizar debido al abandono del mundo adulto. Ahora hacen pagar por el ultraje sufrido a personas que consideran incluso de menos valor que ellos mismos, en este caso, las personas sin hogar.»
—¡Joder, vaya gilipolleces dice la tipa esta! —saltó el muchacho de la chaqueta militar. Su compañero alargó la mano para coger el mando a distancia—. ¡Espera! Quiero oír lo que dice.
En la pantalla, la presentadora sacudía levemente la cabeza.
«Entonces, ¿de quién es la culpa?», preguntó.
«De todos —contestó Carlsén—. Todos los que hemos contribuido a crear una sociedad en la que los jóvenes pueden acabar lo bastante lejos de cualquier red de protección para volverse inhumanos.»
«¿Y cómo crees que conseguiremos superarlo? ¿Es posible arreglarlo?»
«Es una cuestión política, depende de dónde invierta la sociedad sus recursos. Yo solo puedo describir lo que ocurre, por qué ocurre y qué efectos puede llegar a tener.»
«¿Más vídeos repugnantes en internet?»
«Entre otras cosas.»
Llegados a este punto, el muchacho pulsó el mando a distancia. Al dejarlo sobre la mesa que tenía al lado apareció un pequeño tatuaje en su antebrazo. Dos siglas envueltas en un círculo: «KF.»
—¿Cómo se llama la bruja esta? —preguntó su compañero.
—Carlsén. Vale, vamos. ¡Tenemos que irnos a Årsta!
Edward Hopper la hubiera pintado de haber sido sueco y encontrarse aquella noche al este de Estocolmo, en una zona forestal cercana al lago de Järlasjön.
Sí, habría pintado la escena.
Habría atrapado la luz de aquel solitario foco en lo alto de una farola de carretera, habría mostrado cómo la suave luz amarillenta caía sobre la larga y desierta franja de asfalto, el vacío, las apagadas sombras verdes del bosque, y precisamente en un extremo del haz luminoso, aquella figura solitaria, un hombre alto, ligeramente encorvado, abatido, tal vez a punto de entrar en el cono de luz, tal vez no. Y habría quedado satisfecho con el cuadro.
O no.
Quizá le habría molestado que de pronto su modelo abandonara su sitio y desapareciera en el bosque, dejando una carretera completamente desierta para decepción del pintor. ¿Quién sabe?
Al modelo desaparecido le importaba un comino.
Iba camino de su refugio nocturno, la barraca parcialmente derruida detrás del almacén de un parque de máquinas desmantelado. Allí tenía un techo que lo resguardaba de la lluvia, paredes que lo protegían del viento, un suelo que lo aislaba un poco del frío. No había luz, pero ¿para qué la quería? Conocía perfectamente el aspecto de la estancia, aunque hacía años que había olvidado su propio aspecto.
Allí dormía.
En el mejor de los casos.
En el peor, como aquella noche, algo se arrastraba. Algo que él no quería que se arrastrara. No se trataba de ratas o cucarachas, ni de arañas; en lo que a él se refería, los animales podían arrastrarse todo lo que quisieran. Lo que se arrastraba venía de su interior.
De lo sucedido tiempo atrás.
Y no sabía manejarlo.
No podía matarlo con una piedra ni espantarlo agitando los brazos. Ni siquiera podía acabar con ello a gritos, aunque lo intentaba, aquella noche también. Gritó dispuesto a hacer añicos aquello que se arrastraba, a sabiendas de que era inútil intentarlo.
No se mata el pasado con un grito.